Además de atractiva visualmente, resulta entrañable la nueva película de Liliana Romero, Anida y el circo flotante, que se pre-estrenó meses atrás en la segunda edición de Anima Latina y cuyo desembarco comercial está previsto para pasado mañana. En principio destinada al público infantil, la historia de la joven quiromántica también cautiva a los adultos, al menos a aquéllos sensibles a la animación artesanal y a las ficciones que buscan inculcar en los chicos la importancia del derecho de toda persona a conocer sus orígenes, es decir, el derecho a la identidad. Minutos antes de la función de prensa que tuvo lugar el sábado pasado en el cine Gaumont, la también autora de Martín Fierro, la película y Cuentos de la selva presentó sucintamente el largo co-escrito con Martín Méndez. A grandes rasgos, la directora explicó que utilizó la técnica de cut out (consiste en pintar la obra, recortarla por piezas, escanearlas, articularlas y por fin animarlas), que el trabajo se hizo, una parte en Buenos Aires, otra parte en Rosario, y que el proceso completo de producción llevó tres años. El fruto de este esfuerzo es apreciable en la pantalla grande. La recreación circense es tan hermosa como la caracterización de los personajes, incluidos los secundarios (por ejemplo el hombre zancudo). La sincronización entre labios y voces sienta un buen precedente en la historia de la animación local. En cuanto a la historia, cabe destacar la ocurrencia de los banderines voladores y guardianes, el tributo al cine en tanto aliado de la memoria, la (sutil) advertencia sobre la siniestra alianza entre la muerte y la negación del pasado. Romero y Méndez acatan con creatividad reglas fundamentales del cuento infantil, y algunas de los géneros romántico y musical. Consecuentes con una propuesta que respeta –además del placer estético– la inteligencia de los chicos, Gabriela Bevacqua, Nicolás Scarpino, Alejandro Paker, Adrián Navarro y otros integrantes del elenco interpretan a sus personajes sin ningún atisbo de ñoñería. Entre estos actores, algunos se revelan como, y otros recuerdan que son, entonados cantantes. En la proyección del sábado, la música original de Scatmusic a veces tapó las voces de los personajes. Si la superposición de sonidos se debió a una calibración defectuosa de la sala 2 del Gaumont, entonces podrá decirse que nada opaca (ni silencia) el encanto de Anida y el circo flotante.
En vez de Los perros a secas, la película de la chilena Marcela Said podría haberse titulado Mariana y los perros en alusión al regalo que la protagonista recibe de manos de su marido: una reproducción del óleo Laura y los perros que (el también chileno) Guillermo Lorca pintó en 2012, y que sugiere una relación ambigua, acaso perversa, entre la niña retratada y ¿sus? diez canes. Pedro elige ese regalo porque imagina –con tino– que su esposa se sentirá identificada con esa nena rubiona, de ojos claros, perruna igual que ella. Acaso la realizadora haya elegido justo ese obsequio porque, como su largometraje, el cuadro representa de manera inquietante una relación de fuerzas asimétricas. A los cuarenta años, Mariana lidia con otros perros además de sus mascotas: un vecino que amenaza con matarle uno de esos pichichos, un fiscal de la Nación que se arroga el derecho a disciplinarla, un padre que le niega autoridad en la empresa familiar, un marido que también la subestima, un profesor de equitación que sólo le exige obediencia mientras dura la clase. Como Lorca con Laura, Said sugiere que Mariana mantiene a raya a sus canes, aún cuando éstos la superan en cantidad, fuerza física, incluso edad. También como el pintor, la realizadora reconoce y coquetea con el riesgo de descontrol. Más allá de Lorca, Said busca retratar otra relación de fuerzas asimétricas, aquélla implícita en el pacto cívico-militar que primero promovió el derrocamiento del gobierno constitucional de Salvador Allende y luego apuntaló al dictador Augusto Pinochet. La realizadora se concentra entonces en un perro en particular: el profesor de equitación que décadas atrás trabajó para la Dirección de Inteligencia Nacional y en esas circunstancias frecuentó al padre de Mariana. Said revela este dato a poco de iniciada la película, acaso porque le urge cumplir con el propósito fundamental del film: a partir de una rápida comparación entre las trayectorias del ex agente y del siempre empresario, señalar las suertes distintas que corrieron los distintos autores de la dictadura, materiales (los militares) por un lado e intelectuales (la alta burguesía) por el otro. La realizadora retoma la alegoría que divide a los seres humanos en dos grupos, amos y canes. En este marco, Juan pertenece a la segunda categoría y, si bien en ámbitos distintos (no es lo mismo la DINA que un club hípico), siempre sirve a los mismos patrones. De hecho, se trata de un perro tan sacrificable como las mascotas de Mariana. La