Paisito Vaya uno a saber qué oscuro designio del destino ha querido que las dos películas más fallidas de Tim Burton sean aquellas en las que está involucrado un sentido de patria o, al menos, de identidad territorial: sumemos ahora a El planeta de los simios la muy floja adaptación del libro de Lewis Carroll, Alicia en el país de las maravillas, estrenada en pleno auge del 3D. El film -una anémica adaptación- resulta una lastimosa reducción de dos mundos riquísimos e imaginativos (el literario de Carroll; el audiovisual de Tim Burton) a la nada misma, incluso defeccionando ahí donde el director ha demostrado mayores aciertos en su obra: la tecnología aplicada a la imaginación. Podríamos incorporar a esta lista sobre territorios invadidos por Burton a Marcianos al ataque (o Marte ataca en el original), pero estaríamos faltando a la verdad: más allá de las fallas evidentes en la construcción de personajes, aquella tenía sobre su segunda mitad pasajes muy divertidos y originales. Tampoco quiero suscribir (aunque algo de eso hay, si tenemos en cuenta el parecido con las películas de la saga Narnia) a la idea de que Burton finalmente sucumbió ante la presión de la Disney. En realidad quiero desterrar el lugar común que condena a todos los productos realizados por Disney: la empresa ha construido un imaginario ineludible y en su última etapa -la vinculación con Pixar- quedó demostrado que tiene una visión más actual de la animación que algunas empresas que se la dan de muy cancheras y modernas. Es difícil encontrar los motivos por los que Alicia en el país de las maravillas resulta un film tan decepcionante cuando todo lo que uno podía esperar, está allí. Uno de ellos se puede rastrear en el hecho de que Burton olvidó por esta vez que tras la técnica, tiene que haber virtud. De lo contrario quedamos ante una cáscara vacía. O, en todo caso, que nunca puede imprimirle al relato de Carroll sus atmósferas góticas que tantas falencias han suplido en otras oportunidades. La oscuridad aquí no se hace presente ni en un aspecto formal, ni en cuanto a los personajes. Y el problema mayor es que muchas veces en el cine de Burton tras esa estética suele no haber nada. Aquí queda demostrado. Esa falta de interior se traduce a los personajes. Burton, que ha formado una dupla exitosa con Johnny Depp, se recuesta aquí exclusivamente en lo que puedan darle sus actores: raro para un producto que resume tanto cálculo. Sin embargo estos nunca encuentran la forma de jugar con las criaturas que les han tocado en (mala) suerte. Sólo Helena Bonham Carter parece hallarle la vuelta a su Reina Roja y, hay que decir, la Alicia de Mia Wasikowska carece de cualquier tipo de interés para el espectador. El film tiene ahí un inconveniente: ¿qué registro adopta? Burton sabe manejar diversos tonos (si no miren El gran pez), pero siempre funciona en su mundo la sátira. La falta de humor de Alicia aleja cualquier posibilidad satírica y eso, ya que es la protagonista, se traduce al mundo creado: en Alicia en el país de las maravillas más allá del (pobre) 3D, las imágenes carecen de profundidad. Y esa escasa dimensión hace que el universo creado sea insignificante y poco relevante. Nunca nos interesa lo que pasa. Y el detalle más interesante es el que tiene que ver con cómo se corre este film de los universos que plantea el propio Burton. Siempre sus películas caminaron en el límite que separa lo normal de lo anormal. El horror convivía al borde del suburbio en El joven manos de tijera, también limitaban la imaginación con la realidad en El gran prez, la ciencia y la fe en La leyenda del jinete sin cabeza. En el caso de Alicia (que fusiona los libros escritos por Carroll con un prólogo y epílogo a cargo de la guionista Linda Woolverton), no hay convivencia alguna. Según de qué lado se esté, el mundo que ella se encuentra es una prolongación del propio o, en todo caso, un sueño. Pero no deja de ser algo apartado sin conexión más allá de la propia Alicia. Ese choque aquí no está presente o se dibujó mal, entonces el freak, el habitual “anormal” de Burton, desaparece. Incluso en Sweeney Todd convivían las buenas costumbres corruptas con la justicia y la venganza por mano propia del enajenado barbero. Burton sólo puede plasmar aquí la aventura, que es anodina y está contada con desgano. Las expectativas en Alicia en el país de las maravillas parecen haberle jugado en contra no a la película, sino al autor. Burton parece una caricatura de sí mismo, filmando a reglamento todo lo que de él se espera: de hecho el 3D fue agregado en la postproducción lo que le resta espectacularidad. Como la película no fue pensada para jugar con las imágenes estereoscópicas, apenas asistimos a una serie de figuritas que se recortan de la pantalla. Pero no mucho más que eso. Lo único positivo de los fallidos universos que Burton ha logrado con los mundos de Carroll y Pierre Boulle (El planeta de los simios) -si uno los mira con atención, proyectos con algunas similitudes- es que uno ya sabe dónde no esperar nada de Burton. Es otro paso en falso, pero el crédito sigue abierto.
