Alamar

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

La exquisita película del mexicano Pedro González-Rubio va más allá del documental sin traicionarlo: relato cercano, dramatizado, basado en hechos y situaciones reales

Alamar es una película azul, con muchos tonos de ese color. El mar, desde arriba y desde abajo, el agua y sus colores a diferentes profundidades, y con el sol desde diferentes ángulos. Y el cielo. Alamar es una película sobre un padre (Jorge) y un hijo (Natan) que tienen esa relación en la realidad. Natan es hijo de Jorge, mexicano, y Roberta, italiana. Jorge y Roberta se conocieron en México, se enamoraron, tuvieron a Natan y luego el amor se terminó. Natan vive ahora con Roberta en Italia. Alamar narra algunos días que Natan pasa con su padre en México, sus días juntos en un palafito (casa en el agua, sobre pilares): el hogar de Jorge en Banco Chinchorro, caribe mexicano, Quintana Roo, zona maya, cerca de Belice.

La belleza del lugar es esplendorosa, así, literalmente: esplendor de la naturaleza, del agua cristalina, de su color, del sol, de la barrera de coral, de los animales; esplendor de las imágenes, generadas con cámara de alta definición digital, lo que motivó mayores contrastes lumínicos y, seguramente, una intensificación de los azules, que permanecen en la memoria. El director Pedro González-Rubio construye -como en la también recomendable Toro negro , 2005, codirigida con Carlos Armella- una notable cercanía con sus retratados, y así Alamar va más allá del documental sin traicionarlo: relato cercano, dramatizado, basado en hechos y situaciones reales; vidas vividas y filmadas. El relato de la relación entre un padre y un hijo se impone con emoción, grandeza y apertura hacia el mundo, en la tradición de El hombre de Arán, de Robert Flaherty (1934): la pesca como actividad principal, con la amable diferencia de que el clima en Banco Chinchorro es benévolo.

La ternura presente en la relación de Natan, de cinco años, con su padre -de extraordinario, fluido contacto con la naturaleza- jamás se enfatiza sino que se deriva de lo que muestra y narra esta película, que no necesita definirse ni como ficción ni como documental. Alamar es el producto de una combinatoria singular, difícil de repetir por más que se intente perseguir con una fórmula. ¿Cómo repetir que el cocodrilo coma con tanto sentido del ritmo esas cabezas de pescado que le tiran como si fuera el perro de la casa? ¿Cómo conseguir otra garza como Blanquita, pura gracia emplumada? ¿Cómo filmar otra vez la inocencia y el asombro en los ojos de Natan? Si ven Alamar , no se preocupen por entender todas las palabras que dicen los personajes (la dicción del viejo Matraca es particularmente difícil). No son las palabras las que guían la lógica emocional de esta película pequeña y distinta sino la comunicación de los sentimientos más profundos, que se dejan observar -bajo la extática magnificencia del mar y del cielo- en el hogar paterno, allí donde hay refugio, cuidado, lazos: un espacio que añorar.