Arreo

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

La región más transparente

Es en un texto de Héctor Tizón -un gran escritor subvalorado- llamado Tierras de frontera donde encontramos la siguiente referencia: “Por extraño que parezca, el hombre ha puesto el pie y construido su vivienda en este tenebroso paso (…) Sin embargo, aquí viven y aquí mueren, sin moles ni cuidados, sin saber de nadie y sin que nadie sepa de ellos”. La cita incluida pertenece a un coronel inglés y fue pronunciada hace más de ciento cincuenta años para dar cuenta de la quebrada de Humahuaca. Como se aprecia, se trata de la visión foránea incapaz de comprender un modo de vida diferente a la mirada colonizadora. Estamos en el Siglo XXI y documentales como Arreo demuestran que poco ha cambiado desde entonces en ciertas zonas olvidadas de Argentina y asediadas por economías desarrollistas centralizadas en las grandes urbes. Pecado de omisión.

El plano general de apertura de la película es digno de un western. Las cabras van inundando el espacio y tapando progresivamente los claros de un cielo despejado a medida que son arreadas por los hombres. Son “los gauchos de esta tierra”. La belleza de las primeras escenas y de los sonidos potenciados de los animales no disimula el sacrificio, y la repetición como recurso es una manera de hacer sentir el trabajo del campesino, de inscribir su trajín cotidiano. Entre ellos, el protagonista, Eliseo Parada, y su familia. Más allá de los testimonios, el trabajo visual de Néstor Moreno captura momentos del día donde agradecemos los atardeceres y los pasos de las nubes que tanto amamos de John Ford. La geografía imponente como desoladora se planta frente a la cámara para recordarnos la nobleza del género y regalar poesía.

No obstante, a diferencia del western, mitología fundacional e imaginario idealizado de un poderoso país en ciernes, Arreo expresa un drama inexorable: el peso de la vida rural y el éxodo a la ciudad ante la falta de recursos y de ayuda de un Estado que hace la vista gorda hacia estas inhóspitas regiones de producción, más preocupado por construir caminos de tránsito turístico que por facilitar la actividad de los puesteros. Es un mérito indiscutible exponer el conflicto, hacer palpable desde las imágenes y las palabras de los lugareños una identidad alejada de las urbes de poder. También recordar el desarrollo desparejo de las ciudades respecto de estos escenarios.

Y en este rostro olvidado, la misma noción de familia entra en crisis. Hay una historia particular del mismo Parada en el hecho de ver partir a sus hijos ante la falta de oportunidades y comprobar que hay cuestiones generacionales cuya brecha se abre hacia el abismo. Uno de los hijos declara “nunca pensé en volver”. Está en la ciudad, tiene trabajo y novia. De todos modos, más allá de las decisiones personales, existe un itinerario perverso que conlleva al aislamiento y a la pobreza, y que Moreno hábilmente y con paciencia enuncia, sin necesidad de subrayar: atrás ha quedado la idea de que la naturaleza física era el motor para el desarrollo de una nación donde las ciudades tomaban los recursos regionales. El interior de la choza en la que viven Parada y su mujer es la expresión de una identidad familiar que no se negocia y del amor por la tierra, pero al mismo tiempo un eslabón de la soledad en que están sumidos los habitantes del lugar como consecuencias de magros sueños de neoliberalismo impostado. Las constantes imágenes de desplazamiento, además de materializar el cansancio y el sacrifico de los trabajadores, parecen instalar una idea de tiempo suspendido donde las dificultades estancan un modo de vida que tiende a la extinción si nadie se ocupa de ellos. Al menos, para empezar, está la labor del documentalista.