Al fin del mundo

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Luego de Tótem, Franca González cambia el oeste canadiense por el extremo sur de la Argentina y se interna en Tierra del Fuego, en el pueblo de Tolhuin, en donde las temperaturas, las heladas y las nevadas -además de una infraestructura no demasiado robusta- hacen la vida difícil, áspera, complicada. Además, en invierno -o cuando es más invierno, cuando oscurece muy temprano- la gente del pueblo suele recluirse aún más.

Aquí los personajes retratados son más que en Tótem, y vamos pasando de uno a otro de forma alternada. El eje principal -o centro magnético al menos- es Roberto, un señor de bigotes que tiene el empuje, la bonhomía y el entusiasmo como banderas. Y decide proponer un Carnaval invernal como un modo de hacer salir un poco a la gente de sus casas. Pero ese vector narrativo recién se establece luego de un rato, en el cual Franca González pivotea sobre diferentes habitantes, muestra sus actividades, con muy buenos hallazgos de observación: revelador momento el de cocinar con agua congelada, casi de aventura el del camión rescatado, hermoso el registro de la diversión con los diversos trineos sui géneris. Luego viene la propuesta del Carnaval con sus repercusiones. A partir de ese momento, toda deriva desde ese eje principal hace que se desajuste parcialmente la lógica narrativa, que la película experimente cierta laxitud, un poco de pérdida de tensión. Justo antes del Carnaval se dispone una espera -tal vez un estiramiento- que impide mayor y mejor cohesión a este documental.

De todos modos, Al fin del mundo es una experiencia fuerte -y más en una sala de cine- en términos visuales, sonoros y también en cuanto a los retratos -en varias ocasiones con especial cercanía- de los protagonistas. En ese aspecto, nos deja con ganas de saber más de ellos. González mantiene su estilo, su sobriedad, su rigor. Así, dispone una base segura para observar y propiciar los hallazgos, aunque a veces ese rigor endurece las formas y limita algunas posibilidades, como la de extraer -o compartir- más información de los retratados. Pero esas carencias se ven notoriamente superadas por los buenos momentos y también por los asombrosos (que a veces consisten en una conversación creíble, genuina), que se producen con frecuencia, y para mejor en un ambiente alucinante. No hay muchos documentales argentinos contemporáneos que trabajen con tanta meticulosidad y seriedad temas que se vayan más allá de los tres o cuatro asuntos histórico-políticos que se repiten sin cesar para agradar a los funcionarios de turno.