Comedia de rematrimonio por cuatro (¡demasiado!) Uno, pobre ingenuo, que reclama a los gritos un espacio para la comedia moderna norteamericana en nuestras salas de cine ¿se tendrá que hacer cargo de este bochorno que es Sólo para parejas? Convengamos: en algunos aspectos varias de estas comedias esconden tras cierta osadía un tonito moralizante y tranquilizador que molesta, pero el caso de esta película de Peter Billingsley es intragable. A falta de una pareja que caiga en todos los conservadurismos habidos y por haber, nos tenemos que aguantar cuatro duetos funestos. Bueno, el matrimonio de Vince Vaughn y Malin Akerman al menos resuelve sus cosas dentro de cierta coherencia. Pero con eso, no alcanza. Vaughn, que había comenzado a ocupar un espacio tal vez un poco exagerado (nunca fue un actor/autor en la línea de Ben Stiller, Will Ferrell, Adam Sandler o Mike Myers), ya demuestra símbolos de fatiga luego de Navidad sin los suegros y esta (más si sumamos a Fred claus, sin estreno en la Argentina), para peor aquí que además se hace cargo del guión y lo acompañan algunos amigos de la casa como John Favreau, Jason Bateman, John Michael Higgins y Ken Jeong. Pero ni siquiera eso levanta el termómetro. El personaje que mejor le ha sentado a Vaughn ha sido siempre el del eterno adolescente que se manda cagadas, se da cuenta y trata de hacer algo en consecuencia, de cambiar para mejor. Eso lo convirtió en un actor a tener en cuenta, un tipo simpático y autoconsciente de su banalidad, al menos en Viviendo con mi ex o Dodgeball. Pero Sólo para parejas no le permite construir su personaje (tampoco al resto del elenco) sino que lo lleva de la mano del guión por una serie de fatales experiencias. Es el film y no el personaje el que se empecina en generar los conflictos, tomar conciencia e intentar arreglar las cosas. Vaughn y Akerman tienen un grupo de amigos: tres parejas integradas por John Favreau y Kristin Davis; Faizon Love y Kali Hawk; y Jason Bateman y Kristen Bell. Precisamente esta última, ante la imposibilidad de concebir un hijo y ante los probables problemas maritales que se avecinan, decide tomar un viaje a una isla paradisíaca donde serán atendidos por psicólogos especializados con el objetivo de recomponer su relación o, por contrario, tomar cada uno por su lado. Arrastrarán a los demás en la aventura -porque en grupo sale más barato- y obviamente cada pareja terminará viviendo su situación límite y poniendo en riesgo su futuro. Pero el inconveniente no es que Sólo para parejas sea previsible. De hecho, eso ya no es a esta altura de la cultura popular un problema para el cine. Tampoco que sus personajes sean arquetipos: tenemos el matrimonio aburguesado, la pareja que se odia y siempre busca el placer afuera, otra donde lo que complica es la diferencia de edad y aquella en donde la autoexigencia quiebra los vínculos. Uno de los problemas -fundamental en una comedia- es que lo que ocurre no causa gracia. Simplemente el film está desangelado y en realidad nos reímos por reflejo de lo que sabemos que Vaughn, Favreau o Bateman son posibles de hacer. Y esta falta de timing para la comedia termina poniéndonos de mal humor para lo que sigue: una estiradísima última media hora en la que todo lo que uno puede suponer que se va a resolver mal, ocurre. La forma arquetípica de construir los personajes se apodera, también, de la manera en que se resuelven los conflictos. Y ahí sí que estamos ante un problema. La película termina aferrándose a la felicidad como una forma de la vida que sólo se encuentra en el matrimonio y en la monogamia. Todo resulta demasiado manipulado y la imperfección de los personajes es barrida debajo de la alfombra, olvidada por un guión que más que contar una historia parece empeñado en dejarnos un mensaje. Sólo para parejas es un intento por contar la comedia de rematrimonio con los códigos de la comedia romántica (especialidad de Vauhgn), pero falla en todo lo que se propone. Uno finalmente se queda como los personajes, queriendo correr rumbo a la otra isla, donde parece estar la verdadera diversión. Esta película, como tal vez preanunciaba su título en castellano -por una vez perversamente promisorio-, es sólo para parejas. Y para esas parejas que siguen para adelante sin poder construir algo de a dos y sólo sostenidas por un mandato entienden como superior.