metáfora ayuda a precisar la noción de complicidad cívico-militar porque invita a mirar más allá del consabido colaboracionismo ciudadano para identificar la subordinación militar a la clase terrateniente y/o empresarial. El problema es que la misma figura retórica parece rehabilitar el concepto de obediencia debida, ya no al superior uniformado sino al civil encumbrado, y entonces amaga con relativizar la responsabilidad que les cabe a los verdugos como Juan. El afán por denunciar el accionar impune de la casta dirigencial desplaza al profesor de equitación del rol de victimario al rol de víctima. Por otra parte, el aquí declarado interés por las “zonas grises” traslada en un sentido inverso a dos representantes de las víctimas de la dictadura: el mencionado fiscal por un lado, los participantes de un escrache o funa por el otro. Sobre todo este segundo corrimiento nos sabe mal a los espectadores argentinos que recordamos la desafortunada afirmación de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich en La noche de Mirtha: “Los demonios no eran tan demonios ni los ángeles tan ángeles”. Desde esta perspectiva, Said trastabilla un par de veces. Es una pena, primero, porque se malogra la infrecuente –y por lo tanto estimulante– invitación a explorar a bordo de una ficción el componente cívico de nuestras dictaduras. Segundo, porque pierden brillo las principales virtudes de la película: la fotografía de Georges Lechaptois, las actuaciones de Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Sieveking (cuesta creer que se trate del mismo actor que encarnó al viejo capataz de El invierno) y el interesante contrapunto con el óleo de Lorca. Por esos aciertos, Los perros fue distinguida en las ediciones recientes de los festivales de cine de Biarritz (premio del jurado al mejor largo de ficción), de San Sebastián (premio Horizontes), Münich (mención especial). El reconocimiento confirma la sensación de que la película fluye mejor cuando se la mira desde un punto de vista exclusivamente cinematográfico.
Cuando se lo piden, Aurora hace gala de un talento inútil y, cuando nadie la ve, lidia con una maldición igual de anodina. A partir de estas y otras ocurrencias, Blandine Lenoir le asegura a la protagonista de su nuevo largometraje, 50 primaveras, una personalidad ajena a la caricatura que Kathy Bates encarnó décadas atrás en la trama secundaria de la taquillera Tomates verdes fritos. Aquélla que inspiró el célebre diagnóstico en boca del personaje a cargo de Jessica Tandy: “Honey, you’re going through the change” (algo así como “Querida, estás experimentando el cambio”). El cambio en cuestión es hormonal, comienza cerca de los 50 años, anuncia el final de la etapa reproductiva o, en palabras menos drásticas, el comienzo del climaterio. Para desdramatizar esta transición biológica con intensa repercusión sociocultural, la realizadora francesa despliega un sentido del humor amable, que contrasta con la tosquedad del retrato acordado a Evelyn Couch (recordémosla cuando remodela su hogar, enconsertada en un equipo de gimnasia y al grito de Towanda). Salvo cuando bautiza a la protagonista con un nombre claramente alegórico, incluso anticipatorio de un final luminoso, Lenoir les escapa a los lugares comunes. A contramano de cierta tendencia eurocéntrica, le evita pretensiones universales a una aproximación a lo sumo occidental –sobre todo francesa– de la llamada crisis menopáusica (ilustra este acierto el diálogo de Aurora con una compañera de trabajo de origen africano). Agnès Jaoui es el alma mater de esta comedia que se estrenará mañana en nuestro país, apenas seis meses después que en Francia. Es un placer reencontrar a la actriz, realizadora, cantante que los argentinos descubrimos en la lejana Un aire de familia, aprendimos a querer en El gusto de los otros, y vimos por última vez en alguna sala vernácula hace ¿cuatro? años. Además de asumir el rol protagónico, Jaoui aportó algunas líneas al guión que Lenoir escribió con Jean-Luc Gaget. Acaso por eso encarna con absoluta ductilidad las distintas reacciones de su personaje ante las pequeñas hostilidades que ginecólogos, ex esposos, patrones, el mercado laboral en general, los medios de comunicación y sus cánones de belleza les infligen a las mujeres (occidentales) que empiezan a transitar el cambio diagnosticado por la enigmática viejecita Ninny Threadgoode. La actriz se luce sola y acompañada por los demás integrantes del elenco. En las escenas compartidas con los colegas a cargo de los papeles secundarios y secundarísimos, saltan a la vista el tino de los responsables del casting y la destreza narrativa de los guionistas. En este punto corresponde destacar la capacidad para crear e hilvanar pequeños sketches contundentes, como la serie de entrevistas que Aurora mantiene con distintas agentes –todas contemporáneas– de la oficina estatal de reinserción laboral. En