Amour

Crítica de Mex Faliero - Fancinema

Nada de esto merece ser mostrado

(hay spoilers: si no la vieron y no quieren saber elementos claves, no lean este texto)
Me lo imagino a Michael Haneke, tan austríaco él, con su sentido del humor -si es que lo tiene; al menos en el cine no lo ha demostrado mucho y sabemos que el humor no está bien visto por estos directores que reflexionan sobre la vida desde la cima del Olimpo- diciéndole a unos amigos “voy a filmar una película sobre un matrimonio de ancianos burgueses, la mujer sufrirá un accidente cerebro vascular y el tipo le pegará un cachetazo y, entre otras cosas, la terminará asesinando con una almohada porque ya no soporta lo que pasa; la película se va a llamar Amour”. Y en esa revelación que tengo, Haneke termina riéndose a carcajadas por la picardía de ponerle ese nombre a su película. Amour -o el nuevo muestrario de atrocidades de Haneke- se ha convertido en una de las películas más celebradas del período 2012-2013, logrando la extraña combinación de ser reconocida por festivales de cine como Cannes y por la Academia de Hollywood. Y no es de extrañar, es una película tan calculada en sus movimientos, tan solemne en la exposición de sus temas y tan vacía a la vez -el vacío sólo funciona si se lo cuenta parsimoniosamente, como si se estuviera diciendo algo realmente importante-, que indudablemente su falta de riesgo la hace ideal para todo tipo de premio: es dueña de ese prestigio artificial que siempre cae bien parado en todos lados, entre académicos y plebeyos.
Haneke siempre fue un provocador y, además, alguien que exponía con dureza determinadas conductas de una sociedad europea acomodada. Pero lo que hacía interesante su cine no era tanto la denuncia sino la ambigüedad en la mirada, lo inquietante de las atmósferas que lograba, el trabajo con el aparato cinematográfico, alcanzando con Caché la cima de su cine. Sin embargo, vaya uno a saber por qué, con sus dos últimas películas -La cinta blanca y Amour-, curiosamente las más celebradas a nivel internacional, ha dado un evidente viraje en su carrera: lo que antes era provocación ahora es morbo; lo que antes se justificaba a través de la puesta en escena ahora es sólo tolerable por el trabajo formal, pero por fuera de eso no hay nada. Y, lo que es peor, su cine se ha convertido en obvio. Un ejemplo de todo esto es el inevitable espejo que se puede hacer entre el plano de inicio de Caché y el de Amour, con el matrimonio protagonista sentado entre el público que aguarda por el comienzo de un concierto de música clásica. Es indudable que Haneke es un hombre de una ambición formal absoluta y que cada una de sus películas debe ser analizada en un sentido de cuerpo de obra: bien, lo que en Caché era un atrevido juego formal que interpelaba al espectador, aquí no es más que un plano estéticamente lindo pero al que se fuerza una interpretación por el peso de la firma que hay detrás y no porque el plano tenga esa información.
Amour muestra a un matrimonio de ancianos, ella se enferma y él tiene que cuidarla. Ella, progresivamente, comienza a ser víctima de un cuerpo que se degrada. El, de un fatalismo que se agrava paso a paso. La cámara casi no sale del departamento en el que viven y hay unas adecuadas elipsis para evitarnos información, aunque no morbo porque con el rigor de un formalista extremo, Haneke nos somete en ocasiones a largos planos fijos donde el cuerpo decrépito de la anciana es expuesto sin miramientos, donde el exhibicionismo de su degradación física y mental se convierte en un chantaje espurio de las formas: la ausencia de música o de sentimentalismos no hace menos manipulador el asunto, el dilema pasa por hasta dónde mostrar lo que es cuestionable mostrar. Porque el problema aquí no es de tiempos narrativos -sabemos que Haneke es un purista de la puesta en escena y ahí no hay nada que reprocharle, el film fluye rítmicamente-, sino de un regodeo canallesco. Porque ¿cuál es la necesidad? ¿Para qué? ¿Dice algo más Haneke aparte de que el amor conlleva, en ocasiones, a deseos y conductas ambiguas, contradictoras? ¿Es eso a esta altura una osadía? No, Haneke no dice nada novedoso y, mucho menos, lo muestra con elegancia. Algo similar pasaba con La cinta blanca, donde se recibía de gurú de la obviedad, pero aún mantenía un trabajo estético apreciable. Lo más grave de este film de Haneke, lo más flagrante, es el vacío de su propuesta: no hay mucho más para leer que lo que ofrecen sus imágenes, es una película de una linealidad llamativa para un director que, más allá de gustos, puede y sabe ser más profundo.
Hace unos años se estrenó Lejos de ella, segundo film como directora de Sarah Polley, donde abordaba una temática similar: una mujer con Alzheimer y el dilema de su marido que tenía que ir soltándola de a poco. Obvio que Polley carece de la ambición formal de Haneke y su película era mucho más simple y convencional en un sentido clásico: por el contrario, el protagonista interpretado por Gordon Pinsent estaba construido con una variedad de emociones y sensibilidades que este viejo robot macabro construido por Haneke (al que sólo la notable actuación de Jean-Louis Trintignant saca de lo básico) nunca llega. Es como si Haneke supiera que está haciendo “la película de la enfermedad de la semana”, pero le diera vergüenza y no supiera hacia dónde ir, redundando en un film convencional. Lo curioso es que la condena final de Amour está explícita en el propio texto: en un momento, el protagonista Georges discute con su hija sobre la necesidad de revelar o no revelar a familiares y allegados el estado de la mujer. Ante la negativa a abrir la puerta de la habitación, el bueno de Georges dice algo así como “nada de esto merece ser mostrado”. Efectivamente señor Haneke, nada de esto…