Texto publicado en edición impresa.
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El anteúltimo día de vacaciones en casa de los abuelos, un niño se descubre enamorado. ¿Pero sentirá la niña lo mismo que él? ¿Y pasarán un año entero sin verse, con el riesgo que eso supone? Para orientarlo, el abuelo le cuenta una historia romántica. Muy fantasiosa, pero ganchera. Sucede en los estudios cinematográficos Babelsberg, 1961, es decir, en el lado Este de Berlín, entonces en manos comunistas. Justo el anteúltimo día de rodaje de una película franco-germana, un extra se enamora de una bailarina francesa, doble de cuerpo de la estrella principal. El es un desastre pero tiene pinta, arrojo e imaginación. Ella es un encanto, y más viva que él. Pero al otro día, cuando van a reunirse, los comunistas cierran las fronteras y empiezan a construir el Muro. Los franceses, y muchos empleados que viven en el lado Oeste, no pueden pasar. Nuestro héroe no puede salir. ¿Cómo hará para reunirse con ella? Bueno, se le ocurre una idea increíble, en la que embarca a los técnicos y empleados de Babelsberg y Deutsche Film que aman el cine, y hace la suya burlando a los burócratas que esperan su fracaso. En verdad, todo lo que pasa es un gran disparate que solo puede pasar en una película, pero, si uno suspende su incredulidad y se deja llevar, funciona bien y se disfruta. Música, fotografía, personajes secundarios, todo contribuye. Autor, Martin Schreuer. Actriz, Emile Schole. En el papel de actor francés, Nikolai Kinski, hijo menor de Klaus Kinski. Por suerte salió a la madre. Un detalle, que hace al chiste de la historia: justo para la misma época empezaba en Cinecittá la “Cleopatra” de Liz Taylor. Y una objeción: quien dirigía la Deutsche no era un cretino, sino el doctor Jochen Muckenberger, que supo manejar aquello como una isla, hasta que en 1967 le prohibieron 12 películas y lo relegaron a director de Palacios y Jardines de Potsdam, donde se jubiló, casi olvidado.
Tratando de llegar a la frontera, un fugitivo se disfraza de cura, pero por esa vestimenta una pequeña comunidad lo confunde y lo obliga a brindar los servicios que se esperan de un religioso verdadero. Esa es la base de “Carlitos predicador”, con Charles Chaplin, y tantas comedias que le siguieron. En el drama polaco que ahora vemos, la diferencia es que el fugitivo, un jovencito, no ve la sotana como un disfraz. Él realmente quiere ser sacerdote, se asume como tal frente a sí mismo en primer término. Y toma para sí el nombre del cura del reformatorio de donde viene, el hombre que le enseñó que cada cristiano es un sacerdote de Cristo. Lo difícil es ser un cristiano de alma, aunque vaya todos los días a misa. El pueblo al que llega llora la muerte de seis jóvenes en un accidente de tránsito, y descarga su amargura en un conductor que también murió, y en su viuda. Con el tiempo, y la orientación de este curita vocacional, algunos de los que transformaron su dolor en odio terminarán reconociendo su parte de culpa y su actitud mezquina. El problema es que el perdón, la generosidad, la comprensión del otro, no están, o no se cumplen, en el reformatorio adonde el muchacho debería volver, y donde impera la ley de los puños. Tampoco en otros lados, aunque el alcalde del pueblo, bien político, y el cura titular, viejo y enfermo, saben dar una mano. “Corpus Christi”, como película, tiene algunos tramos apagados, ausencia de ciertos gestos claves en la vida litúrgica, situaciones inverosímiles (¿será que en Polonia los curitas recién salidos del seminario se largan a vagar por cuenta propia en busca de alguna parroquia?), pero resulta inquietante en varios sentidos, movilizadora en el último tercio, y tiene un protagonista de mirada intensa, Bartosz Bielenia, que sabe ponernos en la piel, tatuada por las pandillas, de su personaje. Muy adecuado el título, cuerpo de Cristo. Director, Jan Tomassa, de quien acá se ha visto, en funciones especiales, “La sala de los suicidas” y “Varsovia 1944”. Guión, Mateusz Pacewicz, inspirado en un hecho periodístico.
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En poco más de una hora, y teniendo como disparador unos recuerdos de infancia, Sabrina Moreno pinta en su primera película la crisis interna de un matrimonio. Marido y mujer se quieren, pero ya no es suficiente. Disfrutan las vacaciones con los hijos, pero también hay desgaste y desacuerdos. Ella tiene expectativas de otro futuro, pero se siente atada. Él es un buen tipo, pero no puede comprenderla, ni contenerla. Entretanto, los niños mantienen su inocencia. Eso es lo que están viviendo los personajes. Todo está expuesto con sutileza, con una música levemente extraña, en un libre vaivén de tiempos y de sentimientos (y de ubicación frente al volante). También algunas imágenes pueden parecer un poco extrañas, como fotos familiares que van perdiendo brillo. La historia avanza con algunos saltos, como ocurre a veces con la memoria de otros tiempos que deja hilos sueltos e impresiones marcadas. En el balance, entonces, la pintura de caracteres pareciera tener más peso que la narración, pero eso, por suerte, no molesta demasiado. Conviene anotar el nombre de esta novel directora. Y el de sus principales intérpretes, Umbra Colombo y Beto Bernuez, así como un detalle que habla de los nuevos tiempos: ésta es una producción pura y enteramente cordobesa.