declaraciones a La Dépêche du Midi, Lenoir explicó que Aurore (así es el título original del film) tiene un origen autobiográfico. “Empecé a transitar mis cuarenta años con angustia y sin comprender por qué, a diferencia de mis amigos hombres, tenía tanto miedo de envejecer. Enseguida me di cuenta de que las mujeres de cincuenta años no aparecen representadas en el cine, y entonces me pregunté cómo podemos tener ganas de llegar a una edad invisibilizada. Al mismo tiempo veía que muchas de mis amigas –mujeres formidables, bellas, talentosas– llegaban a esta instancia con una soledad amorosa terrible. Tuve ganas de rendirles homenaje, de darles (y darme) ganas de envejecer. Aurore es también una manera de curar mis propias angustias“. Sin dudas, la realizadora cumple con la intención de homenaje a sus pares. Además consigue desdramatizar las implicancias negativas (o menos felices) de esta segunda revolución hormonal que el cine y la televisión sí recrean, pero en general para ridiculizar a la mujer menopáusica, cincuentona, jovata y de esta manera asegurar la vigencia de unos cuantos prejuicios misóginos.
¿Queda algo original por escribir sobre Zama? ¿Alguna reflexión sin relación con aquéllas que Lucrecia Martel compartió sobre su nueva película en incontables entrevistas concedidas a medios nacionales y extranjeros? ¿Alguna observación que no aparezca en las críticas difundidas por esa misma prensa? Quizás, si tomamos distancia de aquello comentado hasta el hartazgo. Primero, que ésta es una versión libre de la novela corta que Antonio Di Benedetto publicó en 1956. Segundo, que esa crónica literaria de una espera estéril inspiró en la realizadora salteña una suerte de fábula sobre la fragilidad de la identidad. Tercero, que la autora de La ciénaga, La niña santa, La mujer sin cabeza volvió a conferirle al sonido o a la sonoridad un rol narrativo infrecuente en buena parte de los relatos cinematográficos contemporáneos. Cuarto, que no hay mejor actor para el rol protagónico que el mexicano Daniel Giménez Cacho. Acaso resulte provechoso diferenciar a Zama del cine con pretensiones historiográficas, no tanto para coincidir con ciertas declaraciones de Martel sino para contradecirlas un poco. Es cierto que este largometraje retrata a un “hombre que está solo y espera”, al decir de Raúl Scalabrini Ortiz, en la frontera dieciochesca entre el Virreinato del Río de La Plata y el Virreinato de Brasil. La elección de ese contexto remoto parece responder –antes que al afán por reconstruir un pasado regional– a estrategias narrativas como articular la precariedad comunicacional de la época con la angustia ante la demora del anuncio de un traslado solicitado. En otras palabras, la ambientación es funcional a los planteos existencialistas, de envergadura universal, de Di Benedetto y Martel. Esto explica las licencias poéticas que el escritor y la cineasta se tomaron a la hora de describir el aquí y ahora de Don Diego de Zama. En este punto, el largometraje es fiel al libro original. Y tal vez porque también privilegia el criterio narrativo, consigue algo que la mayoría de las películas suscriptas al género histórico no: convencer al espectadores de que realmente viajó en el tiempo y aterrizó en otra centuria. En Zama, la historia de América Latina aparece disfrazada de caballo y de llama. Con el primer atuendo, mira a cámara –es decir al público– en soledad. Con el segundo, lo hace desde la retaguardia del letrado protagonista. En ambos casos parece guiñar un ojo en alusión a la arista absurda de la existencia y de algunas empresas humanas, por ejemplo, la ocupación violenta de territorios lejanos y ya habitados, y el exterminio de los pobladores originarios. Por si cupiera alguna duda sobre la (poca) importancia que le acuerda a la tantas veces santificada rigurosidad histórica, Martel musicaliza su versión periférica del Nuevo Mundo en el siglo XVIII con melodías de boleros del siglo XX (Amapola por ejemplo). Sin embargo, esta recreación tan disruptiva como atrevida revela mucho más sobre la compleja convivencia intercultural que los manuales escolares y las películas hechas con intención pedagógica. Werner Herzog causó una sensación similar cuando estrenó Aguirre, la ira de Dios a fines de 1972. Con aquella ficción inspirada en la expedición que el conquistador español Lope de Aguirre comandó por la selva amazónica en busca de El Dorado, el cineasta alemán hizo historia en más de un sentido y también lo logró gracias a las libertades creativas que pudo tomarse, entre ellas, la banda de sonido encomendada a Popol Vuh. Desde esta perspectiva, Zama es un sucesor legítimo de Aguirre. Por este linaje cinematográfico, es posible que la nueva obra de Martel se convierta en película de culto. El documental Años luz de Manuel Abromovich y el diario de rodaje El mono en el remolino de Selva Almada suenan a antesala de ese destino consagratorio.
