Amsterdam

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

El segundo largometraje de David O. Russell, estrenado en 1996, se llamó Flirting with Disaster. Y ese “coqueteando con el desastre” es lo que hace 26 años después el celebrado guionista, productor y director neoyorquino. Caótica, ambiciosa, pretenciosa y decididamente fallida, Ámsterdam es una muestra más de los riesgos y las ínfulas de un cineasta al que le gusta filmar sin red. Y este salto al vacío lo hace junto a algunos intérpretes que suelen acompañarlo (desde Christian Bale hasta Robert De Niro) y otras figuras que completan un auténtico dream-team actoral: Margot Robbie, John David Washington, Anya Taylor-Joy, Zoe Saldaña, Rami Malek, Alessandro Nivola, Andrea Riseborough, Chris Rock, Matthias Schoenaerts, Michael Shannon, Mike Myers, Timothy Olyphant y la mismísima Taylor Swift. Sí, suficientes para completar un equipo titular y hasta un banco de suplentes pletórico de estrellas.

“Gran parte de esto realmente sucedió”, asegura el cartel que precede a los agobiantes, extenuantes y por momentos irritantes 134 minutos del film. Es cierto que en esta maraña de romances, enfrentamientos, desgracias, asesinatos y persecuciones asoman hechos “inspirados” en la realidad (sobre todo la confabulación política que se reconstruye sobre el final con grupos fascistas tratando de hacerse con el poder), pero esta denuncia de la manipulación, la polarización y el totalitarismo (allí están las huellas concretas de Mussolini y Hitler para que no queden dudas) nunca encuentra su esencia, su corazón emotivo ni su rumbo.

Parte comedia negra, parte drama romántico, parte film noir, parte fábula política, Ámsterdam pretende ser muchas cosas (o todas) a la vez y no termina por desarrollar ni explotar ninguna de sus múltiples y en principio auspiciosas aristas. Russell juega al cinismo misantrópico de los Coen, al espíritu satírico de Adam McKay y a la fábula estilizada de Wes Anderson y termina perdiendo en todos los terrenos. La película no divierte, no fascina, no conmueve. En el mejor de los casos se puede admirar el despliegue visual (la portentosa fotografía es del mexicano Emmanuel Lubezki) y los recursos de producción, pero a esta altura de la historia de Hollywood se trata de un consuelo bastante menor.

Pasan muchas (demasiadas) cosas en esta historia ambientada en 1918 y 1933, y -pecado mortal- ninguna interesa demasiado. Hay algo así como un “triángulo” a-la-Jules y Jim entre Burt Berendsen (Christian Bale), un doctor que ha perdido un ojo en la Primera Guerra Mundial (y suele perder el de vidrio a cada rato), su mejor amigo y también exsoldado Harold Woodman (John David Washington) y Valerie Voze (Margot Robbie en plan morocha), una enfermera que salva la vida de Burt pero luego se enamora de Harold. Los tres bailan felices charleston en Amsterdam para 15 años más tarde reencontrarse en la mucho más sórdida Nueva York y en circunstancias bastante menos alegres.

Y si ninguno de esos tres personajes protagónicos alcanza un mínimo de intensidad dramática, profundidad psicológica, carisma, encanto ni empatía al resto del multitudinario elenco le queda una participación casi testimonial en su lugar de víctimas o victimarios, de hombres rudos o mujeres fatales, de espías o mafiosos, de detectives o empresarios, de militares o políticos. Demasiado talento desaprovechado. Demasiado capricho acumulado.