Aquel martes después de Navidad

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Nuevo acercamiento a un triángulo amoroso, de una intensidad notable

Paul (Mimi Branescu) y Adriana (Mirela Oprisor) están casados desde hace diez años, tienen una hija, un amplio y moderno departamento, un auto y un buen nivel económico. A pesar del paso del tiempo, el matrimonio parece bastante armónico, hasta podría decirse que feliz. Sin embargo, él lleva una doble vida, ya que desde hace seis meses mantiene una relación paralela con Raluca (Maria Popistasu), una atractiva dentista bastante más joven que él.

Así planteadas las cosas, este nuevo acercamiento a un triángulo amoroso podría resonar en primera instancia como una historia vista ya demasiadas veces. Sin embargo, el notable director rumano Radu Muntean trasciende cualquier limitación o lugar común con un sofisticado, minucioso y sutil andamiaje narrativo construido a partir de un puñado de largos y virtuosos planos secuencia para concretar un profundo e incisivo retrato psicológico en el que cada detalle, cada observación, cada gesto, cada palabra adquiere una significación y una trascendencia insospechadas.

Para que el largometraje (cuarto en la carrera de Muntean) alcance la potencia, naturalidad, consistencia, fluidez y credibilidad que finalmente logra, el director de Boogie se basa en el trabajo de tres intérpretes extraordinarios (a esta altura, una marca recurrente en el nuevo cine rumano) que sostienen y amplifican cada una de las situaciones y conflictos (sorpresa, incredulidad, rabia, dolor, culpa) que aquí se plantean a la hora de exponer la crisis íntima y, en un terreno más amplio, las contradicciones de la clase media-alta rumana en medio de una sociedad que todavía digiere su transición de tantos años de socialismo hacia las tentaciones y placeres burgueses que propone el capitalismo.

Esta perfecta interacción entre un realizador y su elenco (que denota un gran trabajo previo conjunto) remite a sociedades artísticas como las que generaron con sus actores directores de las dimensiones de Ingmar Bergman o John Cassavetes.

Dueño de un estilo austero y depurado, en el que jamás hay lugar para el exceso ni la grandilocuencia, Muntean redondea una propuesta que destila tanta verdad, tanta convicción en cada uno de sus fotogramas, que la convierten en un experiencia de una intensidad muy poco habitual en el cine contemporáneo.