“La libertad no existe; en todo caso existen hombres y mujeres libres” reza la máxima aplicable a sustantivos abstractos similares. Acaso por eso Tony Gatlif decidió darle carnatura a la preciada entelequia a partir del retrato de una muchacha griega, cuyo nombre –Djam– convirtió en título de su nueva película. Confirma esta hipótesis el agregado que los distribuidores pensaron para el estreno en Argentina, Una joven de espíritu libre. Las características del personaje a cargo de la magnética Daphne Patakia sugieren que, para el realizador argelino, la libertad es un compendio de música, baile, picardía, sufrimiento, vehemencia, resistencia al establishment. Aunque no es condición sine qua non, la juventud constituye un ingrediente potente. De hecho, el encuentro con la congénere Avril aumenta la apuesta a la polenta de los años mozos, y de paso sirve de excusa para coquetear –sólo coquetear– con la idea de libertad sexual (atención al detalle nada inocente de que la protagonista vive en la isla de Lesbos). Algunos espectadores encontramos impostada esta representación de la libertad. La repentina amistad entre Djam y Avril nos suena más funcional al mencionado coqueteo con la posibilidad de una relación lésbica que al pretendido tributo a la libertad (o a un espíritu libre). Por otra parte, resultan contraproducentes algunos de los lugares comunes sobre la vida o existencia que Gatlif pone en boca del padrastro de la protagonista. Esta impostación evoca el recuerdo de la célebre episodio de la historieta Mafalda, donde Libertad le pide a Susanita que sea simple. “Sonamos” dice la niña pequeñita ante la reacción de su interlocutora. Djam causa una segunda sensación adversa a partir de la conformación de un contexto que excede ampliamente el presente de la protagonista. En otras palabras, el guión no sólo da cuenta del desamparo ciudadano frente a la angurria de la banca internacional en el marco de la crisis económico-financiera declarada hace ya ocho años, y de la convivencia trágica con un mar Mediterráneo cada vez más transitado por (cuerpos de) hombres, mujeres, niños que abandonan sus países para escapar del hambre, de algún conflicto armado y/o genocidio. También alude a las secuelas que dejaron, primero, la redistribución territorial tras la disolución del imperio otomano y, después, la denominada Dictadura de los Coroneles. Gatlif abarca mucho y aprieta poco cuando pretende insertar noventa años de Historia intensa en la hora y media que dura su road movie. En las antípodas de esta perspectiva, otros espectadores disfrutarán de las tres grandes virtudes de esta ficción que se pre-estrenó en el 70º Festival de Cannes: el desempeño del elenco encabezado por Patakia, la fotografía de Patrick Ghiringhelli, la banda sonora hecha de viejas canciones griegas que compuso el mismo Gatlif e interpreta la actriz protagónica.
'La contrariedad ante la elección' podría llamarse la comedia francesa que desembarcó ayer en nuestra cartelera, y cuyos distribuidores bautizaron Dos amores en París. La traducción propuesta respeta bastante más el título original –L’ embarras du choix– y adelanta el disparador de la película de Eric Lavaine: su protagonista Juliette, una atractiva soltera parisina de 40 años, duda ante cada disyuntiva que le impone la vida y termina pidiéndoles a sus seres queridos que decidan por ella. En cambio, el título comercial en castellano adelanta el gran dilema que se le plantea a la muchacha alguito parecida a Meg Ryan antes de las cirugías estéticas que la desgraciaron. Acaso por esta semejanza física algunos espectadores recordamos a la Kate que la actriz estadounidense encarnó diez años atrás en French kiss o Quiero decirte que te amo, y que también debió elegir –eso sí, por razones muy distintas– entre dos amores en París: Luc Teyssier a cargo de Kevin Kline y Charlie sin apellido en la piel de Timothy Hutton. La memoria cinéfila vuelve a patear en contra con la novia fugitiva que Julia Roberts compuso a fines del siglo XX para la segunda película que protagonizó con Richard Gere. Maggie Carpenter tampoco sabía muy bien lo que quería; recién empezó a revertir la tara cuando accedió a probar los huevos del desayuno americano sometidos a distintos puntos de cocción. En Mi novia Polly, la Polly Prince de Jennifer Aniston les escapaba a todo tipo de compromisos y por lo tanto a la toma de decisiones. El sí pero no casi-casi patológico