120 pulsaciones por minuto

Crítica de Rolando Gallego - El Espectador Avezado

Hubo un tiempo en el que las películas sobre el HIV preferían desandar las vidas de sus protagonistas enfatizando en su sexualidad (y sus consecuencias), o, sino lo hacían de esa manera, destacando el regodeo sobre el mundo de miseria y dolor que alrededor de la enfermedad se podía presentar, con el hospital como lugar terminal y paso previo a la desaparición del/los protagonista/s.
Por suerte estamos a años luz de eso, y mucho cine ya se ha producido sobre la problemática, como para que el realizador Robin Campillo ponga (gracias a Dios!) la mirada en la filial francesa de la agrupación Act Up, organización que busca, aún hoy en día, concientizar a través de manifestaciones la problemática de una enfermedad que requiere atención y cuidado, erradicando la verdadera hipocresía e intereses económicos de las grandes corporaciones farmacéuticas.
Campillo se detiene en el momento de mayor actividad del grupo, justo cuando la enfermedad aún era considerada una cuestión sólo de homosexuales y los medios de comunicación, aún teniendo la información real, preferían hablar de “peste rosa” antes de un flagelo que podía afectar a todos por igual.
La cámara nerviosa del director asiste a las reuniones de conformación y establecimiento de estrategias, reposa la mirada en cada uno de los intérpretes, prefiriendo poner el foco en uno de ellos, Sean (Nahuel Perez Biscayart) uno de los más revolucionarios y anárquicos, quien hasta su último respiro entregó todo a la entidad y a sus seres queridos.
“120 pulsaciones por minuto” revoluciona las películas sobre el HIV, va más allá de los establecido, desentendiéndose de las víctimas y el lugar común, y avanzando en la épica de un grupo de jóvenes que comprendieron el espíritu de época al dinamizar su trabajo de concientización a partir de ejercicios bien logrados de exposición de aquellos que no se hacían cargo por ese entonces.
El guion maneja esa realidad con dos mecanismos, por un lado el de reflejar de manera virulenta cada uno de los actos del grupo, y por el otro, con una total honestidad, desnudar humanamente a los personajes ante la vulnerabilidad inevitable de su existencia con la enfermedad.
Sean, como ejemplo de guía del relato, ama promiscuamente, pero cuando conoce el amor se brinda y se deja llevar por el momento, disfrutando de la compañía de su pareja, y rogando porque su madre llegue para cuidarlo cuando más lo necesita.
Así, entre esos dos planos, el de la vida personal de los protagonistas miembros de Act Up, y, el de las acciones propiamente dichas de la organización, “120 pulsaciones por minuto” comienza a desarrollar una hipótesis sobre el trabajo de una de las organizaciones activistas más importantes del mundo, necesarias, aún hoy en día, para desmitificar, informar y para evitar volver a caer en errores que nada ayudan a la comprensión de una enfermedad.
Mención aparte merece el trabajo de Perez Biscayart, una de esas actuaciones eternas en las que los intérpretes logran trascender la pantalla, aún a pesar de algunos convencionalismos de la propuesta y de preferir, hacia el final, que se ubique la cámara delante del dolor de Sean y delante de la organización.