Los aficionados saben que Pablo Tabernero hizo la fotografía de “Prisioneros de la tierra”, “El que recibe las bofetadas”, “Si muero antes de despertar”. “No abras nunca esa puerta” y otras cuantas películas notables. También saben que fue el maestro de Félix Monti, Ricardo Aronovich y otros grandes directores de fotografía. No todos, que era miope, y eso no le impidió ser un artista enorme. Y que no se llamaba Tabernero, sino Peter Paul Weinschenk. Exiliado en estas tierras, se cambió el nombre cuando vio una multitud de filonazis criollos rumbo a una histórica manifestación en el Luna Park. Se quedó igual, pero, tras la Noche de los Bastones Largos, se fue del todo y lo perdimos. El documentalista Eduardo Montes-Bradley halló el contrato donde la empresa Lumiton acuerda ese cambio de nombre. Pero antes (esto fue de casualidad) se encontró en EE.UU. con un hijo de Tabernero. Una cosa trajo la otra y ambos, a lo largo de tres años, viajaron por Alemania, Suiza, Normandía, Cataluña, encontraron la casa natal, los lugares de formación, sus películas como camarógrafo en la Guerra Civil Española, y mucho más, de Peter Paul Weinschenk antes de convertirse en esa figura definitiva que se llamaría Pablo Tabernero. Este documental registra esas andanzas, esos hallazgos, su vida de penurias, estudios, asombros y milagros, consulta a quienes lo conocieron o lo estudiaron, nos contagia de admiración y de entusiasmo, y nos deja con ganas de saber todavía más. No solo sobre su participación en nuestro cine, sino también sobre su larga actividad final en EE.UU. ¿Habrá una segunda parte? Dan ganas de esperarla.
Un hombre de pantalón corto camina por el medio de la ruta, llevando un pececito en una bolsa de agua. Una mujer parece ir a su encuentro. Una joven gira desafiante sobre sí misma, otra de mirada abstraída se deja llevar por su compañero, una más, semidesnuda, coronada de flores, el rostro cubierto por una máscara, se mueve suavemente, un púgil lucha con su sparring, alguien le envuelve la cabeza y lo retiene como a un potro antes de soltarlo a la pelea. Un niño contempla y ordena decenas de naranjas, ahora las naranjas están al pie del hombre que fue ese niño. Una joven ensaya movimientos suaves envuelta en un dulce motivo de Saint-Saens, otra se encarama desesperada sobre sus compañeros, agitados por el Rito de Stravinsky. No es un documental esto que vemos. Es una exposición, hermosa, de pinturas en movimiento con un solo motivo: el alma de Oscar Araiz, interpretada por Paula de Luque. Ella integró el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martin, hoy es cineasta. El fundó ese Ballet, allá en 1968. Su trayectoria es enorme, y sigue en actividad. En sobremesa, sus amigas desde tiempos juveniles hablan de él, pero escuchamos apenas lo justo. La danza no se explica. O acaso haya una explicación en lo poco que él dice, calmo y suave: “El juego solo se produce en el caos, un cuerpo frágil y un pensamiento feroz en estado de ebriedad”, “Salir de un sueño para continuar soñando”, “Yo veo a ese niño como alguien que hizo todo lo que pudo”. Frente a las cámaras, Renata Schusseim, María Julia Bertotto, Ana María Stekelman, Antonella Zanutto, Magalí Brey, Miguel A. Elias, Araiz, más bailarines. Detrás de cámaras, Leo Sujatovich, música, Rodolfo Pagliere, arte, Marcelo Iaccarino, fotografía, César Custodio, montaje, Marcelo Schapces, productor, Paula de Luque, artista.
ámbito.com ámbito.com | Suscribite a nuestro newsletter Gozoso documental sobre las aventuras de varios centenarios ESPECTÁCULOS 01 octubre 2020 - 00:00 Gozoso documental sobre las aventuras de varios centenarios Una señora se prepara para recibir a dos de sus hijos. La hija de un hombre ya grande quisiera que él deje de andar a caballo. Otro sueña con manejar una avioneta. Y una señora, de duelo por la muerte de un familiar, acepta la propuesta de su amiga para distraerse integrando un conjunto pop. Cosas propias de cualquier lugar del mundo, si no fuera porque la primera tiene 109 años, sus hijos 93 y 88, el jinete 98, siempre al trotecito, el futuro aviador 93, y se va a dar el gusto aunque no quieran, y la integrante del conjunto pop, 93, y no es la más vieja. Su amiga tiene 98. De no creer, dirá alguno, pero esto es real, esta gente existe, es del interior de Costa Rica, de Cerdeña y Okinawa, existe y disfruta de la vida. Dicen algunos estudiosos que en esos lugares es fácil llegar a viejo, les llaman “zonas azules”. Pero el asunto no es solo llegar a viejo, sino también disfrutarlo, mantener el buen humor y la vitalidad, aunque no se puedan mantener todos los dientes. Hermosos personajes, y muy buenos ejemplos, los que aquí aparecen. Los encontró el documentalista Víctor Cruz, y gustosamente se prestaron a salir en cámara, escenificando un poquito su transcurrir cotidiano. El resultado, de muy buena andamiaje, mantiene a los espectadores en un trance continuo de admiración, complicidad y regocijo, y en algún punto hasta emociona de alegría. Esto no es nada común, sobre todo tratándose de un documental argentino. Cruz lo hizo en coproducción con Italia, de ahí el otro título con que se difunde, “Kentannos”, por el tradicional saludo de los sardos, “a kent’annos”, a cien años. Y ya se ganó el premio HBO Europa, lo piden de todos lados, y si lo dieran en salas el público saldría poco menos que bailando. No puede ser por la pandemia, pero ya se sabe que los males duran menos que esta clase de viejos.
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