complicó bastante al Reuben Feffer de Ben Stiller, a su vez puesto a elegir entre esta ex compañera de colegio primario y la flamante (y sinuosa) esposa que interpretó Debra Messing. Por culpa de estos tres antecedentes, el largometraje de Lavaine corre serios riesgos de resultar previsible y por lo tanto poco entretenido. Acaso uno de los momentos más graciosos sea la introducción… aunque el gag con la picadura de abeja parece inspirado en la crisis de alergia que Will Smith –en realidad Hitch– padeció en este film de Andy Tennant. Por otra parte Lavaine y sus co-guionistas Laure Hennequart y Laurent Turner parecen condicionados por las expectativas que los espectadores de otras nacionalidades suelen depositar en las comedias francesas actuales: mención especial de la tradición gastronómica (y al mismo tiempo de los presuntos atentados contra el buen gusto que se comete en su nombre); referencia a la rivalidad histórica con los vecinos anglosajones (pero también a su contracara, el coqueteo amoroso); alusión a la libertad sexual de los galos (mayor que la de los ingleses; menor que la de los escandinavos). En tren de comparaciones, un pequeño comentario al pasar: el mencionado Turner se lució más cuatro años atrás, cuando colaboró con el guión de la muy recomendable Nueve meses… ¡de condena! de Albert Dupontel, protagonizada por la talentosa Sandrine Kiberlain y el mismísimo director. Volviendo a Dos amores en París, corresponde elogiar la química entre la actriz protagónica Alexandra Lamy y sus partenaires Arnaud Ducret y Jamie Bamber. Pero este acierto no alcanza para compensar el déficit de originalidad, producto del abuso de fórmulas narrativas destinadas a acatar ciertas exigencias comerciales del mercado cinematográfico internacional.
Desembarca esta tarde en el cine Gaumont una pequeña muestra de la capacidad del pueblo armenio para combatir el silencio cómplice, el negacionismo, el riesgo de olvido derivado de la diáspora y del paso del tiempo. El retazo en cuestión es un documental argentino sobre los actos conmemorativos que tuvieron lugar en Buenos Aires y Ereván el 24 de abril de 2015, por el centenario del genocidio a manos del imperio otomano. Sinfonía en abril se titula, y lleva el sello del Grupo de Boedo Films. La película de Claudio Remedi y Teresa Saporiti anula los 13.300 kilómetros que separan nuestra ciudad de la capital armenia, a partir de la articulación del material fílmico registrado acá y allá. La crónica de los ensayos y del Día D crea una dimensión espacio-temporal donde los descendientes de los sobrevivientes de la barbarie turca que migraron a la Argentina conviven con aquéllos que permanecieron en el Cáucaso sur. En esta dimensión difícil de representar también mora la memoria colectiva e histórica de los armenios. Los realizadores consiguen retratarla en las clases dictadas a alumnos de quinto año del secundario del Instituto San Gregorio El Iluminador, en los ensayos del coro Cien Voces por Cien Años y de distintos conjuntos de danzas folklóricas, en un tradicional desfile a caballo, en los trabajos de curaduría realizados en el museo Matenadaran, en las ofrendas florales depositadas en el monumento Dzitsernagapert. A Remedi y Saporiti les bastan escasas imágenes de archivo para recordar el crimen de masas que el denominado Gobierno de los Jóvenes Turcos perpetró entre 1915 y 1923. A todas luces les interesa menos retrotraernos a la ejecución de aquel exterminio convenientemente disimulado detrás de la Primera Guerra Mundial que reivindicar el reclamo de Memoria, Verdad, Justicia realizado un siglo después. En este punto corresponde aclarar que no es caprichosa la transcripción de la célebre consigna argentina, dada la decisión de incluir entre los actos destinados a conmemorar aquel horror centenario un homenaje a los ciudadanos de origen armenio que desaparecieron en nuestro país durante la dictadura de 1976 a 1983. Con tino, Remedi y Saporiti les conceden especial protagonismo a los jóvenes. Las secuencias filmadas en el aula señalan la importancia de ofrecerles una formación irreductible a la enseñanza de fechas y cifras históricas. La clarísima invitación pedagógica a reconocer violaciones a los derechos humanos de otros pueblos y cometidas en la actualidad sensibiliza especialmente a los espectadores convencidos de que los crímenes de Estado no son ni exclusivos de un solo país ni un fenómeno del pasado.
