Annabelle

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Aquella devoción malsana.

Hubo una época no tan lejana en la que la industria estaba superpoblada de creaciones deslucidas como Annabelle (2014), en lo que constituía un panorama bizarro que hasta podía resultar gratificante porque dentro de esa catarata de “películas flojas” siempre estaba latente la posibilidad de encontrar alguna joya encubierta. Lo que desapareció con los años fue precisamente ese componente involuntario, ya que la producción y distribución actual están controladas por una camarilla de marketing que reemplazó a las figuras despóticas del pasado, quienes -mal que pese- nos brindaron unas cuantas anomalías gracias a que sus elecciones dependían del capricho, el principio subjetivo fundamental del acervo cultural.

Así las cosas, hoy por hoy a nivel mainstream debemos conformarnos con obras deslucidas a secas, cortadas con una misma tijera orientada a una taquilla que se autosustenta mediante la duplicación ad infinitum de resortes vetustos que necesitan sí o sí de una mano maestra detrás de cámara para inyectarles un poco de vida: los días en los que predominaban las propuestas accidentalmente simpáticas quedaron en el ayer (aquí dejamos de lado a los proyectos independientes y/ o periféricos, el manantial de la frescura contemporánea anti Hollywood). La presente realización de John R. Leonetti, director de fotografía habitual de James Wan, ejemplifica esta ausencia de una mínima novedad por fuera de la base estándar.

Como ya se dijo en innumerables ocasiones, estamos frente a un spin-off de El Conjuro (The Conjuring, 2013), que a su vez funciona también como una precuela porque transcurre un año antes de la original y se concentra en la historia de la muñeca del título. Con un tono marcado por un automatismo exasperante que respeta al pie de la letra la puesta en escena clasicista de Wan, el film carece de personajes que despierten verdadera empatía, construye un desarrollo anodino y en muchos sentidos parece una relectura deficitaria de convites similares y muy superiores como Chucky, el Muñeco Diabólico (Child’s Play, 1988), de Tom Holland, y la entrañable Muñecos Malditos (Dolls, 1987), del enorme Stuart Gordon.

Nuevamente tenemos a la parejita de turno, John Gordon (Ward Horton) y su esposa Mia (Annabelle Wallis), siendo aterrorizada por sucesos paranormales luego de un ataque por parte de dos satanistas obsesionados con invocar a un asalariado del averno vía el sacrificio de un inocente. El paupérrimo desempeño del elenco, una ejecución desapasionada a manos de Leonetti y un guión que recurre a demasiados estereotipos son factores que terminan empantanando la progresión narrativa y condenando la película al olvido. Este brillante envase vacío lo único que consigue es confirmar el poco vuelo de determinados productos que desaprovechan la devoción malsana de antaño, esa que tantas satisfacciones nos dio…