Germán Palacios y el debutante Lautaro Bettoni descollan en el duelo físico y anímico que sus personajes sostienen en Temporada de caza, ficción de la también primeriza Natalia Garagiola. Los actores recrean con impresionante versatilidad la relación entre un padre y su hijo adolescente, en el marco de un reencuentro tan forzado como circunstancial. Ambos se lucen por mérito propio y porque la caracterización de sus personajes responde a un sólido trabajo de guión y dirección, que auspicia un futuro promisorio para la realizadora argentina de 35 años. Garagiola ambienta su primer largo en un coto de caza mayor de nuestra Patagonia, en pleno invierno. Como otras películas filmadas en esa región y además protagonizadas por una mayoría de varones (ésta de Emiliano Torres por ejemplo), Temporada… también establece una estrecha relación entre la inclemencia del medio y la hostilidad del o los personajes principales. En este caso, el porteño Nahuel debe (re)vincularse con su padre biológico mientras aprende a convivir con temperaturas bajo cero, tormentas de nieve, leyendas de pumas sueltos, sonidos de disparos a veces desatinados. El doble desafío constituye el gran motor del film. Bettoni expresa con comodidad la mezcla de dolor, resentimiento, angustia que siente su personaje. Palacios lo acompaña con aplomo paterno mientras explota el otro gran atributo de su Ernesto: la condición de vaqueano y guía de caza respetado. Es igual de encomiable la labor de Boy Olmi, Pilar Benítez Vibart, Rita Pauls y demás integrantes del elenco. Temporada… avanza por el sendero de lo que se calla o se dice apenas. Como Ernesto, Garagiola también exige una mirada y un oído atentos a los indicios que la oscuridad deja ver y el silencio deja escuchar. La fotografía de Fernando Lockett, los efectos de sonido a cargo de Santiago Fumagalli y Roberto Mignone, la música de Juan Tobal constituyen una guía fundamental en este sentido. Entonces los espectadores podemos distinguir entre la paternidad con pelaje biológico y aquélla que ostenta la marca de la crianza. La semana anterior al estreno en nuestro país, la ópera prima de Garagiola ganó el premio del público en la 32ª Semana de la Crítica, en el marco del 74° Festival Internacional de Cine de Venecia. Sin dudas, la distinción le da un merecido espaldarzo a la realizadora porteña en su incipiente carrera.
