Amor sin escalas

Crítica de Leonardo M. D’Espósito - Crítica Digital

La triste paradoja de la libertad total

Con un guión perfecto y el trabajo impecable de George Clooney, el film narra la historia de un hombre despojado de lazos con sus semejantes que se dedica a despedir empleados de compañías en crisis. Del director de Juno, es una de las favoritas al Oscar.

Sería prematuro, con sólo tres largometrajes, pensar que Jason Reitman –hijo del desparejo pero en ocasiones ocurrente Ivan “Cazafantasmas” Reitman– es un autor.

También hablar de su originalidad: el ritmo de sus películas, la forma de mantener estáticos en ocasiones a los personajes mientras el montaje imprime vértigo y el oído para el diálogo recuerda a otro cineasta contemporáneo, Wes Anderson (Los excéntricos Tenenbaum).

Sin embargo, hay una idea que unifica Gracias por fumar, La joven vida de Juno y Amor sin escalas: investigar por qué alguien extraordinario es, justamente, extraordinario.

Sus protagonistas siempre se hablan a sí mismos pero se escuchan poco. El uso de la voz en off funciona a veces como contrapunto y a veces como refuerzo: aquí nadie nos relata algo que ya sucedió, sino lo que está sucediendo. Las diferentes distancias que establecen entre sí voz e imagen generan la emoción y la reflexión, la risa o el llanto, a veces todo al mismo tiempo.

Amor sin escalas, uno de los films que suenan fuerte para los Oscar, presenta a un hombre que se dedica a una tarea horrible. A Ryan Bingham lo contratan para despedir gente: va a una empresa y le dice uno por uno a cada nuevo desocupado que es su último día. Lo hace con encanto y tacto, con una técnica psicológica perfecta, con enorme dominio de sí mismo.

Parece un detective. No hay una sola emoción que lo afecte: es –como el actor que le da vida, George Clooney– un galán zen. Puede hacer ese trabajo porque vive viajando: de avión en avión, con el secreto sueño de conseguir diez millones de millas como viajero frecuente, siente los aeropuertos (basta del lugar común de citar mal a Marc Augé y llamarlos “no lugares”: son lugares de paso, como cualquiera sólo que más rápido, y Ryan lo sabe perfectamente) y es miserable en su minúsculo –y “no lugar”– departamento. Su hermana menor se está por casar, pero su familia está lejos, en tierra. En un aeropuerto se cruza con otra viajera crónica (Vera Farmiga), que se vuelve amante ocasional y amor posible.

La empresa de “despedidores” para la que trabaja el protagonista está a punto de adoptar un sistema de despidos vía computadora diseñado por una joven y ambiciosa psicóloga (Anna Kendrick). Ryan no quiere dejar de viajar, le adosan a la muchacha “para que aprenda” y eso, más los encuentros esporádicos con su amante y la boda de la hermana, tejen la trama del film.

Sí, habla del capitalismo salvaje. Pero el tema no es ése sino la relación entre el libre albedrío y la soledad. Ser completamente libre como Ryan y enseñar que hay que dejar de lado todo lazo con las cosas o las personas conspira contra la naturaleza humana. Paradójicamente, esos lazos que construyen la vida de cada uno coartan la libertad absoluta.

Ante tal contradicción, el film se limita a presentar no una solución ni una enseñanza, sino cómo cada personaje la resuelve a su manera y cómo esas elecciones alteran la vida de los otros.

El resultado es, también, paradójico: Amor... es la comedia más triste del mundo; el film romántico más cínico; el divertimento más amargo. La primera tentación es pensar que se trata sólo de un gran guión –lo es– bien ilustrado.

Pero no: George Clooney tiene pocos gestos, sólo un tono de voz, apenas algún mínimo rasgo en el rostro. Con muy poco, como los grandes actores de cine, logran que creamos en la existencia de su personaje y sintamos, en última instancia, el peso carcelario de su libertad elegida.

En la manera de retratarlo brilla el cine: Reitman logra crear en Ryan una criatura fantástica, el hombre que es todo el mundo para sí mismo. Aunque el mundo lo despida y lo deje –literalmente– en el aire.