– Los homosexuales han denunciado en este último tiempo que son víctimas de una persecución indiscriminada por parte de la Policía Federal, registrándose detenciones y otros abusos. ¿La homosexualidad está considerada entonces como un delito? – La homosexualidad es una enfermedad; de manera que nosotros pensamos tratarla como tal. Si la Policía ha actuado es porque existieron actitudes que comprometen públicamente lo que podría llamarse las reglas del juego de una sociedad que quiere ser preservada de manifestaciones de este tipo; de manera que no hay tal persecución, por el contrario creo que hay que tratarla como una enfermedad”. – ¿De qué manera se puede implementar tal tratamiento? – Sobre la base de la educación, una docencia que permita preservar a los jóvenes para evitar que se introduzcan en este tipo de práctica. Las palabras del entonces ministro del Interior Antonio Troccoli en esta entrevista periodística que Enrique Symns y Juan González le hicieron en el otoño de 1984 para la revista El Porteño sintetizan muy bien la mentalidad de la época que Carlos Jáuregui enfrentó a partir de una militancia corajuda, perseverante, dialoguista, ambiciosa, creativa. Vale recordarlas para presentar el largometraje El puto inolvidable. Vida de Carlos Jáuregui, que Lucas Santa Ana y Gustavo Pecoraro produjeron sobre el primer presidente de la CHA, y que se estrenará pasado mañana en una pequeña porción del circuito de exhibición Cine.AR. La trayectoria militante es el tema principal de esta semblanza colectiva, que Santa Ana dirigió a partir de un guión co-escrito con Pecoraro y de los testimonios que proveyeron César Cigliutti, Alejandro Modarelli, Ilse Fuskova, Marcelo Ferreyra, Marcelo Feldman, el pastor Roberto González, Alejandra Sardá entre otros referentes de la comunidad LGBT argentina. De hecho, de los 84 minutos que dura el documental, la mayor parte recrea la conversión de Jáuregui en figura pública, desde el regreso a Buenos Aires tras una estadía formativa en París y Nueva York hasta la procesión fúnebre que trasladó su féretro de Plaza de Mayo al Cementerio de la Chacarita, pasando por el Palacio del Congreso de la Nación. En el capítulo ‘El paria gran escultor’ que integra la recopilación Acá estamos. Carlos Jáuregui, sexualidad y política en Argentina, Modarelli recuerda el “No digas más ustedes” que su amigo le dijo después de escucharlo varias veces excluirse del grupo al cual ambos pertenecían. La naturaleza colectiva de El puto inolvidable y la condición homosexual tanto de Santa Ana y Pecoraro como de sus entrevistados constituyen un homenaje sensible a –y consecuente con– ese Nosotros inclusivo que pregonó el también fundador de la asociación Gays por los Derechos Civiles o Gays DC. Mientras repasan la vida pública de Jáuregui, los realizadores reconstruyen la evolución de ese sujeto plural que impulsó la primera marcha del orgullo gay-lésbico en nuestra ciudad, el primer proyecto de unión civil entre personas del mismo sexo, una demanda penal por discriminación contra el entonces arzobispo de Buenos Aires Antonio Quarracino, la prohibición de la discriminación por orientación sexual en la nueva Constitución porteña. La presencia de la palabra Puto en el título da cuenta del cariz discursivo de la lucha que nació en el boliche Contramano, ganó la calle, llamó la atención de los medios y no paró hasta conseguir la aprobación de las leyes de Matrimonio Igualitario en 2010 y de Identidad de Género en 2012. Esta reivindicación del sustantivo tradicionalmente peyorativo evoca el recuerdo de otro gran documental sobre el activismo gay en nuestro país: Putos Peronistas. Cumbia del sentimiento. El vínculo que la memoria establece con el film de Rodolfo Cesatti refuerza la idea de que Jáuregui abonó el terreno para una militancia sin límites temporales, geográficos, partidarios. Asimismo resulta inevitable la comparación con la ficción que el estadounidense Gus Van Sant filmó hace casi diez años en homenaje al compatriota y activista gay Harvey Milk. Es evidente el contraste entre la suerte de hagiografía que se estrenó en nuestro país a principios de 2009 y el retrato político elaborado por Santa Ana y Pecoraro. En septiembre pasado Jáuregui habría cumplido 60 años, es decir, que se lo extraña hace 22. Cuando a este recuento melancólico le agregamos los ecos de la 26ª marcha del orgullo gay que tuvo lugar antes de ayer en la Ciudad de Buenos Aires, algunos espectadores tenemos la sensación de que El puto inolvidable se estrena en muy buen momento.
