A la deriva

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Contar una catástrofe en alta mar como la de A la deriva no puede ser cosa fácil: hay que saber dónde poner la cámara, filmar el mismo lugar desde diferentes ángulos, trabajar con pocos personajes; hacer cine con una situación escasa, digamos. Baltasar Kormákur tiene algunas ideas y se las ingenia para alternar entre los pocos espacios que le provee el escenario: el barco, un bote y el agua. El dispositivo narrativo es precario pero parece que funcionara: hay dos protagonistas y el guion se las arregla para dejar gravemente herido a uno y descargar toda la tensión sobre el otro, que ahora debe ocuparse de la supervivencia. La película adquiere una potencia impensada en esos momentos de balance, cuando Tami tiene que inventariar lo poco que les queda, racionar las provisiones, hacer arreglos al barco.

El mundo diseñado por Kormákur se impone y exhibe una dimensión material fascinante: el director entiende que, como en toda buena película de catástrofe (incluso si se trata de una catástrofe de escala pequeña como esta), el esfuerzo físico de los personajes resulta tanto o más poderosos que el espectáculo de la destrucción y que cualquier posible intensidad del relato, así como el desgaste del cuerpo, el cansancio y las heridas pueden llegar a constituir una amenaza igual de peligrosa que un desastre natural. Lástima que Kormákur no confíe lo suficiente en su propia invención y recurra todo el tiempo a flashbacks que reponen los momentos previos de la trama cuando Tami y Richard se conocen, se gustan, empiezan a viajar juntos y aceptan el encargo que los conduce a la tormenta. Los saltos en el tiempo terminan de completar el retrato de los personajes, pero también debilitan el pulso de la supervivencia: por tratar de moverse por muchos lugares a la vez, la película pareciera no estar del todo en ninguno, ni en el drama de la catástrofe ni en la historia romántica. Ninguna de las dos líneas está mal, Kormákur se las arregla más o menos bien para narrar la unión un poco accidentada de sus personajes tanto como la desesperación posterior a la tormenta, pero el salto permanente entre una y otra cosa hace que la película pierda espesor. En la misma línea están los cambios de tono, porque A la deriva no es de esas películas de supervivencia plena, que se juega todo al nervio de la lucha contra la adversidad: Kormákur prefiere de a ratos un tono medio lúgubre, una sensación de derrota que aplasta a la pareja y que la deja medio entregada a su suerte. Ya la historia de amor es un poco triste a pesar del contexto más bien vital en el que se desarrolla: rincones exóticos del mundo donde un tipo medio depresivo que navega solo conoce a una chica que viaja sin rumbo y que subsiste gracias a trabajos pasajeros. El encuentro es menos una aventura que la reunión de dos seres quebrados.
El pilar que le permite al director ir y volver en el relato y mantener un mínimo de cohesión es sin dudas Shailene Woodley, que hace de Tami. Woodley tiene una manera particularísima de dejarse filmar: la actriz se afianza con el tiempo, como si en cada nueva escena mostrara algo nuevo o nos hiciera ver alguna cosa que se nos escapó en la secuencia anterior. La mayoría seguro la recordemos de la trilogía de Divergente, con su pose oscilante de chica grande, de niña inocente pero segura de sus convicciones. Woodley no tiene las facciones de la mayoría de las star: ciertamente es muy linda, pero los rasgos esperables están como fuera de lugar, levemente desordenados, un desarreglo que le confiere una intensidad infrecuente a Tami cuando mira o habla o tiene un objetivo en mente; una belleza un poco tosca, un poco salvaje que resulta perfecta para el personaje.

Y si las idas y vueltas en el tiempo y el choque de climas sugerían que la película no se sentía del todo segura con sus materiales narrativos, cerca del final el relato lo confirma con una vuelta de tuerca de esas que no vemos desde hace más o menos diez años. Curiosamente, no se trata de un artilugio de guion totalmente despreciable, sino de un efectismo moderado que podemos disculpar sin darle mayor importancia.