Partes que no suman Pocos nombres del cine de los últimos 20 años han cosechado un reconocimiento tan excesivo como el de Terry Gilliam. Veamos: ¿cuántas películas buenas de verdad filmó luego de formar parte de aquel grupo maravilloso llamado Monty Python? Y hace de esto ya suficientes años como para exigirle, a cambio, una carrera más o menos regular. Pero no, su cine ha sido siempre un resumen de buenas ideas visuales arruinadas cuando las mismas se convirtieron en relato: 12 monos o Brazil pueden ser ejemplos en contrario de esto. El imaginario mundo del Doctor Parnassus es no sólo otro film más lastrado por su diseño visual, sino además un caso especial ya que aquí Gilliam hasta parece darse el lujo de auto-homenajearse. El Doctor Parnassus (Christopher Plummer) es no sólo un mentalista, sino además el jefe de una especie de trouppe circense con rasgos medievales que transita la Inglaterra actual. La decadencia barroca, algo de lo que Gilliam parece ser adicto, genera un choque más que ostensible en los primeros minutos. Allí tal vez se encuentra lo más interesante, y una de las tesis argumentales: cómo determinado tipo de entretenimiento, que antes era popular, ahora es sólo una expresión fatigada y a la que nadie parece darle demasiada importancia. Para más precisiones, el arte de contar historias. El imaginario mundo del Doctor Parnassus no mide en ese defasaje el dolor de lo que ya no es, sino que lo que le interesa es hablar del tiempo (físico, metafórico), y de cómo su fuga y la imposibilidad de asirlo nos provoca melancolía y angustia. Vaya uno a saber de qué extraña manera la temprana muerte de Heath Ledger, uno de sus protagonistas, terminó impactando en el relato. ¿Sería la misma película de no haber ocurrido este desgraciado suceso? Ledger interpreta a Tony, un misterioso sujeto que es encontrado por la trouppe de Parnassus. Su aparición se da ahorcado, colgando de un puente. Y nadie puede acusar a Gilliam de lucrar con la muerte: eso estaba en el film de manera promisoria. Más allá de sus errores, Gilliam cuenta con dos elementos a favor: uno de ellos es su inimitable imaginación; hasta da la impresión de que sus películas las sueña y luego las filma, en vez de pensarlas en guión. En esas instancias donde la fantasía se desborda, se puede ver a un artista en plena forma, creando, más allá del desborde en el que incurre a veces. El otro elemento es su humor: británico, pero siempre dos niveles más arriba, la fantasía animada de Gilliam muchas veces es aplicada en retorcidas cuotas de humor. De hecho un número musical sobre la policía parece querer recuperar aquellos tiempos con los Monty Python. Todo esto es lo que salva al film del aburrimiento pedante. El circo ambulante del Doctor Parnassus tiene un espejo, donde aquel que ingresa verá sus fantasías aumentadas y convertidas en universo: así, un niño podrá transitar un camino con globos gigantes o una señora muy elegante, zapatos que flotan en una atmósfera fashion. Allí se ve otro de los problemas de Gilliam: utiliza la fantasía como metáfora aleccionadora. Un poco moralista, el primer intruso en el mundo de Parnassus recibirá su merecido al caer en un río de botellas de vino vacías. Que lo fantástico tenga como fin la lección de vida, le quita méritos a la imaginación del director ya que la circunscribe lejos del terreno que debe ser: el de la libertad. Y en ese ir y venir entre aciertos y desaciertos, sí hay un gran acierto de Gilliam con el personaje de Ledger. Se sabe, el actor murió antes de terminar el rodaje, por lo que en vez de trucarlo digitalmente se prefirió llamar a varios actores amigos y famosos (Johnny Depp, Jude Law y Colin Farrell), quienes representan a Tony en esos instantes donde se introduce a través del espejo. La doble identidad es otro de los temas del film, y el director utiliza ese recurso de manera acertada. Como ocurre siempre con Gilliam, El imaginario mundo del Doctor Parnassus no es para descartar así nomás. Amén de lo ya mencionado, también posee los toques cool que caracterizan al director (aquí un Tom Waits haciendo del Diablo), la deformidad vista con ojos amables (el impecable Verne Troyer) y la seducción del relato fragmentario e imbuido en cierta somnolencia que le da un aura místico. Lo peor en Gilliam es que todo eso no alcanza a construir un film, que siempre es la suma de sus partes. Lamentablemente la falta de fluidez, la escasa claridad expositiva, la desprolijidad de varios instantes en los que los actores parecen conducirse sin orden y un barroquismo que atenta contra la empatía con los personajes son otros componentes habituales de su cine. Aunque la recurrencia en estos errores podrían convertirse ya en marca de autor, y estaríamos hablando de un raro caso de auto-boicot. Teniendo en cuenta a los personajes de Gilliam, esto último no sería tan descabellado.
