66 preguntas a la Luna

Crítica de Gustavo Castagna - A Sala Llena

SOBRE PADRES E HIJAS

Primero y principal: se agradece el estreno de una película de origen griego (sí, los franceses metieron plata, ya lo sé) en una cartelera escuálida y con pocas variantes y que sus exhibiciones, a partir de hoy vayan más allá del prestigio (bien ganado o no) de Yorgos Lathimos detrás de cámaras. En efecto, el director de Canino y La favorita es el número uno del cine de su país pero desde hace tiempo (¿o acaso siempre fue así?) pertenece al mundo de los festivales clase A, a la alfombra roja importante, a los 50 / 60 realizadores que visitan con frecuencia Cannes, Berlín, Venecia, San Sebastián.

Con 66 preguntas a la luna (que también tuvo su recorrido en eventos cinematográficos, aunque en menor escala) ocurre lo contrario: cuenta una historia local con objetivos universales, pero con una estética particular, que oscila entre tonos y atmósferas de distinta intensidad, alejándose de los lugares comunes de su propuesta argumental.

Conflictiva relación entre padre e hija, él con fuertes síntomas que disminuyen su salud con prontitud, en tanto, ella que retorna a Atenas, en apariencia, para cuidar de su progenitor enfermo. Otros personajes secundarios visitan al semipostrado padre por momentos “ausente” y con declinaciones corporales muy fuertes, pero esto poco parece importarle al resto. Salvo a la hija, que se refugia en recuerdos y en el uso del tarot, acaso como escape, o como olvido de la situación o, quien sabe, como resolución de un conflicto que pertenecería al pasado.

La propuesta de la directora debutante Jacqueline Lentzon, en cuanto a los materiales temáticos, es más que desafiante: alejarse de los clichés de una relación donde un cuerpo enfermo cobra protagonismo en imágenes, más aún, si ese cuerpo se reencuentra con un familiar luego de una etapa de distanciamiento.

“Distanciamiento” podría ser la palabra exacta para calificar 66 preguntas a la luna, pero no por la calidez que transmite la relación divagante de padre e hija, sino por la forma en que la directora opera para que la película no descarrile hacía la lágrima fácil y el golpe bajo. En ese sentido, la elección del punto de vista y del sujeto narrador en manos de Artemis (la hija) desplazando narrativamente la figura de Paris (el padre) esquiva cualquier explosión emotiva o eje desde el cual el espectador se sienta identificado a través de la enfermedad. En segunda instancia, el anclaje hacia el pasado de ella se manifiesta desde viejos VHS y de juegos deportivos de ambos personajes, momentos en los que Artemis y Paris parecen fusionarse en una sola criatura.

Pero el aporte esencial de la trama, aunque parezca paradójico, trasluce por aquello que no se exhibe, es decir, a raíz de la ausencia de crueldad (ay, el espectador de cine “petite bourgeoisie”) que manifiestan las imágenes. En un cine que en más de una ocasión se regodea en la gratuidad de golpes bajos y excesos de toda índole, Lentzon busca y encuentra un equilibrio casi perfecto entre un argumento convencional y bastante remanido y una forma diferente en transmitir el estado de las cosas. En esas decisiones que elige la realizadora, 66 preguntas a la luna se convierte en un pequeño pero bienvenido acontecimiento cinematográfico.