A quién llamarías

Crítica de Natalia Trzenko - La Nación

Un hombre en crisis y una familia quebrada

Hacia el final de este film uno de sus personajes acusa a otro, el protagonista, de sombrío. Más que acusación se trata de una burla amable, amistosa, aunque completamente acertada. El hombre en cuestión actúa, habla y vive como un nihilista de a pie, un pesimista crónico que no hace más que bufar mientras a su alrededor la gente intenta vivir como le sale. Y lo toleran porque lo quieren, aunque no se entienda nunca por qué. De hecho, en el recorrido de este hombre en crisis y los amigos y familiares que arrastra en su penar ocurren muchas cosas pero ninguna explica ni justifica el interés en seguirlo.

Todo comienza con una escena interesante, un hombre que espía a una mujer, su novia, charlando con otro en un bar. Ella le miente, él también, y hasta paga la ayuda de un mozo para completar el cuadro de infidelidad que justifica toda su amargura. Y un machismo que el guión justifica a cada paso. La novia es infiel, la hermana también, la madre es medio tonta y algo resentida, la ex mujer cruel y la potencial nueva novia una histérica intratable. Y en medio de tanta femineidad puesta en negativo está este hombre que se pasea fumando e intentando ponerle un toque de bajón a la vida de todos. Con todo esto alguien podría haber realizado una comedia entretenida, esa que se asoma en un par de escenas que sin enmarcar quedan fuera de tono, pero no es ése el resultado que consigue el director y guionista Martín Viaggio.

Cada una de las viñetas, de edición bastante desprolija, que muestran al hombre en cuestión logran empantanar al personaje, que se mantiene establemente insoportable de principio a fin. Aunque el desarrollo de la historia no les da demasiado espacio, se destacan las actuaciones del protagonista (Roberto Birindelli); su novia, Inés (un notable trabajo de Carla Pandolfi), y su mejor amigo, Fredy (Iván Esquerré), interpretado con tanta naturalidad y soltura que por momentos dan ganas de empezar a seguirlo a él y dejar las poses sombrías por un rato. Pero no hay suerte. De principio a fin -con alguna irrupción onírica que no ayuda-, quedamos en las sombras.