Amores de diván

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Andanzas de un psiquiatra mujeriego

Los sajones denominan deadpan (trad. lit.: cacerola apagada) al estilo humorístico hierático, en el que están vedados el más mínimo subrayado o énfasis cómico. Con Buster Keaton como máximo referente cinematográfico, las raíces del deadpan remiten también a cierto teatro del absurdo (Beckett, Ionesco). Jim Jarmusch, Aki Kaurismäki, el palestino Elia Suleiman y Martín Rejtman son algunos de sus más notorios exponentes en actividad. Amores de diván (el título original debería traducirse como Frantisek es un mujeriego) es una suerte de deadpan checo, al que no le faltan por cierto referentes propios de lo que dio por llamarse “nueva ola checa” de los ’60. Las primeras películas de Jiri Menzel y Milos Forman, por ejemplo. El tema es que el deadpan produce efecto sólo cuando tiene gracia, y a Amores de diván eso no es algo que le sobre.

Uno de los problemas es el protagonista, que no despierta mucha empatía ni mucha antipatía, cuando se supone debería generar ambas cosas. Frantisek es un psiquiatra mujeriego, que como consecuencia de sus andanzas pierde el empleo en el centro de salud donde trabaja (por querer hacerse el vivo con una paciente) y pierde también a la esposa, que tanto como para hundirlo bien se le va con un ex paciente. En la vía, Frantisek vuelve a casa de mamá, que lo atiende con sopita y leche chocolatada y le recomienda pedirle trabajo al hermano, que por lo visto mucho no lo banca. El hermano tiene una escuela de manejo y eso dará ocasión a que Frantisek conozca a algunas alumnas. Pero como quiere hacer buena letra y reconquistar a la ex (que a esta altura está embarazada, se supone que de su ex paciente), Frantisek se muerde y mira para otro lado.

Si la lectura de la sinopsis no resulta muy divertida es porque tampoco lo es su exposición en imágenes, a las que parecería faltarles una intención que las anime. Como si al director, el debutante Jan Prusinovsky, se le hubiera ido la mano con el deadpan, anulando no sólo los subrayados sino también el punto de vista que la película apunta a desarrollar. Aunque algunas frases al paso (“el cuerpo del varón necesita sexo”, “todas las mujeres que tuve me sirvieron para saber que sólo amaba a mi esposa”) hacen pensar que tal vez hizo bien Prusinovsky en no desarrollar un punto de vista, porque eso hubiera sido peor. La música tampoco ayuda, dominada por algo que suena a fanfarria fúnebre, intercalada con un pop checo, de esos capaces de lastimar tímpanos y cócleas.