Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

Uno de los errores típicos de la crítica es tildar de ambiciosas o pretenciosas a películas que tienen largos planos secuencia, abundante gran angular y un lenguaje poético u onírico. Pero no todas las películas con estos recursos formales son pretenciosas o ambiciosas, así como tampoco son todos westerns las películas que tienen caballos y personajes con sombreros y pistolas.

Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades está producida por Netflix y marca el regreso del director mexicano Alejandro González Iñárritu (Amores perros, El renacido) a su país natal con una autoficción con elementos y datos autobiográficos, lo que la convierte en su película más intimista hasta la fecha y la menos pretenciosa.

Que recurra a planos secuencia y al gran angular (con una fotografía a cargo de Darius Khondji), o que tome como fuente de inspiración principal a 8½, de Federico Fellini, pasada por el filtro metafórico y charlatán de Alejandro Jodorowsky y el divague existencialista del último Terrence Malick, no quiere decir que sea ambiciosa, ya que se trata de un honesto ajuste de cuentas del director consigo mismo.

Bardo es una especie de monólogo interior susurrado por Juan Rulfo desde ese llano en llamas desértico y entristecido por las injusticias, un viaje inmersivo a las raíces de un México que no pudo salir nunca del laberinto de la soledad al que lo condenó el país vecino del norte, que obliga a muchos mexicanos a cruzar la frontera para vivir mejor.

Iñárritu cuestiona sus malas decisiones y la culpa por haber preferido Los Ángeles antes que su ciudad de origen para continuar con su vida profesional, quitándoles a sus hijos el sentido de pertenencia. De ahí el título de la película, Bardo, que según el rito budista es ese estado intermedio entre la muerte y la reencarnación, lo que también significa estar en un limbo.

En este estado vive Silverio Gama (interpretado de manera sólida por Daniel Giménez Cacho), un periodista y documentalista exitoso que vuelve a México (después de haber vivido 20 años en el extranjero) a recibir un premio organizado por colegas, visita que aprovecha para reflexionar sobre su condición de migrante y para enfrentarse con los fantasmas de su vida.

Hay una escena reveladora que contiene la clave autoconsciente del filme: el periodista y presentador televisivo interpretado por Francisco Rubio le reprocha a Silverio el no haber ido a su programa, despachándose con una crítica furibunda que es, a su vez, la crítica que le van a hacer a la película los haters de turno, que dice algo así como que el trabajo de Silverio es pretencioso y sin sentido, que se refugia en símbolos para esconder la falta de ideas y su impotencia para hacer algo racional, lógico y coherente.

En su deambular onírico, Silverio pasa a ser el alter ego de Iñárritu en una autobiografía no reconocida que se cansa de dar vueltas en falso en busca de respuestas. También hay que destacar la actuación de Griselda Siciliani como la mujer de Silverio, un papel tan arriesgado como la película, y la de los dos hijos adolescentes interpretados por Íker Sánchez Solano y Ximena Lamadrid.

Bardo también es la película menos violenta de Iñárritu, en la que no se ve una gota de sangre, ni siquiera en ese parto a la inversa del comienzo, una suerte de no aceptación de la muerte de un hijo antes de nacer, que en vez de salir al mundo decide volver al vientre de su madre. Iñárritu entrega una película honesta y personal, que contempla voces y opiniones tanto a favor como en contra de sí mismo.