“Quiero ser un rato yo misma, por favor” les pide Analía Couceyro a sus hijos después de simular que, pociones mágicas mediante, se convierte sucesivamente en monstruo, cavernícola, abuela, mujer mexicana, locutora de radio, fan, cantante de ópera, vocalista de una “banda de cinco estrellas”, ratón. El registro da cuenta de la perspectiva desde donde Fabián Fattore realizó su tercera película, Actriz. Seguro, tal como adelanta el título, ésta es la semblanza de una actriz en particular, pero también –acaso sobre todo– es la aproximación a un tipo de actor argentino: aquél que a veces se cansa porque a toda hora invierte talento, disciplina, energía, tiempo en proyectos ajenos a la narrativa que impone nuestra industria cultural. Quizás para situarla fuera –y bien lejos– de la vitrina glamorosa, el realizador retrata a Couceyro en el ámbito del teatro llamado independiente y, salvo contadas excepciones, en plena actividad laboral. De hecho, la muestra memorizando y ensayando parlamentos, puliendo la traducción al castellano de un libreto escrito en alemán, sometiéndose a sesiones de maquillaje y a pruebas de vestuario y de luces, atendiendo indicaciones de distintos directores, dando clases de actuación. Con perdón de la voz coloquial, los espectadores nos encontramos con una laburante sin aparente relación con esas estrellas que se autoproclaman artistas, y que aparecen en programas de TV, películas taquilleras y en las antes llamadas ‘revistas del corazón’. Fattore no menciona un solo antecedente cinematográfico o televisivo de su musa y, a contramano de cierta práctica periodística, tampoco la filma “en la intimidad”. De hecho, las dos o tres escenas que Couceyro comparte con sus hijos León y Valdemar giran en torno a juegos (re)creativos. El realizador desarticula los prejuicios en torno al cine que se mete en/con el teatro. El retrato de Couceyro atrapa porque es estético: la fotografía en blanco y nuevo resulta tan atractiva como los primeros y primerísimos planos acordados a la protagonista. También porque describe con delicadeza el oficio actoral libre del diktat de los productores de entretenimiento masivo. A través del film de Fattore, asistimos a la maravillosa conversión del actor en personaje. Además de Analía, Couceyro es Nora, Constanza, Marie Curie. Y por si esto fuera poco, pociones mágicas mediante, también se transforma en monstruo, cavernícola, abuela, mujer mexicana, locutora de radio, fan, cantante de ópera, vocalista de una “banda de cinco estrellas”, ratón. Actriz desembarca hoy jueves en el cine Gaumont. Hasta el miércoles 13 de septiembre, se proyectará en las funciones de las 13:40 y las 20:10.
Dhaulagiri, ascenso a la montaña blanca podrá sonar a tanque que Hollywood concibió para actualizar su oferta de cine especializado en contar historias (ficticias o con asidero real) de supervivencia a la cólera de la naturaleza y/o al riesgo asociado a algún deporte extremo. Pero no… Éste es un documental argentino que gira en torno a cuatro compatriotas que viajaron al Himalaya en 2008, con el propósito de llegar a la cumbre mencionada en el título, de 8.167 metros de altura. Tras proyectarse –y cosechar algunos premios– en festivales nacionales y extranjeros, esta pequeña gran producción de Arista Sur y Malcine desembarcará por etapas en el circuito de exhibición nacional: en Salta mañana miércoles; en Buenos Aires, Rosario, Mendoza, Neuquén en el transcurso de la primera quincena de septiembre. El de Guillermo Glass y Cristián Harbaruk es un largometraje pequeño por oposición a la inversión tecnológica y monetaria que la industria del espectáculo destina al género survival (pensemos en los 18 millones de dólares que costó 127 horas de Danny Boyle). Y es grande en tanto ejercicio irreductible a la mera crónica de la aventura que Christian Vitry, Sebastián Cura, Darío Bracali y el mismo Glass emprendieron nueve años atrás. Dhaulagiri… muestra a los amigos protagonistas en dos tiempos: en el pasado que recrean las imágenes y testimonios filmados antes y durante la expedición al Himalaya, y en un presente condicionado por recuerdos y reflexiones que buscan cerrar aquella experiencia tan estimulante como amarga. También son dos las instancias de reconstrucción: una a título personal, por cada entrevistado, y otra cinematográfica. De esta manera, la película también cuenta su propia historia, con las consabidas escalas de preproducción, rodaje, posproducción y –en