Filme que está por encima de la media del cine de acción actual. Siguiendo cierta moda digna de diván del cine del último lustro, con padres que buscan vengar la desaparición de su hijas (sumemos Búsqueda implacable, Sentencia de muerte o la más reciente Días de ira), Al filo de la oscuridad logra lo que no todas, que el propio dispositivo cinematográfico aleje al film de lo ideológico y lo convierta en un correcto exponente de cine policial como se hacía en la década del 70: duro, áspero, seco, violento y un poquitín político, aunque esa no sea precisamente la arista más interesante que expone el director Martin Campbell. Pero además de estos elementos, que tienen que ver con la forma, lo que termina de darle cohesión al relato es la presencia de un Mel Gibson que retoma sus personajes furiosos, su violencia cercana al sadismo y a la que le adosa, con total honestidad, su reflejo de tipo grande, cansado, más cerca del fin que del nudo. De hecho, un par de secuencias son encuadradas de tal forma que la figura de Gibson quede empequeñecida, sobre todo aquellas en las que su Thomas Craven se enfrenta a personajes poderosos. El comienzo del film es revelador y sólo una punta de lo que luego se replicará constantemente: hablamos de una violencia que aparece de manera sorprendente, shockeante, enérgica y que rompe con los climas que se van generando. Craven, un investigador de policía, recibe la visita de su hija. Pero en la puerta de su casa la joven es atacada a balazos ante los ojos de su padre. Todo sucede rápido, casi no hay lugar para lágrimas: Al filo de la oscuridad, evidentemente, quiere hablar de otras cosas. Y en la mayoría de las veces, lo hace con acierto. De Campbell hemos tenido que sufrir varias cosas impresentables. Pero tenemos que reconocer que tanto esta como su anterior película, Casino Royale, no están nada mal. Es más, lucen por encima de la media del cine de acción hecho por directores ignotos y, de hecho, hacen gala de eso: Al filo de la oscuridad está narrada de manera rigurosa y firme, pero la mano que la lleva se hace invisible. Esa lógica hace que quien narra se preocupe en el cuento y no tanto en su mirada, lo que le aleja del pergamino moralizante o el aleccionamiento. Claro que el film tiene sus problemas: la subtrama política busca inscribirlo en algo cercano a la denuncia, pero no logra tener la fuerza suficiente. Eso queda en evidencia porque poco nos importa lo que pasa y sólo nos interesan Craven y sus acciones: no por lo que suponen para la trama, sino porque son parte de esa superficie con la que la película construye herencia cinematográfica. En todo caso la búsqueda de la trascendencia es más acertada en el personaje de Ray Winstone, uno de esos tipos que laburan para el Estado haciendo el trabajo sucio que nadie más hace. En esa curvatura que se hace del bien y del mal, hasta hacerlos rozar, Al filo de la oscuridad encuentra sus momentos más profundos y reflexivos, y tal vez sean debidos al trabajo en el guión de William Monahan, quien hablaba un poco de lo mismo en Los infiltrados. La violencia en el film rebota contra sí mismo y logra aquello que no muchos pueden hacer: distanciar el razonamiento del film del de sus personajes. El último plano de la película, que la conecta de alguna manera con Desde mi cielo de Peter Jackson, es horrible: precisamente allí es donde se ve la mano del autor y el film falla. Si bien nos revela que aquí se hablaba sobre otra cosa, tal vez de forma involuntaria permite un acercamiento a otra cuestión de fondo: cómo la violencia es el absurdo mayor de la sociedad, que nada se soluciona aquí, en lo terrenal, a los tiros. Al filo de la oscuridad, sin ser una gran cosa, es un film complejo que se anima a pensar desde el anonimato.
Los primeros palotes Vamos a decirlo de entrada: Plumíferos, aventuras voladoras no es una buena película. Por momentos ni siquiera es una película. Es torpe narrativamente, carente de gracia por otros y además se mete en un terreno como el de la animación digital en el que ya no alcanza con las buenas intenciones. Si uno quiere contar una historia clásica, como ocurre aquí, tiene que apelar a un diseño atractivo y a una calidad que supere la media. En todo caso se puede recurrir a una estética revulsiva que esté marcada por la esencia de los personajes y de la historia: un ejemplo híper exitoso de animación fea pero que se lleva bien con su fondo es South Park. Más allá de que se nos intente comprar con el argumento simpático de que el film fue realizado con software libre, que el villano se llame Puertas y sea parecido a Bill Gates, Plumíferos es fea y pobre conceptualmente. Es más, parece terminada a desgano o, simplemente, sin terminar. Increíblemente en la pantalla grande se ve pixelada y los personajes sobresalen del fondo, como superpuestos. Desde ese punto de vista el film le falta el respeto al público y, también, dice indirectamente que lo del software libre es una paparruchada. Gran defecto argentino: no hay acierto implícito en el gesto si no se lleva eso a una instancia superior. En el film, el gorrión Juan quiere ser un pájaro especial, exótico, como para seducir a las chicas. Y eso lo logra cuando por un accidente queda todo pintarrajeado y puede cortejar con éxito a la canaria Feifi. Y es así como los errores en la animación digital se trasladan a la narración: los personajes hacen cosas que no se entienden y que no tienen justificación narrativa (la competencia en la que se inscribe Juan, por ejemplo), y para más cada paso parece dado en pos de la moraleja: aceptarse tal cual se es, más pequeño comentario ecológico. En el mundo de Plumíferos no hay mucho más que eso. Hasta aquí todos los palos que podemos arrojarle a un producto deslucido, que se parece a un mal Dreamworks pero sin la calidad técnica. Historia de superación personal con animales antropomorfizados y personajes secundarios en plan comic relief, y una sumatoria de gags entre la cita pop y el slapstick mal elaborado. Sin embargo hay algo que al menos dignifica un poco el trabajo de Daniel De Felippo: Plumíferos no es García Ferré, no es Dante Quinterno, ni