Apuesta máxima

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Hagan juegos, señores...

Justin Timberlake y Ben Affleck, con las cartas marcadas.

“Esa vocecita que escuchas en tu cabeza no es tu conciencia. Es miedo.” La frase tiene punch, y cualquiera que la escuche, dentro o fuera de lo que plantea Apuesta máxima, le encontrará algún significado propio.

Apuesta máxima no tiene mucho más ingenio que el de ese enunciado. Sí tiene personajes más o menos macchietados, y un déficit de tensión que no llega a mayor porque la película dura 91 minutos.

Ya hemos expresado que Ben Affleck es mejor -mucho mejor- director que intérprete. Ganador del Oscar como realizador por Argo, el regreso del morocho a las pantallas tras el éxito de aquel filme es con un rey del juego online. A él llega Richie (Justin Timberlake), quien viaja hasta Costa Rica, donde Ivan Block tiene armado su imperio fuera del territorio de los Estados Unidos, y este estudiante de Princeton que perdió todo en un juego, y no le queda un centavo para pagarse la graduación, termina trabajando para él.

Como la base del relato sigue las fórmulas conocidas de los filmes de juego/gángsters que incluyen traición, joven aplicado y con principios, rubia/morocha/pelirroja amante del jefe, pero de buen corazón (Rebecca, una mujer no inolvidable, interpretada por Gemma Arterton) y varios etcéteras, todo pasa más por las actuaciones que por las presumibles vueltas el guión.

Y éstas no son muchas. Timberlake, que ya está grandecito para hacer de estudiante del college , se las tiene que ver con mafiosos, agentes del FBI y administrativos y empleados con mayor o menor poder de Costa Rica corruptos. Es decir; está todo podrido, tengan la nacionalidad que tengan, y sean funcionarios del Estado o simples inescrupulosos, ávidos de ganancias exponenciales y rápidas.

La película de Brad Furman (Culpable o inocente) transcurre sin sobresaltos. El problema es que ni como es presentado el personaje de Ivan Block, ni la actuación de Affleck lo vuelven amedrentador. Y sin conciencia y sin miedo, ¿qué queda?