Amor sin barreras

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Las enfermedades sociales

Amor sin Barreras (West Side Story, 1961), dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins y basada en el musical homónimo de Broadway de 1957 con libreto de Arthur Laurents, letras de Stephen Sondheim y música de Leonard Bernstein, en primera instancia fue una de las propuestas fundamentales de transición entre el musical clásico hollywoodense de los 40 y 50, artificial y tontuelo hasta la médula, y el musical autoreflexivo de los 70 y 80, el del genial Bob Fosse de Sweet Charity (1969), Cabaret (1972) y All That Jazz (1979), en donde se invierte la lógica narrativa hasta ese momento preponderante porque las canciones adquieren un dejo ilustrativo con respecto al desarrollo de personajes y no un rol decisivo en materia de la acción, un relato que comienza a avanzar por las secuencias dramáticas tradicionales sin música de por medio cual énfasis tácito en el parecer nihilista de fondo acerca del sustrato muy poco poético aunque culminante de la vida mundana de la mayoría de los mortales, planteo que por supuesto implica a su vez una burla por lo bajo hacia las sonseras formales fastuosas del período previo. La película incluso ofrecía una andanada de composiciones en verdad maravillosas, muchas de las cuales se transformaron en latiguillos del formato y hoy por cierto superan con creces a sus homólogas de tantas realizaciones semejantes, y además supo meterse con tópicos candentes de su época que definitivamente no han perdido vigencia con el transcurso de los muchos años desde entonces, como por ejemplo los problemas de la convivencia metropolitana entre colectividades muy diferentes, todos los prejuicios que intervienen y acrecientan las suspicacias del caso, la xenofobia de los anglosajones contra los inmigrantes latinos, el papel represor, bobo e intimidante de las autoridades policiales en la modernidad, los rituales juveniles de las capas marginales de las comunidades y en especial el surgimiento de las tribus urbanas durante las décadas de los 50 y 60, génesis que en el musical primigenio y el legendario opus de Wise toma la forma de dos pandillas de Nueva York, los Jets y los Sharks, caucásicos los primeros y boricuas los segundos, que siguen a los Montesco y los Capuleto de Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, 1597), la tragedia de William Shakespeare que inspiró a la trama a lo folletín culto.

Steven Spielberg, cuando decidió encarar su versión de esta faena de amor prohibido entre exponentes de sectores supuestamente opuestos de la sociedad, repitió en público una y otra vez que su proyecto sería una nueva traslación cinematográfica del musical de 1957 pero la verdad es que el grueso de los espectadores leerá a Amor sin Barreras (West Side Story, 2021) como una remake de la joya eterna de 1961 por el simple hecho de que el cine es el lenguaje audiovisual predominante en todo el globo y el teatro lejos está de hacerle sombra, interpretación que de todos modos se condice en parte con los resultados artísticos del film de un director ya veterano con una carrera reciente sumamente despareja y/ o errática, basta con recordar trabajos mediocres como Las Aventuras de Tintín (The Adventures of Tintin, 2011) y El Buen Amigo Gigante (The BFG, 2016), otros apenas correctos en sintonía con Caballo de Guerra (War Horse, 2011), Lincoln (2012) y The Post (2017) y un par de obras estupendas como Puente de Espías (Bridge of Spies, 2015) y Ready Player One (2018), ensalada que pone en primer plano su mentada ciclotimia entre la oscuridad descarnada de la vejez y la luminosidad de aquella juventud de los 70 y 80 que todavía sigue marcando el horizonte ideológico/ ético mediante un humanismo plagado de citas cinéfilas y un contexto donde la familia -ya sea la biológica/ heredada o aquella de la vida adulta, la de las parejas y los amigos elegidos- adquiere un rol crucial. Una vez más los Jets liderados por Riff (Mike Faist) y los Sharks de Bernardo (David Álvarez) se disputan un puñado de manzanas de Nueva York sin darse cuenta que ambas pandillas se parecen bastante, lo que lleva al amor entre el mejor amigo de Riff, Tony (Ansel Elgort), y la hermana de Bernardo, María (Rachel Zegler), clan puertorriqueño de inmigrantes que viven en un barrio apartado de los anglosajones. Bernardo, cuya pareja es Anita (Ariana DeBose), desea que su hermana salga con el anteojudo Chino (Josh Andrés Rivera), un estudiante de contabilidad, no obstante la chica se obsesiona con Tony, el cual trabaja en la farmacia de Valentina (Rita Moreno) y termina matando a Bernardo de un raudo cuchillazo luego de que éste asesinase a Riff en un enfrentamiento pautado para decidir quién controlará en adelante el territorio en pugna.