siquiera se nutre de un material de base reconocido popularmente. Veamos cómo en el terreno de la animación nacional las cosas funcionan sólo si tenemos una referente anterior en la historieta: Manuelita, Patoruzito, Isidoro, Boogie. Salvo con las excepciones de Cóndor Crux o Mercano el marciano, se entiende el cine como una mercancía para seguir estirando el éxito de determinado personaje. Pero aquí hubo gente que se animó, al menos, a inventar un mundo, a pensarlo. Lo que salió, ya es otra cosa. Y para más, al menos hay un par de trabajos vocales que sobresalen como los de Peto Menahem y Mike Amigorena, que demuestra en todo caso que con una buena historia hay material como para hacer algo más interesante. De hecho ambos personajes, el picaflor de Menahem y el gato de Amigorena, son construcciones con una mínima visión cinematográfica: los personajes no se parecen fisonómicamente a quienes les dan la voz, pero sí adquieren desde la personalidad rasgos de los actores que los interpretan. Estos mínimos aciertos la elevan un poco. Esto que rescatamos no son grandes hallazgos, pero al menos marca un camino hacia otro tipo de historias y cuentos para el cine de animación nacional, que con mejor gusto, mayor cuidado en la producción y un poco más de originalidad y creatividad en el guión habilitaría a pensar que en la Argentina tenemos chances de un producto mínimanente respetable. Sí, a pesar de que tenemos excelentes humoristas gráficos y muy buenos animadores, todavía el cine animado nacional está en sus primeros palotes.
Apología de una película mediocre A una película como Día de los enamorados uno le puede adjudicar cualquier tipo de catástrofe. Y acertará. Es todo lo manipuladora, melosa, simplista, aleccionadora que uno puede imaginar. Es más, es de esas películas que uno se animaría a comentar sin ver, porque ya sabe de antemano todo lo que puede ocurrir: teniendo en cuenta el registro coral (tan en boga), un chico conoce chica extendido por hipérbole. Pero aquí quiero hacer un paréntesis (sepa estimado lector que el crítico es todo lo manipulador que puede y hasta más aún que el cine que suele odiar. Y cuando un crítico comienza su texto como ha comenzado este, lo que se viene luego es una defensa de un producto entre berreta y medio pelo, pero que por algún motivo le ha resultado simpático. Lo que sigue es la apología más o menos justificada de una película mediocre). Como decíamos, el film de Garry Marshall dice todo lo que uno puede esperar sobre el amor verdadero, o al menos todo lo que uno puede esperar de un producto de Hollywood repleto de estrellas. Ahora ¿qué pasa cuando la película se asume como un artículo de merchandising sin mayor culpa? ¿Cuando te dice a la cara que lo que vas a ver es una serie de lugares comunes mejor o peor escenificados? ¿Cuando deja en claro que su propio tema, el Día de los Enamorados, no es más que un fenómeno comercial en el que se venden flores, bombones y demás cosas? Contra esa honestidad no hay cinismo crítico que le puede hacer mella. Día de los enamorados es eso: ni bien comienza, un locutor de una fm de Los Angeles dice que a partir de entonces se escuchará un compilado con las canciones de amor más conocidas. Lo que le sigue es un recorrido por la vida sentimental de más de una decena de personajes que se cruzan por esas cuestiones del guión, y que no son más que arquetipos montados por el imaginario del cine (la aparición de Shirley MacLaine, de hecho, sirve para una cita con la proyección de fondo de Hot Spell, protagonizada por Anthony Quinn y la propia MacLaine) y musicalizados de manera esperable. Pero hay más: Ashton Kutcher interpreta al dueño de una florería y sin pudor se dice que la fecha, el San Valentín, no es más que una posibilidad comercial. La visión transaccional del Día de los Enamorados no es cínica, sino que aporta una pátina de sinceridad que aligera la superficie del relato. Por tratarse de una idea similar (y pensemos idea no el campo del arte, sino en el de los negocios), Día de los enamorados puede ser comparada con Realmente amor, esa bazofia británica de hace algunos años en la que lo coral servía para unir a un grupo de actores famosos en el marco de la Navidad. Lo que hacía a aquella película realmente intolerable (más allá del primer ministro que interpretaba Hugh Grant) es que suponía al amor como una cura contra todos los males, que incluso podía suspender la muerte y la tragedia. Una película que justificaba su tesis sobre el argumento de que los pasajeros de los aviones secuestrados durante el atentado a las Torres Gemelas sólo se mandaron mensajes de amor a través de sus celulares, habla de una abyección de la que Marshall nunca hace uso. En Día de los enamorados no hay dolores excesivos, ni tragedias que se tapan con peluches y mensajes de amor. Sí hay algunas historias que se pasan de rosca de sensibles y terminan siendo sensibleras, lo que permite ver el límite de este tipo de productos. También una corrección política que intenta no dejar a nadie afuera: creo que sólo faltó una historia de amor entre mascotas. Aquí cada uno (las estrellas) asume su rol y lo que le toca hacer sin mayores estridencias. Ahí es donde Marshall demuestra que conoce el género, o al menos el cine romántico de receta, ese de las pequeñas películas que uno termina aceptando por simpáticas y no mucho más que eso. Además, bien en la línea clásica del cine norteamericano, el director no quiere aparentar ser inteligente, sino contar decentemente su cuento. Y eso es Día de los enamorados, un peluche tierno, simpático, acariciable, con un corazón de paño pegado en el pecho que dice “te quiero”, pero que irremediablemente cuando uno crezca lo dejará olvidado en algún armario. Una película inocua, pero sin grande moralejas ni enseñanzas de vida, que tiene la suficiente honestidad como para saberse tal, y apostar exclusivamente a ser esa película que las parejas verán cada 14 de febrero, entre la cena y la cama. Eso es más o menos lo que dice la voz en off que abre y cierra la película. Y se sabe, el que avisa nunca engaña… y en el amor, no engañar es un logro mayúsculo.