Bepo resulta una propuesta atrevida para los tiempos que corren en Argentina. Por un lado retrata la dignidad linyera a contramano de la tendencia a despreciar al individuo irreductible al deber ser emprendedor, productivo, mejor todavía, prosumidor. Por otra parte, evoca con memoria crítica la época gobernada por el golpista Agustín Pedro Justo, y así desoye la consigna oficial de dejar el pasado atrás. Además osa recordar, acaso reivindicar, algunos principios del anarquismo que creíamos perimido pero que –nuestra ministra de Seguridad nos lo advirtió meses atrás– promueve acciones terroristas en el sur de nuestro país. Aunque carece de escenas ofensivas, el segundo largometraje del platense Marcelo Gálvez dista de ser apto para todo público. Por lo pronto, corre serios riesgos de escandalizar a los espectadores que desprecian el lumpen y por lo tanto toda aproximación empática con ese grupo social que el statu quo considera parasitario. Asimismo son altas las probabilidades de que aburra soberanamente a quienes reconocen y/o valoran un solo tipo de libertad: aquélla moldeada por las manos invisibles del mercado. Antes de seguir, corresponde aclarar que Bepo existió de verdad. Se llamaba José Américo Ghezzi; nació el 4 de abril de 1912 en la localidad bonaerense de Tandil; falleció el 26 de abril de 1999. Sus ideas libertarias lo llevaron abrazar una existencia nómade, solitaria, prescindente. A fines de la década del ’80, su vida inspiró este libro en el periodista, también tandilense, Hugo Nario y el documental ¡Que vivan los crotos! en la realizadora porteña Ana Poliak. Treinta años después, Gálvez resucita a este linye (como solía autodefinirse el mismo Bepo) con una versión libre de la crónica de Nario. De esta manera les rinde homenaje no sólo a Don Ghezzi y a sus compañeros de aventuras, sino a su primer retratista. Ya que se les dice road movies a la películas que transcurren en la ruta, podría afirmarse que esta ficción es una rail movie. La referencia del protagonista a Don Quijote de La Mancha invita a pensar en el ferrocarril como en el Rocinante de estos otros idealistas que no enfrentarán molinos de viento pero sí un Estado que los persigue, golpea, encarcela. Luciano Guglielmino compone a un personaje querible, a la vez desamparado y libre. A partir de esta interpretación, Bepo conquista un lugarcito en los corazones sensibilizados por otros dos crotos que también combatieron la estigmatización social: el vagabundo que Charles Chaplin encarnó durante poco más de veinte años, y el linyera dibujado por el uruguayo Tabaré y guionado por los argentinos Carlos Abrevaya, Jorge Guinzburg, Héctor García Blanco. Para evitar confusiones, corresponde aclarar que Gálvez ofrece un retrato melancólico de su protagonista, es decir, desprovisto del sentido del humor que orientó las aventuras de Carlitos y las reflexiones del compañero del perro Diógenes. En estos tiempos de alegría impostada y de linyerizaciones maliciosas, esta decisión narrativa también constituye una (saludable) osadía.
