Aparecidos

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Es por lo menos entendible que a golpe de vista la ópera prima del español Paco Cabezas genere algún tipo de molestia o incomodidad: ya el título, que juega sobre una de las palabras con mayor carga política y moral de nuestro país, puede hacer ruido o parecer poco feliz. La primera impresión podría ser la de una película que se aprovecha de manera descarada del pasado irresuelto de la Argentina. Y después de leer una sinopsis o alguna de las críticas que se publicaron en medios importantes, incluso pareciera que se despejan las dudas: Aparecidos tiene todo para convertirse en “la” película abyecta en mucho tiempo. Pero habría que ver el film de Cabezas antes de apresurarse a sacar conclusiones, porque lo que realmente hay detrás de las referencias a la dictadura y los desaparecidos no es una denuncia fácil ni otro reclamo de justicia liviano y políticamente correcto. Al contrario, porque Aparecidos prácticamente ni se atreve a rozar el campo de la Historia, sino que apenas si la toma como contexto para desplegar el herramental (la palabra no es inocente, tratándose de una película que habla de la tortura) propio del género de terror. O en todo caso, de cierto terror de la actualidad: uno lavado, que apuesta más a la sensiblería, la construcción de los personajes y el suspenso que al shock o a las escenas truculentas. En este esquema de cosas, la presencia de un pasado trágico, terrible, que vuelve de manera insistente para acosar a sus víctimas ya muertas y a unos pocos que conocen la verdad (Pablo y Malena, hijos de un médico torturador) cuaja muy bien con el andamiaje narrativo que ensaya Cabezas: los hermanos sufren en carne propia la amenaza de un espectro que los persigue y lastima tratándolos de “subversivos” y “comunistas”. Así, la historia funciona como metáfora evidente de las heridas no cicatrizadas y de un país que sigue sin saldar cuentas con su pasado, pero lo hace siempre poniendo como centro al género y sirviéndose de la cuestión histórica apenas como elemento dramático. Hasta cerca del final, Aparecidos no esboza ninguna denuncia consistente ni se mete de lleno con el tema de la dictadura, y ese quizás sea su mayor éxito.

Mientras la película se decide dentro de los límites del terror, con algunos estallidos de gore que constituyen los puntos más fuertes, Cabezas lleva las de ganar. También acá la dictadura y los instrumentos y métodos de tortura utilizado por los represores están en función exclusivamente de las necesidades dramáticas: el regodeo en la mostración del submarino o el relato de los efectos de la picana son estrictamente terroríficos y nunca alcanzan una dimensión verdaderamente histórica o política. Lo mismo puede decirse del relato del personaje femenino encontrado por Malena, que describe los padecimientos de la tortura sufrida por ella y su marido, que es un desaparecido. Entretanto no se elabora un discurso serio respecto a la dictadura y su accionar, la película es un exponente de género bastante decente (un poco falto de sangre y excedida en sentimentalismo, pero decente al fin) con un llamativo gusto por las persecuciones en auto y la música estridente, que alcanza a mantener el interés la mayor parte del tiempo.

Pero la cosa se complica cuando Cabezas empieza a tirar líneas que conectan cada vez más a la película con un cierto intento de denuncia; allí, si bien se mantiene el respeto en el acercamiento a su objeto, Aparecidos se torna difusa y problemática, porque el reclamo de justicia de los personajes y la historia nunca despega de una superficialidad chatísima, y la película acaba decantándose por la corrección política más rampante y lavada, pero de política propiamente dicha, nada. No es nuevo: hay temas que por su complejidad y su importancia requieren de un tratamiento más intenso, con mayor capacidad de análisis y de crítica. Durante gran parte del metraje a la película no le hace falta tomar una posición fuerte respecto de su historia (que, como ya dije, sirve más bien de contexto y marco narrativo), pero cuando decide hacerlo, todo lo que tiene para decir podría resumirse en una frase como esta: “los torturadores que destrozaban personas eran mala gente y merecen ser castigados”. Cuando se deja ver, la ideología de la película no tiene mayor espesor que el de cualquier noticiero de mediodía; Cabezas se mete en un berenjenal del que sale muy mal parado. Esto se ve sobre todo en la resolución de la historia (que claramente funciona como ajuste de cuentas con la Historia): para que el médico y torturador deje de acosarlos, Malena desconecta el aparato que mantiene con vida a Gabriel, su padre (el represor en cuestión, que se encuentra en coma desde el principio), y solo así consigue salvar a Pablo (del que se revela que es hijo de desaparecidos) y “liberar” a la familia muerta que era víctima constante de los tormentos del espectro de Gabriel. Para el final, la película claramente está moviéndose dentro del terreno de la Historia y la metáfota política, y el desenlace, con la muerte del represor como única forma de conseguir alivio, se vuelve muy cuestionable. Traducir esto en una mirada sobre el pasado y el presente de la Argentina quizás sea cargarle una mochila demasiado pesada a Aparecidos, pero también es un riesgo que la propia película se atreve a tomar por sí misma cuando decide desplegar un discurso que abandona al terror para plegarse cada vez más a una especie de inflamada reivindicación de las víctimas de la dictadura. Es increíble el cambio que opera Cabezas: de la primera parte, donde reinan el terror y el melodrama con algunas pizcas de gore, al plano final, donde se muestra a una Buenos Aires llena de fantasmas como los que persigue Gabriel (o sea, para Cabezas pareciera que todavía hace falta matar a muchos represores más para que haya verdadera justicia), la película pega un giro del que no puede volver con dignidad.