Babylon

Crítica de Maximiliano Curcio - Revista Cultural Siete Artes

A finales de la década de 1920, Hollywood atravesaba un profundo quiebre institucional. Pósters de Clark Gable y Jean Harlow, juntos a cintas de cine mudo, se arrugaban en un rincón. El cambio de una era se avecinaba, entre la muerte del cine mudo y la llegada del sonoro. Esto favorece la caída y la emergencia, en igual medida, de ilustres personajes. Las viejas modas perecen, las insurgentes cumplen con la moda de recambio en la medida que pueden y la rueda sigue girando…mientras el sistema de estudios hace malabarismos. El advenimiento de un tiempo creativo, en donde el arte de hacer películas cambia drásticamente, y el factor individualista se convierte en una pieza desechable en función de un sistema inquebrantable influye en el destino de las antiguas estrellas del cine silente.

Semejante paradigma es el que nos presenta la grandilocuente “Babylon”, dirigida por el talentoso cineasta Demian Chazelle, responsable de “La La Land” (2019) y “Whiplash” (2016). Escenografías y secuencias de pura ostentación visual nos presenta este film, en extremo visceral y estimulante a nivel sensorial. “Babylon” sienta sus preceptos albergando una celebración fastuosa, de esas que acaban al amanecer y haciendo estragos. Un millonario, respetado y admirado por todos, hace las veces de anfitrión. Fantasías sexuales por doquier, de esas que solo en fiestas como estas pueden cumplirse, son explícitamente coreografiadas. Todo elemento es decorativo, el glamour rebalsa por donde miremos. Elefantes que sirven como gigantesca excusa, piscinas gigantes en donde amortiguar caídas o despabilar la borrachera, desafíos peligrosos de luchar con serpientes sin sobriedad alguna, esculturas fálicas en dónde autosatisfacerse, enanos de circo, freaks de lo más alucinantes. No falta nada a la mesa, si no es desnudez no se admite.

Bienvenidos a los años salvajes, a pura cocaína, ajenjo y tequilla. Chazelle nos coloca, con total irreverencia, en el entremés de un rodaje, horas después del descalabro. Las huelgas sindicales apremiantes y la filmación en pésimas condiciones de salubridad y seguridad dicen mucho acerca del estado de la industria en aquellos tiempos. Una época en donde se estrenaban films épicos en absoluto auge. Disfraces y armas de utilería a rabiar, son épocas de artesanía pura y reemplazos de último momento. Un exiliado director alemán persigue quimeras. La odisea de buscar la escena perfecta, las horas de luz natural, los miles de extra desfilando y las estrellas atravesando crudos estadios de resaca complican, por demás, el buen curso de la agenda pautada. Nos sentimos partícipes de una fenomenal montaña rusa. Tres palabras mágicas anuncian buen final: luz. cámara, acción…¡a rodar se ha dicho! “Babylon” captura, con total frenesí y vértigo, el espíritu y la adrenalina que describen a una cronología de cambios abruptos. El emergente ambiente de jazz en los años ’30 funge como fabulosa banda sonora, mientras la trama se bifurca en personajes secundarios que buscan cumplir su sueño envuelto en celuloide. Vengan a L.A., hay lugar para todos.

Durante las primeras escenas, grandilocuentes y abundantes dosis de sexo, drogas y alcohol inundan la pantalla. Hollywood es sede de fiestas alucinantes que se llevan a cabo en fastuosas mansiones. El subidón emocional en imágenes a rapidísima velocidad sienta los preceptos estéticos de un film que recargará demasiado las tintas hacia una segunda mitad, contrastando notablemente con el espíritu lúdico de la primera hora y media de un metraje que se extenderá por ciento ochenta minutos. Prepárense para una aventura de largo aliento. En absoluto impostada y solemne el autor prefiere un tono en donde prevalece el absurdo, lo irónico y escatológico, efectivos en retratar el costado más superficial y menos amable de una industria que desecha a sus otrora estrellas. Emblemas de la talla de Gloria Swanson, Greta Garbo, Irving Thalberg fluctúan en el relato, no obstante, los personajes protagonistas guardan mera inspiración con vetustas figuras.

Pero, atención, no todo es color de rosa. La mirada machista y patriarcal sobre la mujer como objeto de deseo y transacción en la pantalla coloca valiosos interrogantes por delante. Margot Robbie ensaya el enésimo truco para seducir cuando la cámara se prende y coloca hielo debajo de su blusa. ¿Imaginan el resultado? No deja atributo por mostrar, pero los estándares dicen que no alcanza. Todas quieren ver (tocar) más y un millón de dólares lo compensa. Llamemos al cirujano, queda todo por mostrar. De sus ojos brotan lágrimas con exacta precisión, ella sabe cómo hacerlo. Solo hay que pensar en aquello que dejamos, lejos en casa. Nada escapa al ojo multidimensional de Chazelle. La vertiente periodística no podía faltar: la corriente crítica, cuya percepción sella la suerte de films concretados a las apuradas y estrellas menguantes, se muestra implacable. El lado ‘b’ de la historia se engendra en titulares de diarios para el chisme y el escándalo. Venta asegurada, y pura ficción que se inspira en varias de las figuras que quedaron relegadas a la llegada del sonoro. Casi un pésame.

