65: al borde de la extinción

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Melodrama y dinosaurios malos, malos

Al contemplar un mamarracho de la talla de 65: Al Borde de la Extinción (65, 2023), faena escrita y dirigida por el dúo de Scott Beck y Bryan Woods, uno se ve en la obligación de retrotraerse en el tiempo para poder entender en qué momento Adam Driver, intérprete que supo especializarse en personajes retraídos del indie y regiones aledañas, se convirtió en un héroe de acción que puede ser relativamente creíble en pantalla -al fin y al cabo el señor sirvió dos años y ocho meses en el Cuerpo de Marines de los Estados Unidos- aunque siempre arrastrando cierta ridiculez porque lo suyo, pese a quien le pese, son precisamente las almas en pena que se van de un extremo al otro a nivel anímico, léase del miedo semi melancólico a la furia exaltada que todo lo puede. Antes y después de transformarse en Kylo Ren, el supuesto vástago de Han Solo (Harrison Ford) y Leia Organa (Carrie Fisher) según la trilogía que empezó con Star Wars: El Despertar de la Fuerza (Star Wars: The Force Awakens, 2015), de J.J. Abrams, el evidente punto de quiebre actoral porque lo llevó a ese reconocimiento internacional que sólo la maquinaría publicitaria y marketinera de Hollywood puede ofrecer, Driver trabajó para una multitud de directores prestigiosos como Clint Eastwood, Noah Baumbach, Steven Spielberg, los hermanos Ethan y Joel Coen, John Curran, Jeff Nichols, Jim Jarmusch, Martin Scorsese, Steven Soderbergh, Spike Lee, Terry Gilliam, Scott Z. Burns, Leos Carax, Ridley Scott, Michael Mann y Francis Ford Coppola, un pedigrí envidiable tratándose de este mediocre presente de la industria cultural global.

Las estupideces hollywoodenses de siempre, esas eternamente orientadas a infantilizar al público mayoritario -el más cuadrado, el menos exigente- y evadirlo de la realidad cual colección de retrasados mentales que suplican por el picahielos en la nariz, en 65: Al Borde de la Extinción están llevadas al extremo porque la premisa narrativa de base rankea en punta como una de las más idiotas del mainstream cleptómano e hiper cínico del Siglo XXI: el 65 del título hace referencia a los millones de años en el pasado, época en la que Mills (Driver), un joven piloto del planeta Somaris, convence a su esposa negra Alya (Nika King) de la necesidad de embarcarse en un viaje espacial de dos años con el objetivo de conseguir el dinero suficiente para el tratamiento/ cura de la hija de ambos, la mulata Nevine (Chloe Coleman), quien padece algún tipo de enfermedad respiratoria que sólo la prohibitiva medicina privada puede solucionar, así las cosas el tiempo pasa y durante el viaje de vuelta a Somaris la nave intergaláctica se topa con unos pequeños meteoritos que la llevan a estrellarse -oh, sorpresa- en la Tierra durante el Período Cretácico, parte de la Era Mesozoica en la que dominaban una enorme variedad de dinosaurios a los que se tienen que enfrentar nuestro piloto y la otra única sobreviviente, una niña bautizada Koa (Ariana Greenblatt) con la que no se puede comunicar porque no habla inglés, en su derrotero en conjunto hacia una montaña en la que se encuentra la otra mitad de la nave, todo a la espera de subirse a un transbordador de escape y ser rescatados gracias a una baliza de socorro.

Como si se tratase de un producto Clase B de los 50 y 60 pero filtrado por el dejo familiero insoportable del cine de los años 80 y 90 en adelante, el guión de Beck y Woods parece un steampunk invertido y esterilizado y resulta demasiado repetitivo en sus encontronazos rutinarios con los reptiles, en el aburrido “descubrimiento mutuo” entre las dos personajes centrales y en las caminatas por paisajes que van desde los pantanos, pasan por los bosques y terminan en cavernas montañosas, para colmo la historia suma delirio porque la dupla debe apurar el paso ya que flota en el ambiente una cuenta regresiva apocalíptica por un gigantesco asteroide -sí, el que extinguió a los dinosaurios- que está al caer justo en la zona atravesada por Mills y Koa. Como si lo anterior fuese poco el relato está tamizado por un marco melodramático insufrible que licúa cada escena de acción con algún flashback o instante meloso porque el hombre recuerda a la adolescente Nevine, ya fallecida durante los dos años en el cosmos, y Koa, por su parte, ansía reencontrarse con sus padres debido a que Mills la convenció de acompañarlo en el viaje hacia el transbordador mintiéndole de lleno, diciéndole que sus progenitores están vivos cuando hasta el bípedo más imbécil deduciría que todos los pasajeros murieron en la colisión. Como tantos productos de la actualidad, el film pretende con desesperación dejar contentos a todos los públicos posibles y por ello construye un monstruo que coquetea con tantos géneros como gremios de espectadores existen, banalizando y/ o saboteando lo que podría hacer sido una odisea algo simpática.

Entre el melodrama, las aventuras, la acción, el horror, la epopeya family friendly, el cine bélico y la ciencia ficción, 65: Al Borde de la Extinción retoma aquella convivencia con los dinosaurios de Jurassic Park (1993), de Spielberg, el motivo del antihéroe solitario y la ninfa del pirotécnico desenlace de Depredador (Predator, 1987), de John McTiernan, esas cuevas del espanto de El Descenso (The Descent, 2005), de Neil Marshall, y por supuesto la dinámica vincular de Después de la Tierra (After Earth, 2013), de M. Night Shyamalan, y aquel sustrato aventurero y esa efervescencia fantástica de Viaje a la Prehistoria (Cesta do Praveku, 1955), del enorme Karel Zeman, aunque reemplazando a las hermosas esculturas, miniaturas, títeres, mattes, disfraces, muñecos y animación en stop motion de antaño con CGIs bastante mediocres que suman artificialidad, desapego y estupidez a una realización inmediatamente descartable, que no deja nada valioso o sincero en el espectador luego de finalizada la proyección. Beck y Woods, responsables del guión de Un Lugar en Silencio (A Quiet Place, 2018), junto al director y protagonista John Krasinski, y artífices además de un par de bodrios de terror que no vio prácticamente nadie, las desastrosas Nightlight (2015) y Haunt (2019), la primera una incursión en el found footage y la segunda en el slasher, dos comarcas retóricas tan quemadas como las gestas con “dinosaurios malos, malos” símil la patética trilogía que empezó con Mundo Jurásico (Jurassic World, 2015), el film de Colin Trevorrow, aquí entregan una película lenta, redundante, poco imaginativa, a veces muy torpe, soporífera y con un Driver claramente desinteresado y una Greenblatt que sólo está en pantalla para generar empatía en el público púber, panorama que agrega infantilismo y previsibilidad porque sabemos que Hollywood protegerá a los personajes de todo y todos…