el medio– la incógnita que representó una interrupción abrupta y prolongada. De los registros obtenidos en 2008, impresiona la fotografía producto de un esfuerzo colectivo. Además de Glass, Diego Delpino, Pablo D’Alo Abba, Mario Varela, Enesto Samandjian son responsables de las imágenes obtenidas. Del rodaje posterior y de la posproducción, cabe destacar el montaje de Hernán Garbarino y la música original de Martín Bosa. El trabajo de uno y otro contribuye a sensibilizar incluso al público indiferente a la pasión que el montañismo despierta en algunas almas temerarias. A contramano del cine de entretenimiento, este film invita a reflexionar antes que a subirse a un simulador de descarga adrenalínica. El alpinismo se revela entonces como una disciplina que hermana a quienes la practican, y que resignifica la vida en general y la relación con la naturaleza en particular. Glass y Harbaruk evitan los lugares comunes a la hora de describir la serenidad, lucidez, solidaridad, sensibilidad de cuatro hombres conscientes de sus limitaciones, no sólo ante una imponente montaña blanca, sino ante los giros insospechados del destino. Este entrañable tributo a la amistad constituye otra razón para recomendar Dhaulagiri…
“Los locos abren los caminos que más tarde recorren los sabios”. Carlo Dossi “Loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo menos la razón”. G. K Chesterton Hasta el miércoles 6 de septiembre, el documental de Nísenson se proyectará en el Gaumont todos los días a las 13:50 y a las 20. Osado es un adjetivo justo para calificar La mirada del colibrí, documental que se estrenó ayer en el cine Gaumont. Para empezar, resulta atrevido –acaso temerario– el propósito de abordar la lucha en defensa del ecosistema de la cuenca del Río Luján, porque la aventura pone en evidencia la arista criminal de un negocio inmobiliario tan inescrupuloso como millonario. Por otra parte, también es arriesgada la decisión de concentrar en una sola persona la representación de esta otra pelea desigual contra un Goliat, máxime cuando el David de turno es un hombre añoso, delgado y con antecedentes psiquiátricos. En las antípodas de las producciones televisivas de la National Geographic, Pablo Leónidas Nísenson hace intervenir a un solo experto académico en su séptima película. Es que el realizador argentino parece haber encontrado en Francisco Javier de Amorrortu el prototipo de Loco que definieron, cada uno en su país y en su tiempo, los escritores citados al principio de esta reseña. En otras palabras, un sabio avant la lettre que habrá perdido todo (o mucho) salvo la razón. Nísenson y su equipo de filmación aparecen varias veces ante cámara mientras entrevistan o simplemente retratan a su protagonista. También los representa la voz en off del realizador, que conjuga unos cuantos verbos en primera persona del singular. De esta manera, la denuncia del daño irreversible que la construcción de barrios lujosos provoca en los humedales de la Provincia de Buenos Aires incluye la crónica de un encuentro revelador entre habitantes de dos mundos: el grupo de cineastas, integrantes de una sociedad enferma de normalidad, y De Amorrortu y las musas que lo visitan en un rincón paradisíaco de la localidad de Pilar. A medida que avanza, el largometraje señala más cordura en ‘El campito’ que en el reino de las normas dictadas por la Ciencia, el Mercado, el Estado. Este desequilibrio local es un síntoma del desmadre ecológico global que, según Don Francisco, avanza progresivamente desde que Occidente se rige por las leyes de la física descubiertas por Isaac Newton hace casi cuatro siglos. El protagonismo central acordado a De Amorrortu corre el riesgo de fastidiar a algunos espectadores, sobre todo porque el hombre rara vez deja de hablar, no sólo a sus interlocutores sino en los monólogos que sube a su cuenta de YouTube (y que Nísenson reproduce parcialmente). Esta porción de público debería hacerles caso a las recomendaciones del realizador y darse una oportunidad con este activista atípico. La mirada del colibrí constituye algo más que otra expresión del cine nacional comprometido con la defensa de nuestro medio ambiente. Se trata además de la semblanza de una mente sufrida, inquieta, híper informada, por momentos afiebrada y monotemática, que no ostentará la juventud del David bíblico pero sí su fortaleza espiritual. Sin dudas, la propuesta del osado Nísenson merece ochenta minutos de nuestra atención.
