Avatar: el camino del agua

Crítica de Mex Faliero - Funcinema

BLOCKBUSTER DE AUTOR

Parecería imposible hablar de Avatar: El camino del agua sin hacer escala en dos factores que, en cierta medida, exceden a la propia película. Una escala es su cualidad técnica, la otra el carácter obsesivo con el que James Cameron se dispuso a construir un mundo sobre el mundo que ya había construido con Avatar de 2009. Hay que reconocer que medir a esta secuela por esas cuestiones, sobre todo por la segunda, es un poco injusto para el resto de las películas: básicamente porque ya no existe en el cine actual de contadores públicos que se hace en Hollywood gente como Cameron que dedique su vida a un proyecto gigantesco como el que tiene en manos; un universo propio, creado a imagen y semejanza de sus múltiples influencias literarias y cinematográficas, pero tan propio como una patria (algo intentó Shyamalan con su trilogía traída de los pelos y fallidamente cerrada en Glass). En lo concreto estamos ante una historia básica de supervivencia que abreva en el sincretismo religioso y medioambientalista, expresado como una fábula, pero es la propia empresa del director, con la que intenta mostrarse como un pionero afiebrado, un Fitzcarraldo que arrastra su propia nave hecha en CGI, lo que le da verdadero valor. Que a través de las imágenes que genera se logre traficar su obsesión y su deseo es algo poco habitual y habla de su maestría.

La tecnología en el cine de Cameron ha estado presente desde siempre, como materia con la que trabaja y como tema. Eso confluye perfectamente en Titanic, donde le da un cierre al melodrama clásico de Hollywood montándolo sobre la pesadilla del capitalismo industrializado. Y todo esto, en el soporte de la película industrial más perfecta que podíamos conseguir hacia fines del siglo pasado. De Titanic al presente el director ha estrenado tan solo dos películas, Avatar y su secuela. Por lo tanto, Titanic puede ser entendida no solo como la película que le dio cierra a las formas de un tipo de relato, sino además como la que le dio cierre al tipo de relato característico de Cameron. Porque tanto Avatar como Avatar: El camino del agua han atomizado hasta el extremo aspectos argumentativos de sus películas (y esto no es un comentario peyorativo), para definirse finalmente en el terreno de la tecnología y lo expeditivo. Es decir, a Cameron le está ganando la pulseada el inventor por sobre el director de cine, aunque tarde o temprano este último se termina imponiendo. De ahí que sus películas sean no solo asombrosas, sino además fascinantes. Lo que va del asombro a la fascinación es lo que separa a un simple hacedor de trucos de un director de cine talentoso. El origen, de Christopher Nolan, nos asombra con sus imágenes que nos dejan con la boca abierta un rato, pero nunca nos permite ingresar a un mundo que miramos como un cuadro. Por el contrario, Cameron nos invita a zambullirnos, de la misma manera que lo hacía Spielberg en la también fundamental -a los fines del cine mainstream– Jurassic Park.

Si en Cameron observamos la lucha entre un Jekyll y un Hyde, entre el inventor y el director de cine, la pulseada se va inclinando para el lado del segundo porque en el medio aparece otra figura: el documentalista. Lo que hace el documentalista es básicamente traducir desde una perspectiva cinematográfica para qué sirve lo que el inventor creó, y entregárselo al director de cine para que se luzca en lo narrativo. Avatar: El camino del agua está dividida en tres actos perfectamente marcados. El primero, donde Cameron narra a pura síntesis y con elipsis definidas, es aquel donde sienta las bases del conflicto: Jake Sully y su familia acechada por los invasores, y la decisión de escapar porque el padre protege (ya veremos hacia el final cómo esa idea se subvierte y la película termina siendo una aventura juvenil). El tercero, donde estalla la acción, donde los personajes se enfrentan con un aire inevitablemente trágico, y donde aparece el Cameron espectacular, el que maneja la puesta en escena con maestría, impactando como ningún otro en la retina del espectador. Pero es el segundo acto, el que parecería más derivativo y menos relevante para el conflicto central, es aquel donde surge el Cameron documentalista. Jake y los suyos se mudaron junto a una nueva tribu, que tiene un contacto directo con el mar. Y esto le da lugar al director para que inspeccione ese universo nuevo, en un micro-relato que es como una síntesis de los 160 minutos de la primera Avatar en la que todo era novedoso. Aún con los excesos del discurso medioambientalista y pacifista (que por otro lado parece suspender cuando estalla la acción, lo que resulta una bonita contradicción que le da matices al relato), todo ese segundo tramo de la película es fundamental para que comprendamos por qué importa luchar, qué es lo que los personajes defienden: la cámara se detiene en detalles, en criaturas que esconden un significado. Lo que parece puro preciosismo y exhibicionismo, se revela como una mirada embelesada por la propia creación; es la puesta en imágenes de las ideas que flotan en el aire de Pandora. Pocos directores son tan capaces de reflexionar a partir de la imagen digital y de darle un verdadero sentido a su exploración.

Es en esos pasajes donde aparece también el valor definitivo de una película como Avatar: El camino del agua, que termina siendo una invitación a participar de una experiencia. Si bien la película parece estar hecha de retazos de otras películas, incluso de otras películas del propio Cameron (hay motivos visuales que recuerdan a Aliens, a Titanic, a El secreto del abismo), en lo concreto no hay nada en el cine actual que se le parezca y no se parece a nada. Y no hablamos aquí de cuestiones tecnológicas o visuales, sino más bien de aspectos narrativos, de organicidad de un relato que dura 190 minutos y se pasa volando, de una forma personal de entender el cine de entretenimiento, algo que para algunas narices elevadas parecería imposible. Cameron redobla la apuesta de Avatar, y si bien su nuevo film parece un poco más de lo mismo (y ese es su mayor pecado), hay en esa apuesta solitaria que lleva adelante algo emocionante y vibrante, de un tipo que está dispuesto a cerrar su filmografía con una saga inagotable de películas que nadie le pidió y, sinceramente, no sé a esta altura a cuántos les interesa realmente. Esa apuesta por el cine tecnológicamente más avanzado del mundo para convocar a los espectadores al ritual antiguo de congregarse en un espacio oscuro para fascinarse con las luces proyectadas sobre la pared.