Operación Skyfall

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

La caída de la casa Bond.

Desde Casino Royale, uno paga la entrada de la última película de James Bond para ver a Daniel Craig y su 007 brutal, rígido, trágico. La primera estuvo bastante bien, Martin Campbell entendió enseguida al personaje y fue capaz de acoplarlo con el cine de acción sin perjuicio de ninguna de las dos partes. La segunda, Quantum of Solace, a cargo de Marc Foster, resultó un pegote de escenas mal filmadas y peor editadas, con una historia endeble y un Bond que tenía que soportar sobre sus hombros el peso de una película que se desmoronaba minuto a minuto. 007: Operación Skyfall, por momentos parece que tuviera las intenciones y el pulso necesarios para volver al comienzo de la saga Craig: una persecución interminable, imposible, que incluye una carrera de motos sobre los techos de Estambul y el manejo de una topadora arriba de un tren de pasajeros, invita a ilusionarse un poco. Durante un buen tramo, Skyfall cumple más o dignamente con las expectativas, hasta que a Sam Mendes parece no alcanzarle el cine de acción y espionaje y cede ante los subrayados y las metáforas, que terminan por aplastar la historia y los personajes. La idea es clara desde el principio: este Bond habita un mundo en descomposición, el de la agencia de inteligencia británica MI6 que se encuentra más amenazada que nunca desde flancos múltiples que incluyen un enemigo salido de sus propias filas, una tecnología cómodamente vulnerable y la presión política del parlamento inglés y su pedido de explicaciones a la jefa M.

El gran problema es que Skyfall no para de remarcar hasta el más mínimo detalle de la caída del protagonista y de los que lo rodean, por ejemplo, cuando Bond no se afeita durante varios días; incluso habiendo retornado al servicio el rústico agente gasta una barba exagerada que parece recordarle a los gritos al público la decadencia del personaje. Llega un momento en que no se habla de otra cosa que no sea el retirarse o el seguir en carrera, el estar o no apto para hacer un trabajo; prácticamente no hay acción y los diálogos se suceden unos tras otros, cada vez más pesados y reiterativos. La otra cosa es la mención al pasado, que comienza con un leve guiño al uso y abuso del gadget en la saga (esta vez, a Bond la agencia le entrega solo una cajita con una pistola y un rastreador, y nada más), que pasa a convertirse en el motivo que el guión machaca a cada rato, y hasta lleva a forzar una situación final inverosímil por donde se la mire: la vuelta al pasado metafórica que los personajes enuncian permanentemente se materializa, de manera sorprendente, en una antigua casona perdida en Escocia que, un poco al estilo de Perros de paja, habrá de servirles de fortaleza última. De paso, en ese único movimiento, Skyfall (que también es el nombre del caserón que perteneció a la familia Bond) arruina completamente no solo la credibilidad de la historia, sino también la constitución narrativa del protagonista, cuando se empieza a desenterrar su pasado de manera gruesa y totalmente anticlimática. Algo de esto ya estaba sugerido cuando se discute con el mismo Bond el resultado de sus tests, entre ellos, el psicológico: de golpe y porrazo, el personaje pierde su impenetrabilidad y se vuelve fácilmente explicable a partir de un trauma infantil.

Es curioso cómo la película de Mendes, a pesar de su insignificancia en el marco de una historia que cuenta numerosos libros y transposiciones al cine, consigue dañar al personaje arrancándole para siempre una buena dosis del misterio que lo caracterizó a lo largo de las décadas. Pareciera que el director, inexperto e incómodo dentro de un género y una línea argumental que no entiende, se desquita minando la coherencia interna de la película. Encima, en ese mismo final se vuelve un problema inmanejable la tensión entre realismo y exageración que al comienzo había dado una persecución memorable. Si el atrincheramiento en la casa familiar asemeja un chiste mal hecho, una metáfora que inexplicablemente termina volviéndose literal, Mendes trata de balancear ese desborde con un exceso de realismo sobre todo a partir de la fotografía, trabajando solo con luz natural y con la oscuridad que provee la mansión. La escena acaba siendo una confusión de gente y de movimientos rápidos en las sombras que no se deja apreciar y mucho menos comprender: de vez en cuando, uno distingue la cara de Craig mal iluminada, pero solo eso. Para colmo, como si todo eso no alcanzara para dar con uno de los peores finales imaginables de cine de acción, el desenlace es acartonadísimo, con diálogos y acciones completamente inverosímiles que son el corolario obligado de la pérdida de rumbo del guión y de la sobreactuación y la pose que aporta Javier Bardem como Silva, un malo paupérrimo: el español trata de ser un villano Bond exquisito y amanerado pero nunca despega realmente de un exotismo impostado.

Alguien podría decir que todo esto ya se veía venir en la escena con M dándole una lección sobre el estado del mundo a una ministra, donde el problema no es tanto las cosas que dice M y el tono en el que las dice sino el torpe, torpísimo montaje paralelo que empareja sus palabras con las imágenes de Silva yendo impunemente a asesinar en público a la jefa del MI6 (nota al margen: acá Mendes realiza –o al menos lo intenta– una mala copia de las dos últimas Batman, sobre todo de El caballero de la noche, con el Guasón infiltrado entre los policías o huyendo del hospital). Además de lo feo de la edición, la cuestión es que no se sabe cuál es el pensamiento de la película, o sea, si se avala lo dicho por M (como parece indicarlo la solemnidad con que se retrata el momento –¡al final ella lee unas líneas de Tennyson!) o si las imágenes intercaladas de Silva, por el contrario, vienen a desmentirla (porque el villano y su deseo de venganza son fruto del entrenamiento del MI6 y de una decisión terrible de M). No se sabe, y no se trata de una ambigüedad buscada sino solo de una falta de centro, de no poder formular con claridad una visión del mundo; esa misma incapacidad es la que lleva a malinterpretar el universo Bond y a someterlo, entre muchas otras calamidades, a la violencia tremenda que representa el tiroteo final en una antigua casa escocesa.