Tan explícito como su título es el documental de Juan Pablo Lepore y Nicolas van Caloen, que desembarcará mañana en el cine Gaumont. En efecto, Agroecología en Cuba ofrece una interesante aproximación al modelo de producción agrícola que la isla caribeña desarrolla hace décadas, a contramano del agronegocio transgénico y tóxico. Ordenada en siete capítulos, la exposición intercala material de archivo con entrevistas realizadas recientemente a distintos actores de esta nueva revolución con epicentro en La Habana. Los realizadores inician su película con una síntesis histórica que luego amplían de manera intermitente, a partir de fotos y filmaciones de época y del recuerdo de algunos entrevistados. De esta manera, identifican a la también denominada organoponía como último hito del friso cronológico que empieza con la explotación latifundista al servicio de los intereses estadounidenses, y que sigue con la reforma agraria impulsada por Fidel Castro y Ernesto Che Guevara entre 1959 y 1961, con el bloqueo económico de Washington, con la crisis de abastecimiento derivada de la caída de la Unión Soviética. Dicho esto, los testimonios recogidos apuntan sobre todo a explicar el funcionamiento y las ventajas de este sistema de agricultura orgánica, sustentable y, en muchos casos, urbana. Lepore y Van Caloen se detienen en las distintas instancias de un círculo al parecer virtuoso: por ejemplo la fabricación de abonos naturales, el tratamiento delicado de las semillas, la aplicación de técnicas bioplaguicidas, la constitución de pequeños mercados barriales, la creación de una nueva alternativa laboral, la intervención del Estado en tanto socio, capacitador, divulgador. Las imágenes muestran una Habana inusualmente verde y fecunda. El decir de los entrevistados, en especial la recurrencia de ciertos diminutivos, da cuenta de una relación respetuosa, armoniosa, amorosa con la tierra. Como cuando filmó Olvídalos y volverán por más, aquí también Lepore asume una postura absolutamente clara, en este caso, a favor de la agroecología en general y cubana en particular. Valga esta aclaración para los espectadores que suscriben al concepto de neutralidad o ecuanimidad, y que por lo tanto esperan escuchar alguna voz crítica o al menos relativista. Igual para el público anticastrista convencido de que la mismísima FAO falsea la realidad cada vez que elogia la política alimentaria y/o agropecuaria de la isla. En cambio, los admiradores del país socialista apreciamos la oportunidad de descubrir o conocer mejor los pormenores de este ejercicio holístico de la agricultura, otra prueba del ingenio, la dignidad y la capacidad de resistencia que caracterizan al pueblo cubano. Desde esta perspectiva, resultan irrelevantes algunas desprolijidades formales del film, por ejemplo la falta de identificación de algunos entrevistados y, al promediar la película, la intervención fugaz –un tanto forzada– de una narradora en off. En este punto conviene recordar que el de Lepore y su socio Van Caloen es un cine urgente o, mejor dicho, urgido por la imperiosa necesidad de detener la depredación de la naturaleza y el exterminio por goteo de la especie humana. En el caso de Agroecología en Cuba, también incidió la intención de estrenar en el marco del centenario de la Revolución Rusa.
A los admiradores de Luc y Jean-Pierre Dardenne les interesará saber que Les Films du Fleuve coprodujo Hedi, debut del tunisino Mohamed Ben Attia que el próximo jueves desembarcará en la cartelera porteña con el título de La amante. De hecho, esta porción de público reconocerá el sello cinematográfico de los hermanos belgas en la crónica de los últimos días de soltero que transita el joven de 25 años cuyo nombre inspiró el título original del largo ganador de dos premios, a la mejor ópera prima y al mejor actor protagónico, en el 66º Festival de Berlín. El novio protagonista deambula con resignación por la vida que su progenitora diseñó sin consultarlo y con precisión milimétrica. Los espectadores lo conocemos justo cuando, por motivos laborales, debe desviarse momentáneamente del programa impuesto. Ben Attia nos invita a evaluar la envergadura de la impasse que se abre en ese momento y que pone en riesgo los planes maternos. Allá en el fondo se proyecta la sombra de la llamada ‘Primavera árabe’ que floreció años atrás y ahora parece marchitarse en Túnez. La mención nostálgica de una última concentración popular antes de la vuelta a la normalidad (o a lo que–se supone– es la normalidad) basta para recordar la suerte histórica que corrió aquel movimiento con pretensiones revolucionarias. Acaso Hedi transite un camino similar en el marco de su vida privada. El título en castellano traslada a la mujer causante de ese amague de insurrección personal el protagonismo exclusivo que el título original le acuerda al personaje principal. Seguro fundada en motivos comerciales, la elección de los distribuidores adelanta el alcance (y los límites) de la liberación que describe Ben Attia. Qué hacemos con lo que nuestra familia, la escuela, la sociedad hicieron de nosotros parece el leitmotiv de esta crónica de un amague de emancipación individual, reflejo de cierto devenir nacional. Al estilo de los Dardenne, Ben Attia narra una historia potente mientras sigue de cerca al joven que Majd Mastoura compone con lucidez y sensibilidad.