Amour

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

Pensar el cine

(Atención: se revelan detalles decisivos de la trama y de su resolución)

No es casualidad la elección del título para esta reseña, perteneciente a un lúcido y enriquecedor análisis de Alan Badiou sobre “El cine como experimentación filosófica”; tampoco es azarosa la relación que se pueda establecer entre Haneke y la filosofía, a juzgar por su filmografía y la atenta observación que hace de los comportamientos sociales contemporáneos. Es por ello que pensé su último film, Amour, en función de algunos conceptos del pensador citado, ya que la película plantea desde el vamos “una situación filosófica”, es decir, “una relación entre términos que, en general, no mantienen relación alguna”. ¿Cómo entender sino los actos de amar y de matar como posibilidad conjunta? No hablamos aquí de la mitología romántica trágica del acto en cuestión; hablamos sí de una pareja de ancianos burgueses encerrados en una casa y de la decisión crucial de uno de ellos frente a la enfermedad del otro que pondrá los pelos de punta a más de uno, sobre todo por la forma en que sucede. Pues bien, dicha elección nos conecta indefectiblemente con el terreno de la especulación filosófica, puesto que nos pone ante la dolorosa realidad de que un acto individual en circunstancias especiales puede ser determinante ante las leyes del matrimonio y lo que dicta la sociedad e incluso la religión, y lo que es más escandaloso, puede ser también un acto de amor. Bienvenida la discusión, entonces.
Desde el principio, Haneke juega con esta idea de aparentes irreconciliables. La primera escena muestra movimientos de gente que entra a los golpes y que descubre un cadáver. Inmediatamente, aparece el título a secas, en ese contexto de ruidos y de muerte. Es parte de la planificación moderada de un montaje casi invisible que prepara el camino de un largo flashback para que volvamos a mirar esa primera escena. Eso ha sido siempre el cine del director austríaco: una invitación a mirar y a decidir. Sus recursos parecen confirmar un homenaje no exento de admiración a Bazin y a Hitchcock. Del primero tomará la cuestión de la ambigüedad en la representación de lo real (el plano final de Caché, como la escena en la ópera para introducir la pareja protagónica en Amour, son elocuentes al respecto); del segundo, actualizará la moral de una decisión y el papel crucial del espectador frente a lo que ve (recordar Benny’s video o Funny games). La decisión del protagonista en el film que nos convoca no está libre de ambigüedad y pertenece, a priori, a un gran dilema humano. Sin embargo, Haneke no magnifica el conflicto y deja, en todo caso, que los sentimientos exacerbados corran por parte de quienes miran, atentos, en una posición privilegiada que la cámara acentuará para ellos en desmedro de los personajes, cerca del piso, a fin de que entendamos cómo la situación se vuelve cada vez más aplastante para ellos. Ante la carencia de exteriores, la casa se transforma en un espacio asfixiante donde los objetos culturales y su implacable comodidad devienen en una progresiva inercia alarmante frente a la enfermedad corporal. ¿Qué es lo que queda cuando los amantes ya no están? Cosas. Como en el maravilloso final de El eclipse de Antonioni.
Nada es claro en el cine de Haneke. Dos o tres palabras, gestos o actitudes, sacan a relucir la punta de un témpano. Durante una comida, el personaje de Jean-Louis Trintignant (extraordinario) dice: “Tengo muchas historias que todavía no te he contado”; a lo que replica su mujer (extraordinaria también Emmanuelle Riva): “No me digas que en la vejez vas a arruinar la imagen que tengo de ti”; “¿Y cómo es mi imagen?” pregunta el anciano; “Eres un monstruo a veces…pero eres amable”, concluye ella. El diálogo es una postura sobre el matrimonio, desdramatizada pero cruel; “el amor es el silencio que viene después de una declaración” dirá Badiou y la escena concluye precisamente con un silencio de muerte, el mismo que será más terrorífico minutos después. Nuevamente la convivencia de opuestos aparentemente irreconciliables: amar sin dejar de ser un monstruo.
Otro aspecto a destacar es el tiempo, su tratamiento. El director estira el tiempo y nos introduce en una especie de inmovilidad, que no es otra que la de la degradación corporal, una lentitud que se sostiene con los planos fijos, con encuadres precisos, recursos que espantan a todos aquellos críticos que hacen de la velocidad un culto y se angustian ante la falta de pirotecnia audiovisual y narrativa. Son llamativos los comentarios que se ocupan de acusar a Haneke de cruel y sádico, o calculador, como si la vida pudiera ajustarse indefectiblemente a cajoncitos genéricos desprovistos de miradas inquietantes antes que exaltaciones prefabricadas. Por el contrario, Amour invita a pensar el cine como dispositivo de representación y de identificación con el espectador, a la vez que instala un problema filosófico a través de una decisión cuyo límite parece ser el dolor y una pregunta: ¿es justa la elección del personaje en ese espacio donde ya no hay ley? ¿Tiene que ver el acto en cuestión con la historia que le cuenta previamente a su mujer o con los pedidos de ésta al enterarse de la enfermedad que la acosa? Como en la humanidad, el amor y la crueldad son posibles en una misma habitación.