Dibujar y documentar Pido un imposible. Despojémonos por un momento de la idea de las imágenes tridimensionales, corrámonos de la onda expansiva del marketing y de la necesidad de saber si estamos ante algo revolucionario o no. Una vez ahí, veamos qué cuenta Avatar y cómo lo cuenta. James Cameron, quien vuelve después de 12 años de ausencia tras el megaéxito de Titanic, llega para renovar el lenguaje cinematográfico uniendo las dos puntas del siglo: la que comenzó a indagar en la forma de crear imágenes y la que ahora concreta nuevas formas para esa construcción. El camino que traza Avatar, tras su arquetípica historia de invasiones, es un resumen del siglo y da pie para lo que viene. Es por eso que Avatar se convierte en un hito, más allá de sus resultados: porque plantea un nuevo punto de partida para el cine. Avatar es una película y a la vez un fenómeno industrial. Su promoción se basa en la utilización del 3D. Es, como el cine en sus comienzos, un avance tecnológico que se traduce en arte: y esto es así porque Cameron tiene el talento como para que la novedad no minimice el resto, que es un magnético film de aventuras plagado de emociones. Pero la relación entre los comienzos del cine y lo que pasa ahora con Avatar va más allá. Cameron experimenta, como en los comienzos de las imágenes en movimiento, con la animación: casi todo lo que se ve es invención -el film justifica acabadamente su despliegue técnico-. Pero por otra parte, en vez de avanzar sin pensar, lo que hace es registrar el mundo que acaba de inventar como un documentalista. Avatar es al Siglo XXI lo que el registro de la salida de los obreros de la fábrica de los Lumiere fue el cierre del Siglo XIX. Esta puesta en escena documental por un parte tiene el acierto de meter al espectador de lleno en el relato: Cameron sabe que el fuerte de su película son las imágenes, y por eso las registra con el afán de seducir al espectador. Y allí, la forma se imbrica con el fondo: así como el espectador se fascina con lo que ve, le ocurre lo mismo a Jake Sully (Sam Worthington), el protagonista, quien no puede avalar la avanzada militar/empresarial sobre Pandora. Muchos han criticado la simpleza de la historia de Avatar sin notar que la complejidad está dada por las imágenes. Y ahí, otra cuestión: ¿cómo justificar que una película totalmente ficticia y generada a puro píxel pueda ser una defensa de la naturaleza? Cameron no se pregunta sobre la naturaleza de las imágenes, sino sobre su propiedad. Ese cuidado en lo que dice y cómo lo dice es parte de su genio creador: no hay aquí un dispendio de tecnología. Animación y documental, en realidad, no son utilizados como géneros por Cameron, sino que lo que hace es aprovecharse de sus formas para, ahí sí, construir un relato que se adscribe al más puro cine de aventuras. Algo similar hacía Werner Herzog, aunque con otras herramientas, en The wild blue yonder donde una serie de imágenes reales sobre el universo submarino se reconvertían por obra y gracia del falso documental en escenas de un espacio desconocido e inhóspito: pero allí jugaba la ciencia ficción. Es sabido que Cameron, al igual que Spielberg, es un director que aprovecha de la modernidad sólo las herramientas tecnológicas que esta le aporta. Pero su manera de contar tiene que ver con lo clásico (por eso también que sus películas sean minimizadas por las generaciones de jóvenes espectadores): es por esto que Avatar no innova en la forma de contar. El camino es más o menos conocido, incluso las imágenes cuanto esencia son lo mismo (por ejemplo el descubrimiento de volar sigue construyéndose a partir de una sucesión de planos amplios y planos cortos que amplifican el placer del héroe), pero la novedad aquí es cómo nos involucramos ante esto. Es ahí donde el director hacer su apuesta. Avatar, por si fuera poco, además nos dice que en un tiempo donde el cine es pura imagen, hay que redoblar la apuesta y que esas imágenes tengan un real sentido cinematográfico. Y que eso no es malo si se corresponde con una pulsión narrativa que se expresa en emoción. También, que el marketing no tiene por qué ser malo por sí mismo, sino que puede rodear, a veces, productos masivos, populares