El cine europeo le presta cada vez más atención al éxodo masivo que la prensa occidental llama drama o crisis “de los refugiados”, y que alimenta el temor del viejo continente al descontrol migratorio, a la pérdida de identidad cultural, al terrorismo perpetrado en nombre de Alá, a las reacciones extremistas de la ultraderecha blanca. Entre los realizadores sensibles a esta porción siniestra de realidad figura Simón Verhoeven, autor de comedia que en 2016 fue éxito de taquilla en su país de origen, y que hoy se estrena en Buenos Aires, Rosario, Córdoba: Bienvenido a Alemania. En Münich transcurre esta ficción que primero amaga con girar en torno al nigeriano Diallo Makabouri, pero sobre todo retrata a la deutsche Familie que lo alberga mientras el Estado germano resuelve acordarle o negarle asilo. Esta suerte de desplazamiento protagónico obedece a la aplicación de una conocida fórmula narrativa que consiste en describir los cambios que un grupo humano experimenta ante la aparición de un agente externo. Aquí, el grupo en cuestión está conformado por el matrimonio Hartmann, una hija y un hijo treintañeros y un nieto pre-adolescente. El agente externo es un extranjero joven y soltero, flojo de papeles, subempleado y bajo la lupa policial. El desembarco del extraño de pelo mota en el hogar muniqués exacerba una crisis familiar pre-existente, hasta entonces silenciada. Desde que empieza, la película sugiere que –como la familia protagónica– Alemania también atraviesa una crisis irreductible al problema que encarnan los refugiados. El paralelismo evidente gira en torno a las debilidades de los personajes principales: Diallo provoca situaciones confusas, algunas enojosas (eso sí, sin querer); los esposos Angelica y Richard y sus descendientes tardan en reconocer las verdaderas razones de su infelicidad. Verhoeven incluye en este panorama a los fundamentalismos árabe y (neo)nazi pero lo hace con sumo cuidado. Por un lado, ubica a los referentes de ambos extremismos fuera del nuevo círculo íntimo que los Hartmann conforman con el joven nigeriano. Por otro lado, les impone una suerte adversa, a modo de moraleja que exculpa al grueso de la sociedad teutona. A todas luces, Bienvenido… fue concebida con clara intención pedagógica o concientizadora. De ahí la condición arquetípica de sus personajes, y una constante bajada de línea a favor del amor, la diversidad y la integración. Algunos espectadores preferimos fábulas más matizadas, por ejemplo El otro lado de la esperanza del finlandés Aki Kaurismäki. La película de este Verhoeven sin relación sanguínea (tampoco cinematográfica) con el holandés Paul entretiene sobre todo al público que, o no reconoce, o acepta que esta comedia en principio conciliadora naturalice unos cuantos prejuicios eurocéntricos. Es posible que dicha limitación o concesión haya contribuido al éxito cosechado en Alemania.
Aunque sentó precedentes en más de un sentido, al cine italiano también le cuesta preservar su identidad en un circuito de producción, distribución, exhibición consolidado por la lógica comercial. En otras palabras, los realizadores de esa nacionalidad parecen tironeados entre el pasado que forjaron autores como Vittorio De Sica, Roberto Rossellini, Federico Fellini, Ettore Scola, Marco Bellocchio, Nanni Moretti y un presente donde prima la meta del éxito de taquilla, mejor todavía si es a escala global. A juzgar por A la guerra por amor, que mañana se estrena en Argentina, el entertainer siciliano Pierfrancesco Diliberto, apodado Pif, encara esta disyuntiva un poco como Roberto Benigni cuando hizo La vida es bella. Es decir, tratando de satisfacer aquéllo que el público masivo –sobre todo de Occidente– espera encontrar en un film italiano (discursos grandilocuentes; tendencia al grotesco; rostros expresivos, si fuera posible bellos) con algunos estereotipos inevitables pero además con algo distinto y –al menos potencialmente– superador. La intención superadora también apunta a desarticular la asociación generalizada entre cine italiano y divertimento bufo, aquélla que reduce las producciones de Cinecittà a un apéndice de la programación berlusconiana de la RAI. Por eso, como Benigni, Diliberto escribió, dirigió, protagonizó una historia de amor con fines serios: en su caso, denunciar la alianza entre el gobierno de Franklin Roosevelt y los jefes de la mafia siciliana en la Italia recién liberada del régimen fascista de Benito Mussolini