Desaforada, revolucionaria y caótica, el extensísimo film parece condensar dos en uno, aunque su naturaleza sea perceptible. Se nos ofrece como un tributo a la magia del séptimo arte, una declaración de amor de aquellas a las que la Academia gusta premiar, aunque en la última nominación haya pasado desapercibida. Planos secuencia majestuosos denotan el virtuosismo en el manejo de cámara, pareciendo, por momentos, radiografiar a Quentin Tarantino. En medio del desierto californiano, un oasis nos despabila. Tenemos primera fila en la función que describe, con osadía y sin tapujos, el emporio del showbiz, los nervios exaltados y el sexo a granel. Hay prótesis, maquillaje y vestuario para todos los gustos. También pervive el factor de salvataje a último minuto. Los dioses griegos no se demoran en llegar…

De boca del personaje de Brad Pitt salen unas líneas fabulosas acerca del cabal sentido de discusión que se plantea el film. Por aquellos años, el cine era considerado un arte no menor, aspecto acerca de lo que el personaje se explaya, y defiende, opinando lo contrario. Un selecto grupo menospreciaba la invención, tildándola de espectáculo de feria, y considerándola una expresión sucedánea de la literatura y el teatro. Citas y guiñas mediante, “Babylon” nos hace saber su postura, en la denodada búsqueda del séptimo arte por alcanzar (y ser reconocido en) su esencia. Debemos de entender a esta torre de lenguas encontradas como una parodia, y solo así comprenderemos el mensaje que conlleva, alertándonos sobre los peligros del ego y el exceso panfletario de una década estruendosa, revestida en falsedad, impostación, bienes materiales y superficialidad desbordante en afiches que la gran industria fabrica, para luego encasillar, usar y descartar. Puede que esta fábula lleve un siglo contándose…

Siempre hay una semilla original en cada historia. Margot Robbie, Brad Pitt y Leo Di Caprio se encontraron con este guión mientras rodaban “Erase una vez en Hollywood” (2019). Leo cotejó para luego desechar el papel que cayó en manos de Brad, mientras que Margot se vio encantada desde el primer momento con este relato. Tres años después de aquel primer atisbo, una prometedora constelación de talento delante de cámaras podría hacer realidad el sueño de cualquier cineasta: allí está Robbie brillando a sus anchas; bailando, actuando, llorando, gritando, seduciendo… mientras que el eternamente joven Pitt encarna con absoluta sensibilidad a un caricaturesco, enamoradizo y venido a menos galán. Nadie como él para interpretarlo. Ambos desbordan carisma y talento, compartiendo tan solo una escena, antológica al fin, cuyo nivel de explicitud lo dice todo. “Babylon” es deseo. Porque ese rol -o ese polvo- que se anhela es lo último que podría tenerse en esta vida.

Un irreconocible Tobey Maguire se reserva para sí un rol de aparición especial, en la piel de un depravado villano, no obstante, el auténtico centro del heterogéneo relato es el ascendente mexicano Diego Calva, cumpliendo el deber de Chazelle en congraciarse con la experiencia inmigrante en Estados Unidos. Cuestionable resulta que, en plenos años ’20 y ’30, un inmigrante latino se conforme como la voz, eje narrativo de referencia y punto de focalización primordial del relato. Con insistencia y menos sutileza, se nos subraya que Hollywood nunca morirá; se propagará, de aquí a la eternidad, en miles de estrellas que vendrán emulando a las que vinieron y ya son historia. Las estrellas sobrevivirán, inmortales, y renacerán en las nuevas generaciones, porque ser estrella implica vivir con ángeles y demonios. Porque la maquinaria endogámica no contempla ningún otro organigrama similar que llegue a opacarlo u amenazar su primacía. Pero, sí, los tiempos cambian…

Flashforward a los años ’50: el cartel de Hollywood luce imponente en las colinas y Marilyn asoma en una vidriera angelina. Una sala repleta de espectadores, de diversa procedencia y edad, subraya sin necesidad alguna el alcance de un espectáculo global. Ese que contemplamos en la sala oscura, con menos asiduidad que antes, pero atragantándonos de pochoclo. Acto seguido, un cortometraje homenaje a escenas claves de la historia del cine, particionando la historia en tres hitos claves (el mudo, la llegada el sonoro, el cine digital) nos llena de nostalgia (desde Buñuel a Mélies, pasando por «Matrix» y «Terminator»), pero parece sacado de otra película; cumpliendo con los designios del desparejo capricho de un cinéfilo tras de cámaras embelesado con su propio tributo. Con semejante regalo de imágenes en movimiento que nos ha hecho, objetarlo sería, cuánto menos, una herejía.