Amour

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Juntos para siempre

Muy ligado desde hace varios años a Francia, Michael Haneke contó aquí otra vez no sólo con financiación mayoritaria de ese origen (aunque compite en los premios Oscar representando a Austria) sino también con tres leyendas galas como Jean-Louis Trintignant, Emanuelle Riva e Isabelle Huppert para una película que marca un brusco giro en su carrera, pero que al mismo tiempo mantiene la categoría, el rigor y la solvencia de sus anteriores trabajos.

Con Amour, el director de La pianista, Caché-Escondido y La cinta blanca aborda cuestiones delicadas, ríspidas e inquietantes como la vejez, la degradación física y la muerte, aunque en verdad (en esencia) el tema principal es el que se alude desde el título: ese amor trascendental e incondicional que ambos se profesan incluso en las circunstancias más extremas (y teniendo los dos personalidades bastante alejadas de la perfección).

Resulta conmovedor ver en pantalla los trabajos sublimes de Trintignant (mejor actor en Cannes 1969 por Z) y de Riva (quien ya había estado en ese mismo festival 53 años antes de Amour con Hiroshima mon amour) como un matrimonio cuya existencia cambia para siempre cuando ella empieza a tener los primeros síntomas de Alzheimer y luego sufre un par de ataques que la van dejando casi sin movimiento primero y sin habla después.

La película empieza cuando el cadáver de ella es descubierto por la policía y los bomberos porque el eje aquí no es desentrañar el “enigma” sino exponer -con esa precisión, inteligencia y profundidad tan propias de Haneke- cómo van reaccionando uno y otro (y la hija de la pareja que interpreta Huppert en sus distintas visitas) ante la sucesión de los hechos. Estamos ante una historia muy dura, claustrofóbica (transcurre de manera casi íntegra dentro del departamento de los protagonistas), sin héroes ni mártires, con la verdad con que fluye la vida y la inevitabilidad con que termina.

En manos de otro director (diría la inmensa mayoría de los realizadores en actividad), Amour sería un material inflamable, la excusa perfecta para una acumulación de golpes bajos, torpezas, psicologismo y excesos lacrimógenos. Aquí, por suerte, la sobriedad, la altura y la austeridad de Haneke -un cineasta que sabe muy bien que en el terreno de las emociones muchas veces menos es más- mantienen ese equilibrio justo que necesitan las pequeñas grandes películas. Esta es una de esas.