y desvinculada del Eje (dicho sea de paso, en varias entrevistas acordadas a la prensa de su país, Pif contó que concebió esta película y la predecesora La mafia sólo mata en verano para expresar su rabia contra la maldición que su tierra natal sufrió a raíz del “experimento político” de EE.UU con la Cosa Nostra). El showman se tomó tan en serio el propósito de denuncia histórica que cerró su comedia romántica/dramática con fotos y capturas de documentación relativas al informe que el oficial de inteligencia estadounidense William Scotten redactó en 1943, tras su paso por Palermo. Otro indicio de seriedad es la dedicatoria al mencionado Scola, que inaugura el film: si bien una periodista de Non Solo Cinema la relacionó con la presentación que Pif y Don Ettore hicieron del documental Ridendo e scherzando en la Fiesta del Cine de Roma de 2015, vale imaginar un tributo mayor, no sólo al célebre regista sino al cine italiano de la vieja escuela. Acaso por su formación televisiva (además de conducir sus propios programas, participó como invitado de Le iene, versión italiana de nuestro CQC), Diliberto juega con algunos elementos de la cultura mediática globalizada. Por ejemplo los bancos públicos donde supo sentarse –y esperar– Forrest Gump, esta foto de Robert Capa y las selfies (con la ocurrencia avant la lettre que adelanta el afiche de la película). El realizador conjuga estos guiños con otros derivados del dialecto y la idiosincrasia sicilianos (es muy gracioso el gag en torno al chasquido de lengua que significa No). Ante esta combinación en principio superadora, algunos espectadores sentimos que A la guerra por amor está más cerca del cine italiano for export que de aquél con identidad propia. Al mismo tiempo, dentro de ese segmento de público, quienes detestamos La vida es bella preferimos de lejos la comedia romántica/dramática de Pif. A diferencia de Benigni, el entertainer palermitano es naturalmente simpático, evita los golpes bajos, ofrece varias perlitas brillantes (además del gag mencionado, vale citar el discurso triunfal de Don Calò) y echa luz sobre un episodio histórico poco o nada conocido. Quizás por estas virtudes, en marzo pasado ganó un premio David Di Donatello.
A diferencia del televisivo José de Zer, a Daniel Rosenfeld le importan menos los OVNIs que los seres humanos empecinados en avistarlos. Al realizador porteño le interesa sobre todo Antonio Zuleta, sexagenario salteño que sale cámara en mano por su Cachi natal en busca de objetos voladores no identificados, y de vecinos que hayan experimentado algún encuentro cercano del tercer tipo. A medio camino entre el retrato de un “personaje de la vida real” (con perdón del lugar común periodístico) y el ejercicio de ficción, el realizador nos recuerda que la fe dista de ser un fenómeno exclusivamente confesional. Al centro de la tierra se titula el largometraje que le rinde homenaje a Blaise Pascal antes que a Julio Verne. No por casualidad vemos por primera vez a Don Antonio en un consultorio médico mientras le auscultan el pecho. Antes, observamos un afiche con la imagen de Jesucristo en el pasillo del hospital. “El corazón tiene razones que la razón desconoce” escribió el autor de las célebres Pensées a fines del siglo XVII. De Zer habría convertido la frase en zócalo de esos planos introductorios, y de los pasajes en los que Zuleta reconoce los límites de la razón a la hora de explicar lo inexplicable, como los entretelones del nacimiento de su hijo o cuando supo responder el guiño de luces que una nave extraterrestre le hizo tiempo atrás. Mientras el médico ausculta, Don Antonio parece convencido de que el estetoscopio terminará detectando algo raro. Raro en tanto extraordinario, no en términos de enfermedad, sino de don especial, supranatural (en este punto vale señalar que, ¿acaso por indicación del realizador?, Zuleta insiste varias veces en la hipótesis de que no todos los terrestres pueden ver OVNIs). Aunque sazona su película con pizquitas de humor, Rosenfeld evita ridiculizar a su personaje. Es más, el destino que le depara en la excursión julioverniana suena a reconocimiento que el público porteño no necesariamente compartirá. Al centro de la tierra se pre-estrenó dos años atrás en el 17º BAFICI, donde ganó el premio de la Asociación de Cronistas Cinematográficos Argentinos. El jueves pasado, desembarcó en salas comerciales de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Salta.
