Candyman

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Ya se sabe que si hay algo que no abundan por Hollywood son ideas. Y tampoco es nueva ésta de retomar los personajes de alguna película de terror y transformar esa producción en una nueva saga, o al menos darle una vuelta de tuerca y adaptarla a los tiempos presentes.

Con un ojo en todo eso, otro claramente en la taquilla, y si hubiera un tercero en la diversidad -la mayoría de los intérpretes son afroamericanos, lo mismo que los responsables detrás de cámara, la dirige una mujer y hay una pareja gay interracial-, Candyman no defraudará a los amantes del slasher.

Que es, en definitiva, lo que le importa a quienes pagan su entrada.

No hace falta haber visto el clásico del terror de 1992, ni tampoco sus secuelas.

Jordan Peele, el actor devenido en guionista y director de ¡Huye! y Nosotros coescribió y coprodujo esta secuela espiritual, como la gente de marketing le gusta denominar a la Candyman versión siglo XXI.

La original y ésta
El personaje de la película original era un espectro que regresaba con sed de venganza. Lo explican aquí, con una suerte de marionetas proyectadas. Ahora, lo que era una leyenda urbana se convirtió en una metáfora -aunque es bastante explícita- sobre el maltrato a la comunidad negra.

El hombre de los dulces, que tenía un gancho como mano izquierda, un séquito de abejas y un abrigo de piel largo, derivaba de un artista que a fines del siglo XIX pintó el retrato de la hija de un magnate blanco. Bueno, además de pintarla tuvo un amorío con ella, quien quedó embarazada y el señor blanco mandó a lincharlo. Le cortaron la mano, lo rociaron de miel, las abejas lo picaron y después lo prendieron fuego.

Ese fantasma regresa si se lo menciona, si se repite su nombre cinco veces.

No lo prueben en sus casas.

En la actualidad, Anthony (Yahya Abdul-Mateen II, que fue Bobby Seale en El juicio de los 7 de Chicago) es otro artista. Se crió en las viviendas Cabrini-Green de Chicago, allí donde transcurría la Candyman dirigida por Bernard Rose, sobre un cuento del gran Clive Barker (Hellraiser; estén atentos porque hay un guiño hacia Baker en el filme). En pareja con Brianna (Teyonah Parris), quien trabaja para un galerista medio insoportable, Anthony está preparando material para una muestra.

Y no va que, atrevido más que vanguardista, Anthony busca en Candyman inspiración. Quiere salir de lo habitual, crea algo similar al arte performático, una instalación.

Y bueno. Candyman vuelve. Y no porque se haya ido sin que lo llamen.

Por eso de decir cinco veces Candyman. No, no lo digan frente a un espejo.

La realizadora Nia DaCosta, que ¿a qué no saben qué está filmando? The Marvels, la secuela de Capitana Marvel, no teme mostrar cómo el Candyman, que de dulce, más que presentarle a los chicos un caramelito en su mano, no tiene nada, puede cortar el cuello, o cómo le arrancan el brazo a otro hombre, y así, hasta el infinito. Sadismo en primer plano.

Hay buenos efectos y seguramente pueda pregonarse que este Candyman es más una alegoría sobre los supremacistas blancos, por lo de los complejos habitacionales que fueron como un gueto. Pero ya sabemos lo que el público que va a ver Candyman quiere ver. Y DaCosta, Peele y el elenco se lo dan en bandeja.