Amor sin límites

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

DE MITOS Y MILAGROS

Sirenas, transplantes, delincuentes de Europa del este confluyen en este drama familiar tan explícitamente edulcorado como propenso a la crueldad.

Las panorámicas aéreas que dan inicio a Amor sin límites son cautivantes. El mar, de por sí, es una entidad cinematográfica, y en esta ocasión el reconocido director Neil Jordan, a través del ojo exquisito del fotógrafo Christopher Doyle, le confiere, evitando la excesiva luminosidad del sol, un semblante verdoso y azul oscuro, colores que, por otra parte, se impondrán en todo el relato, lo que constituye una propuesta cromática sensible. Acompaña una melodía atmosférica salida de la guitarra de Pat Metheny, hasta que en semicírculos la cámara aterriza en un modesto barco pesquero. Es un buen comienzo y un buen escenario: la costa irlandesa de Cork es ostensiblemente hermosa.

Allí, solitario y triste, lleva el timón Syracuse (Colin Farrell), un ex alcohólico al que sus coetáneos le dicen payaso y cuya única razón para vivir está centrada en su pequeña hija, Annie, curiosa y precoz, pero también muy enferma. La espera por un riñón para un trasplante no resulta sencilla. Ni el pescador, ni la madre de la niña, que vive con otro hombre, tienen vidas fáciles, aunque la fortaleza de la niña es sorprendente. Prodigio de las ciencias médicas, un trasplante es lo más parecido a un milagro.

La vida de Syracuse cambiará completamente cuando en una de sus redes, en vez de encontrar salmones y langostas (con el tiempo llegarán a raudales), recoja a una bellísima mujer. Quizás sea un milagro concreto, pues la doncella marítima todavía respira, excepto que se trate de una sirena o, en este contexto, una selkie, una criatura (mítica) que en el mar adopta la existencia física de una foca mientras que en la tierra es simplemente una mujer. Ondine, dice llamarse, temerosa y misteriosa, será la protegida del pescador, también su amor y una esperanza mitológica para una niña que no desconoce su precario destino.

Como suele suceder en las películas de Jordan, no todo es lo que parece, y no solamente porque en sus filmes lo real y la fantasía se entremezclan. El cuento de hadas puede devenir en un breve thriller policíaco, y aquí también se develará un secreto, aunque no será como el famoso giro final de El juego de las lágrimas.

En un pasaje inicial Syracuse le pide a su hija que le cuente algo extraño o maravilloso. Quien intenta hacerlo por 111 minutos es el propio Jordan. Su voluntad excesiva de conmover edulcora hasta el cansancio un relato no desprovisto de la dosis de crueldad característica de su cine. El montaje pretende desorientar, el exceso de música emocionar, mientras que desde el guión se controla todo.

Es por eso que Amor sin límites respira algo de vida en escenas de transición, casi insignificantes, como las que transcurren en un mercado de pescadores, y acaso humorísticas, como las del confesionario. A veces, la moderación puede ser extraordinaria.