De vez en cuando, el cine argentino ayuda a revertir el desconocimiento y a desarticular los estereotipos que la escuela y la prensa de nuestro país inculcan al servicio de la versión oficial de nuestra Historia. En el transcurso de 2017 contamos dos exponentes de esta acción reparadora: Los Martínez de Hoz de Mariano Aiello, que se estrenó en Buenos Aires a fines de junio, y La muralla criolla de Sebastián Díaz cuyo desembarco en el Gaumont está previsto para el jueves de la semana próxima. Estos films coinciden en retrotraernos al último cuarto del siglo XIX, cuando la clase terrateniente consolida las base de un Estado funcional a los intereses del entonces pujante sector agroexportador. En este marco, definen a la Sociedad Rural como artífice de las políticas económicas –por lo tanto territorial– y exterior implementadas al término del enfrentamiento armado entre unitarios y federales, y de la guerra contra el Paraguay de Francisco Solano López. A diferencia de Los Martínez de Hoz, La muralla criolla aborda un episodio acotado de nuestro pasado: la construcción entre 1876 y 1877 de la fosa de tres metros de ancho por dos metros de profundidad y 700 kilómetros de extensión, que el Presidente Nicolás Avellaneda ordenó por sugerencia de su ministro de Guerra Adolfo Alsina en el sur de la región pampeana. El objetivo era proteger de los malones al ganado que la civilización blanca criaba en los territorios arrebatados a los salvajes originarios. Díaz transforma las entrevistas realizadas a Osvaldo Bayer y a Marcelo Valko en hilo conductor de esta pequeña clase cinematográfica sobre aquella iniciativa gubernamental que precedió la Conquista del Desierto al mando del General Julio Argentino Roca. El realizador platense ilustra las explicaciones de esos y otros investigadores con dibujos animados de Carlos Escudero, con un plano topográfico, con la interpretación actoral –en off– de fragmentos de cartas y demás escritos históricos, con imágenes tomadas en Puan, Carhué, Guaminí, Trenque Lauquen entre otros pueblos prósperos del oeste bonaerense que antes fueron de frontera. Con intención reflexiva, el documentalista contrapone algunas declaraciones de Bayer y Valke sobre la relación entre la llamada Zanja de Alsina y el plan de exterminio que Roca comandó entre 1878 y 1885. De esta manera Díaz se (y nos) pregunta si la obra del ingeniero francés Alfredo Ebelot fue un solución relativamente piadosa para frenar el contraataque aborigen o un prolegómeno necesario para legitimar la barbarie blanca. En un plano secundario, La muralla criolla también cuenta la búsqueda que investigadores y curiosos lugareños emprendieron para identificar los vestigios de la fosa que la naturaleza y el hombre se encargaron de rellenar con el tiempo. De este tramo del largometraje resultan especialmente interesantes el recorrido por el pueblo fantasma San Mauricio y la noción de construcción colectiva de nuestra memoria histórica. A lo largo de la película, la zanja decimonónica se revela como marca territorial de la división económica y cultural entre sedentarismo y nomadismo, producción y pillaje, desarrollo y atraso, futuro y pasado, el bien y el mal. Por su función divisora y discriminatoria, la ocurrencia de Alsina suena a antecedente de la grieta que la prensa imaginó años atrás para explicar la polarización social registrada a partir del lock out patronal del campo contra el primer gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. Sin dudas, Díaz también presenta pruebas de que el racismo argentino es un fenómeno muy anterior al desprecio blanco contra los llamados cabecitas negras durante las dos primeras administraciones peronistas. A diferencia de la fosa de Alsina, la aversión contra los pueblos originarios resistió el paso del tiempo y se manifiesta periódicamente, con picos notables cuando nos gobiernan los descendientes de los próceres terratenientes. Desde esta perspectiva, La muralla criolla se estrena en muy buen momento.
