1917

Crítica de Maximiliano Curcio - Revista Cultural Siete Artes

‘Los horrores de la guerra’, también llamado ‘Las consecuencias de la guerra,’ es una alegoría de las guerras que habían asolado a Europa, pintada por Peter Paul Rubens en 1637, con destino al Palacio Pitti del duque Fernando II de Médici. También podríamos citar a ‘Los desastres de la guerra’, una serie de 82 grabados del pintor español Francisco de Goya, realizada entre los años 1810 y 1815. Allí el horror de la guerra se muestra especialmente crudo y penetrante, desnudando las crueldades cometidas en la Guerra de la Independencia Española. Un siglo después, en plena Primera Guerra Mundial, la desidia humana no ha cambiado, ni su ambición dominadora menguado un ápice.

El reconocido director responsable de joyas del cine americano contemporáneo como “Belleza Americana” (1999) y “Camino a la Perdición” (2002) se apunta una de las más destacadas películas que engalanan la presente temporada de premios. “1917” representa el regreso de Mendes al género bélico luego de su incursión en la fallida “Jarhead” (2005) y el resultado es un producto absolutamente sorprendente. El germen de esta película se encuentra en las vivencias de Alfred Mendes, veterano de la Primera Guerra Mundial y abuelo del director. De sus historias al frente de batalla y las anécdotas transmitidas de generación en generación es que surge este guión firmado por el propio realizador.

Y en la misión heroica e improbable que debe cumplir el personaje principal de “1917” se recrea una Odisea de míticas proporciones, directamente dirigido hacia una tierra de nadie. El desafío será atravesar un rosario de dificultades, que incluyen notables exigencias físicas y una entereza mental a toda prueba. También, una cuota de suerte que la ficción cinematográfica exagera a la enésima potencia a fin de conseguir un crescendo dramático acorde a las circunstancias que apremian a nuestro héroe de turno atravesando el territorio enemigo.

Si el cine de guerra se ha especializado, a lo largo de su profusa historia, en ilustrarnos la crueldad de los conflictos bélicos y la futilidad de su fin en sí, “1917” no agrega nada nuevo a lo ya abordado. Pero es su suculenta cuota de realismo, crudeza e impacto las que sustentan a un guion sumamente hábil como para explotar las aristas dramáticas de su devenir. Y allí está la prodigiosa cámara de Mendes para registrarlo todo. El uso que hace del plano secuencia es, sencillamente, magnifico. Su lente, inquieta y movediza persigue ángulos originales e improbables, surca interminables trincheras, se arrastra en travelling o sigue a sus personajes cuerpo a tierra, prescindiendo del montaje a fin de envolvernos en la barbarie del campo de batalla.

El extremo realismo de Mendes y su preciosismo visual se fusiona con la adrenalínica banda sonora compuesta por Thomas Newman para entregar escenas antológicas. Asimismo, la plástica fotografía empelada consigue entregar auténticos lienzos del horror: campos minados, ciudades de devastadas, artillería estallando por los aires, los cazabombarderos surcando el cielo de un territorio que no conoce ni de Dios ni de piedad. Allí se posa la mirada, desde el subjetivo punto de vista británico, inserto en una improbable misión de rescate que se extenderá por toda una jornada, sazonada por episodios dantescos, donde la vida pende de un hilo.

Las vicisitudes que debe atravesar nuestro protagonista nos lleva a reflexionar sobre la fragilidad de la vida humana y el trágico destino sellado para estos jóvenes, abandonados a la suerte de una contienda demencial. Víctimas inocentes aquí y allá. El caos imperante en el frente de combate y las familias destrozadas que aguardan la peor noticia desde sus hogares. Dos jóvenes soldados enarbolan la responsabilidad de un cometido en extremo dificultoso. La misión comienza en un día brumoso, acaso la dificultad climática ensombrece aún más este cuadro fatalista.

El paisaje es atroz: animales sin vida esparcidos a lo largo de un océano de lodo, un cementerio de cuerpos apilados de veteranos que brindaron su vida la causa bélica, más allá cuervos devorando cadáveres y un enjambre de moscas revoloteando el hedor de los restos animales apilados. Hacia el otro lado del batallón, un estremecedor campo de enfermería que atiende a soldados mutilados. Sin quererlo, “1917” se convierte en el mejor film de terror posible. Una realidad que cala en los huesos.

Vale la pena hacer mención a los efectos colaterales. Al finalizar la Primera Guerra Mundial se comenzó a hablar de ‘neurosis de guerra’, un término utilizado para describir el trastorno por estrés postraumático que afectó a muchos soldados cuya patología se trata de una reacción ante la intensidad de los bombardeos y la lucha que produce una impotencia que se traduce en múltiples síntomas físicos y psíquicos de desequilibrio. De esta forma, Mendes inspecciona el alma corrompida de unos hombres al comando de una guerra que perdió el rumbo y no teme asomarse al abismo de lo inhumano y lo sanguinario de la condición enfrentada a la propia finitud.

Un par de escenas antológicas nos llevan a pensar que estamos ante un nuevo clásico del género. Este tándem de pasajes destaca por su belleza poética, extrayendo poesía del más puro horror para brindar un mensaje esperanzador. Una anécdota contada a manera de fábula de un solado a su compañero nos interna en un verde bosque mientras dejan atrás la brumosa ceniza del paisaje que dominaba el deteriorado frente alemán. Luego, una bella metáfora acerca del florecimiento de los árboles de cerezos blancos como alegoría del ciclo de la vida y el poder redentor de la naturaleza que asemeja a la pulsión vital que vence la ceguera de una ambición bélica inútil. Por último, las sabias y turbulentas aguas de un río salvaje depositan al sufrido soldado a las puertas de su tierra prometida.

Espectacular y conmovedor, este film nos lega un desenlace a la altura de lo esperado, con la virtud de conseguir destacar lo pavoroso de un cuadro de situación que configuraría el destino político del mundo a corto plazo, colocando en perspectiva el endeble valor de la vida humana, directamente proporcional a la maldad que propelen los acontecimientos. En este viaje al corazón de las tinieblas, el mal originario habita en el sinsentido del enfrentamiento, sin embargo el mensaje final otorga una luz de esperanza: la solidaridad naciente en los momentos más acuciantes y el valor emotivo que representa el honor por la palabra hacia una promesa cumplida son capaces de vencer a este temido enemigo llamado miedo.

El plano final, mostrando a un añoso y gigante árbol y a un soldado exhausto rendido a sus pies hace que sobren las palabras.