Aunque no lo reconozca del todo el realizador tiene muy presente al convite de Wise y de hecho su versión arranca con un travelling en plan ofrenda que reemplaza las tomas aéreas de antaño por una descripción a ras del suelo del nuevo fetiche temático, uno hiper cómodo a nivel conceptual porque supone jugar con el diario de mañana ya leído, hablamos de una gentrificación, léase la reconversión de vecindarios derruidos o marginales en condominios de lujo vía especulación capitalista y diversas tácticas mafiosas de parte del Estado y los parásitos de las agencias inmobiliarias y los estudios de arquitectura, que por un lado funciona como una metáfora eficaz en materia de denunciar las estratagemas más espurias del poder público, hoy más que nunca en detrimento de los que menos tienen porque los norteamericanos nativos fueron inmigrantes blancos de otras épocas que no pudieron trepar a la clase media y los puertorriqueños, por su parte, continúan realizando tareas y oficios de excluidos por pura discriminación social consensuada, y por el otro lado lamentablemente banaliza a la trama en su conjunto porque tiende a boicotear desde el derrotismo nostálgico posmoderno, uno que conduce a la apatía o el odio inmóvil, a la lucha de los jóvenes entre sí y por su independencia identitaria/ tribal/ romántica ya que se da por sentado que ambos bandos padecerán de igual manera la expulsión de sus hogares en el corto plazo a instancias de una institución policial representada nuevamente por el Teniente Schrank (Corey Stoll) y el Oficial Krupke (Brian d’Arcy James), hoy más que basureadores de los adolescentes unos encargados de garantizar la paz hasta que sean desalojados para la reestructuración inmobiliaria en favor del capital concentrado y la alta burguesía. Más allá de algún que otro subrayado grueso que cae en el fetiche del nuevo milenio para con las sobreexplicaciones, como esa charla entre Tony y Riff en la que el primero nos aclara un montón de veces que se desentiende de los Jets porque maduró, más redundancias acerca del pasado inmediato como delincuente juvenil de Tony, su año en la cárcel y su buena relación con la maternal Valentina, el guión de Tony Kushner está bastante bien y respeta lo realizado por Ernest Lehman en 1961 aunque volcándose más hacia aquel orden de las canciones de las tablas.

Spielberg hace exactamente lo que se espera de él en esta etapa de su trayectoria, primero oscureciendo la bella fotografía de Janusz Kaminski para alejarla de esos colores histéricos de la de Daniel L. Fapp para Wise y Robbins aunque reteniendo cierto impulso realista en materia del retrato de la mugre y de la crudeza metropolitana en su acepción mainstream, y segundo tratando de diferenciarse todo lo posible del gran clásico de los 60, como decíamos previamente, reordenando los números musicales, cambiando quién canta qué canción y a quién y sobre todo convirtiendo al querido Doc de Ned Glass, la figura sabia de la faena, en esta Valentina de Rita Moreno, quien en su momento supo componer a una Anita que era salvada por Doc de ser violada por los Jets y ahora rescata al personaje de DeBose en una secuencia que le baja demasiado la intensidad dramática al asunto desde un tufillo formal marketinero/ conservador que parece tener miedo de representar el abuso sexual, pensemos que la misma escena en el opus de Wise era más larga, más morbosa y estaba más orientada a apuntalar la dialéctica discursiva porque le importaba un comino la inexistente solidaridad femenina y el hecho de espantar a las feminazis que podrían estar viendo la película. Elgort está perfecto en lo suyo y no nos hace extrañar al igualmente simpático Richard Beymer y lo mismo puede decirse de un Faist que construye a un Riff más deprimente y peligroso que su homólogo algo aniñado de Russ Tamblyn, sin embargo sinceramente se extraña un montón a Natalie Wood porque su estampa era inconmensurable y la presente Zegler puede cantar sus propias canciones y no tener un acento latino ridículo pero carece del carisma de una Wood irremplazable, y en lo que atañe al resto del elenco principal -Álvarez, Rivera, DeBose, Stoll, James, etc.- todos están muy bien en sus respectivos personajes y por suerte aquí se decidió conservar al marimacho de Anybodys (antes Susan Oakes, hoy Iris Menas), lesbiana que anhela con pasión ser parte de los Jets y muta en la espía por antonomasia de los varones, y esta Moreno de 89 años aún cumple de maravillas como actriz, por ello se la premia haciéndola cantar el hit del musical, Somewhere, objeto de covers por parte de The Supremes, Barbra Streisand, Phil Collins, Pet Shop Boys y Tom Waits, entre muchos otros.

Las coreografías de Justin Peck, siguiendo la eficacia de la propuesta pero no mucho más, son muy loables aunque no llegan al nivel de calidad de las magníficas de Robbins para Broadway y Hollywood, un señor que en un inicio se hizo cargo de los números musicales hasta que fue echado por The Mirisch Company, la productora de la propuesta de 1961, por pasarse de presupuesto en el rodaje, ganándose el apoyo de Wise, Bernstein y Laurents, un trío que siguió colaborando con el coreógrafo a pesar de que Robbins testificó en el infame Comité de Actividades Antiestadounidenses durante la caza de brujas anticomunista y los mismos Bernstein y Laurents habían sido incluidos en las listas negras. En este sentido, el diseño de títulos de Adam Stockhausen, Edward Bursch y el propio Spielberg no le llega a los talones a lo hecho por Saul Bass en el opus original, recordemos esos graffitis del final que hoy son en cierta medida también homenajeados, y la sutil edición de Sarah Broshar y Michael Kahn dignifica a esta remake maquillada pero no tiene punto de comparación con aquella de Thomas Stanford, artífice de un montaje bastante abstracto que en el recordado prólogo anticipaba la dinámica de los videoclips al presentarnos la rivalidad entre los Jets y los Sharks mediante un encadenamiento temporal difuso que cubría un extenso período de tiempo condensado en pantalla en apenas unos minutos, antinomia con respecto a las dos jornadas que abarcaba la película de Wise. Spielberg por momentos pareciera reconocer la inferioridad y por ello se contenta con redondear un trabajo muy medido a escala anímica y respetuoso para con el pasado que aggiorna detalles varios aquí o allá, como la mencionada gentrificación y el intento muy light de violación en manada, sin modificar a escala general este análisis de las “enfermedades sociales” de la explotación, el ninguneo y esos recelos paranoicos burgueses a los que apunta la letra de Gee, Officer Krupke, canción que todavía en nuestros días funciona como una parodia astuta de la criminalización de la adolescencia a nivel institucional, a la que se suman América, sobre la xenofobia y la farsa del “sueño americano”, composiciones lúdicas en línea con Cool, I Feel Pretty y Jet Song e himnos de la balada romántica idealista como María, One Hand, One Heart y la misma Somewhere…