y complejos: la promoción, entiéndase, es una de las formas de llegar a la gente (diferente es la propaganda). En ese contexto, ingresan también las fobias habituales a todo lo que se resuelve por la vía tecnológica, también de lo que tiene una tendencia ecologista o new age (bien expresada, con coherencia y respetando una lógica interna, cualquier idea puede ser plasmada en el cine). Hay un falso progresismo que teme de todo aquello que son las nuevas formas. Por un lado creen que estas formas sólo pueden estar dadas en cinematografías periféricas, sin descubrir que el cine mainstream es un lenguaje en sí mismo, que necesita y puede tener, actualización. Avatar demuestra todo esto. Y Cameron, además, nos pone en la encrucijada, tan terrible para el crítico cool, de reconocer que tanto Titanic como Avatar son dos grandes películas a pesar de ser las más taquilleras de la historia. Vaya figura la de Cameron, que casi concluye el cine del Siglo XX con Titanic y que ahora, valientemente, aporta una nueva visión al cine que viene. Hoy Avatar es una obra maestra, puede que dentro de varios años, con el lenguaje ya incorporado, sólo sea vista como aquella que sentó el precedente. Sea como sea, es un film que pide a gritos despojarse de prejuicios y animarse a disfrutarlo y. más aún, recorrerlo y vivirlo.
Otra comedia francesa que transita por la medianía A veces uno no tiene referencias de un actor y de repente el tipo se le hace más conocido que un pariente: en apenas dos meses se estrenaron tres películas con Kad Merad (Bienvenido al país de la locura, La canción de París y esta Mis estrellas y yo), un buen actor y mejor comediante, que maneja los tiempos del género con singular soltura. Merad es un tipo que sabe usar el cuerpo y que, además, lleva los diálogos con gracia. Claro que debería elegir mejor los productos que lo tienen como protagonista, o de lo contrario terminará derrochando su talento en películas que no son dignas de el. El problema de Merad, a juzgar por Bienvenidos al país de la locura y Mis estrellas y yo, es que el tipo es un especialista en comedias populares, familiares, sin mayores riesgos, de esas que se hacen en Francia por kilo y que -llamativamente para un país que está dejando que las mejores comedias norteamericanas lleguen directo al dvd- se estrenan por estas tierras. Con todo, Mis estrellas y yo, al lado de los otros films mencionados, resulta algo más decoroso, jugado con un mínimo de gracia y sin mayores pretensiones. Merad interpreta aquí a Robert, un empleado de limpieza de una agencia de actores, que se obsesiona con las actrices al exceso de querer controlar sus carreras e intrometerse en sus vidas privadas. Las estrellas en cuestión en el film son Solange Duvivier (Catherine Deneuve), Isabelle Séréna (Emmanuelle Béart) y Violette Duval (Mélanie Bernier), tres actrices que representan de cierta manera el cambio generacional del cine francés, y que en la película son autorreferencias constantes de las divas que las tienen que personificar: Deneuve y Béart, sobre todo. Evidentemente la directora Laetitia Colombani no cree en la obsesión como algo oscuro o perverso, y ni siquiera para jugarlo desde la comedia negra como lo hizo Scorsese en El rey de la comedia. Por el contrario, si bien Robert es mostrado en un comienzo como un tipo obsesivo, con el correr del metraje se podrá reconocer en él a un tipo patético, pero que sólo quiere ser amado y recuperar a su familia. Una ternurita vea, que en todo caso es funcional a lo que la directora quiere decir: que siempre hay segundas oportunidades y que se puede recomenzar desde algún lugar. Lecciones morales que nadie pidió y que Mis estrellas y yo se preocupa por dibujar en el aire. Ni las referencias al cine dentro del cine (la película que filman las tres actrices tiene escenarios similares a los del clásico Los paraguas de Cherburgo, con la Deneuve) funcionan porque para Colombani el cine no es más que un accesorio: en eso se convierten también los guiños, gestos sin profundidad. Y ahí, cuando la película se pone pesada y edulcorada, es cuando la mínima gracia se diluye por completo. Aunque es bueno reconocer que tampoco es tanto lo que se pierde.