La pregunta ¿Qué es el progreso? acompaña, de manera a veces tácita, a veces explícita, el nuevo trabajo del Grupo de Cine Insurgente: El futuro llegó. La elaboración de la respuesta es colectiva, a tono con la autoría compartida de este documental nacional que se estrenó el jueves pasado en el cine Gaumont. Fernando Kirchmar, Alejandra Guzzo, Omar Neri encabezan el equipo que encontró en la localidad bonaerense de Ingeniero White, a diez kilómetros de la ciudad de Bahía Blanca, una versión condensada de la Historia argentina. El bautismo en 1899 por decreto presidencial de Julio A. Roca en homenaje a un amigo; la llegada de inmigrantes europeos en la primera mitad del siglo veinte; la consolidación del puerto comercial al servicio de la exportación agrícola; el paso del ferrocarril británico, nacionalizado, desmantelado; la conformación de un polo petroquímico que nuestro Estado fue cediendo progresivamente a empresas multinacionales son algunos de los hitos locales con eco nacional… o al revés. Las variables para qué y para quiénes de esta interpelación al progreso orientan la respuesta que esbozan los guías del museo taller Ferrowhite (en especial el ex ferroviario Pedro Caballero), el ex director del Museo del Puerto Sergio Raimondi, el escritor Osvaldo Bayer, vecinos de Ingeniero White (en especial del barrio Villa Delfina y familiares de Juan Cruz Manfredini), pescadores, empleados de distintas empresas del polo petroquímico, el actual secretario adjunto de la CTA Autónoma y de SUTEBA Bahía Blanca, Enrique Gandolfo, el periodista Pablo Busetti, el abogado Leandro Aparicio, la doctora en Economía Valentina Viego, el profesor de Física de la Universidad del Sur Dante Patrignani, el doctor en Biología Sergio Salva. Las entrevistas y el material histórico, periodístico, empresarial constituyen las principales virtudes de este fresco de una localidad (y de una Argentina) tallada(s) por dos escuelas de escultores: una fundada por la alianza público-privada que comete iniquidades en nombre de un porvenir promisorio; otra conformada por los ciudadanos que resisten esos embates. Es manifiesta la empatía de los realizadores con los escultores de la escuela popular, y eso está muy bien para los espectadores que preferimos el concepto de honestidad intelectual antes que el de objetividad. Pero ese fenómeno de identificación parece provocar dos resbalones hacia el final del largometraje: el primero da cuenta de cierta desproporción narrativa a la hora de abordar el flagelo de la precarización laboral (acaso el caso Manfredini amerite un documental aparte antes que la suerte de apéndice que representa en este film); al segundo lo registramos cuando la voz de un entrevistador se cuela en el último tramo de la conversación con la mamá de Juan Cruz y con un empleado de Solvay Indupa (estas intervenciones resultan disruptivas después de más una hora de escuchar solamente el testimonio de los entrevistados). En este punto da la sensación de que Kirchmar, Guzzo, Neri y equipo no pudieron contener la indignación ante un futuro generoso con los empresarios (y con los funcionarios estatales asociados) y criminal con los trabajadores y el medio ambiente. Por eso decidieron contar en este –y no en un próximo– documental que un fiscal le escupió a la madre de Juan Cruz la advertencia “La Justicia no es para los pobres”. Por eso se salieron de la vaina en el último tramo de las entrevistas a esta mujer que exige una sanción penal para los responsables de la muerte de su hijo de 25 años y al compañero de trabajo del también fallecido Fabián Monterroso. Estos deslices hacen más o menos mella según el criterio de evaluación que privilegien los espectadores: la técnica narrativa, en este caso cinematográfica, o la invitación a preguntarnos, además de qué es el progreso, qué (tipo de) futuro suele promocionar nuestra dirigencia. Ante el romance que la alianza gubernamental Cambiemos mantiene con las petroquímicas instaladas en Ingeniero White –recordemos el reciente acto de campaña en una planta de Dow Argentina–, algunos priorizamos el segundo parámetro sin dudar.