Intento muy personal, pero tristemente fallido, de un gran autor. Juventud sin juventud es válida sólo por dos motivos: primero, saber que Francis Ford Coppola está vivo y que filma y tiene ganas de contar algo; segundo, que a los 70 años no filma en piloto automático, sino que indaga, arriesga, busca una manera de seguir planteando los mismos conflictos pero con otras formas. Juventud sin juventud es casi un experimento. Pero como dijimos, ahí se agota todo lo bueno que uno pueda decir sobre el film, que tampoco es algo sobre la misma obra sino sobre su circunstancia. En Juventud sin juventud, adaptación de una novela de 1976 de Mircea Eliade, un anciano lingüista interpretado por Tim Roth sufre aún por un viejo amor, mientas promete suicidarse. Un rayo lo alcanza en la noche rumana y lo manda al hospital. En vez de matarlo, el suceso le aporta una rara condición: lo hace rejuvenecer. Este punto de inicio fantástico es lo único fantástico de toda la película. Coppola juega continuamente a jugar, a que se (fago)cita y se reconstruye. Pero el juego es un solitario: todos quedamos afuera. Coppola ha hablado del tiempo anteriormente. El tiempo entendido como fenómeno metafísico (Jack) o como período y época que le toca vivir a sus personajes (El padrino, Tucker). Incluso del tiempo como purgatorio del amor trágico (Drácula). Y todo eso, mezclado, vuelve a contarse en Juventud sin juventud, pero sin la potencia que le conocemos. El director que supo recurrir al Hollywood clásico para modernizarlo acude aquí a lo posmoderno de los relatos fragmentados para recuperar lo clásico: la operación es en vano. Los problemas del film son dos: por un lado el hermetismo con el que es contado atenta contra la pasión y el dramatismo de ese sufriente amante que interpreta Roth; por otro lado, el director demuestra aquí querer de alguna forma recuperar el espacio que ha perdido en los últimos 20 años, y lo intenta dejando pistas del que fue. Sin embargo el onanismo de Coppola no se reconstruye como marca autoral, sino como símbolos. De hecho el protagonista es un estudioso de los símbolos y del lenguaje, y somete al espectador un poco a la misma peripecia que al personaje. En Juventud sin juventud aparecen todos los Coppola del pasado glorioso, pero asordinados. Sin embargo la solemnidad y el aburrimiento se apoderan de una película más deudora de la filosofía que del cine. Y el peor pecado que comete, en un film que en cierta forma dice que es imposible recuperar el tiempo, es demostrar que lo mismo que le pasa al protagonista le ocurre al director, que intenta recuperar el espacio perdido con una película totalmente innecesaria.
Tras padecer este año de cosas como Por fin viuda o Bienvenidos al país de la locura, ver Háblame de la lluvia permite concluir que en Francia todavía hay lugar para la comedia inteligente. Pero que Jaoui, capaz de escribir Conozco la canción (Alain Resnais, 1997) y dirigir El gusto de los otros, tenga que ponerse al lado de semejantes ejemplos para resaltar, habla de que algo ha fallado en esta, su más reciente realización. Y es llamativo porque otra vez Jaoui construye un relato mucho más complejo de lo que aparenta en la superficie, porque crea otra galería de personajes con dimensiones y nunca seguros de sí mismos, porque sigue escribiendo diálogos punzantes y porque repite esa voz baja para, sin señalar a nadie, mofarse de ciertos lugares comunes de la burguesía. Es, se podría decir, Chabrol rebajado con mil litros de Woody Allen. Agathe Villanova (Jaoui), una militante feminista, regresa al pueblo donde retomará contacto con su hermana, a quien siempre ha minimizado. A su vez, Michel (Jean-Pierre Bacri) y Karim (Jamel Debbouze) quieren filmar un documental con la mujer, quien está a punto de involucrarse en la política. Háblame de la lluvia será recorrida por sus personajes, desde cómo se relacionan entre ellos y cómo, también, se relaciona el lugar que ocupa cada uno o que cree ocupar con respecto al otro. De manera inteligente, la directora y guionista teje un entramado de personajes y, por debajo, aparecen subtextos sobre el poder, la política, el liderazgo, las frustraciones, el riesgo, las decisiones personales, las consecuencias y el conformismo. Lo que hace valioso al film, es que todo esto está sugerido pero casi nunca explicitado: no hay gritos, no hay tensiones. Los personajes llegarán a comprenderse en determinado momento, pero al final nadie cambiará demasiado las cosas. Dice algunas cosas sobre las militancias y los absurdos a los que nos lleva tener que responder a determinadas posturas cuando construimos un discurso en torno a la moral y la ética. El problema básico de Háblame de la lluvia es que en muy pocas oportunidades logra respirar como relato cinematográfico y se la nota excesivamente escrita. Si en El gusto de los otros los personajes se sentían felices o infelices de acuerdo a sus propias decisiones, aquí pareciera como si nada pudieran hacer ante un guión que se les impone para que sean contradictorios, ambiguos o, en oportunidades, hasta un poquito miserables. Háblame de la lluvia sí es mejor que el 90 % de las comedias francesas que se estrenan en el país, pero a veces lo es demasiado concientemente. Y eso tampoco sirve.