En esta película, una coproducción ruso-francesa, que nos habla sobre el rock and roll soviético under de los ’80, el director plantea una original mirada, tan libre, disidente y creativa como la esencia de sus personajes y su relación con el espacio socio-político en el que viven. La historia transcurre en Leningrado, durante un verano a principios de los ’80. El rock local está en pleno apogeo y Viktor Tsoi, un joven músico que creció escuchando a Led Zeppelin, T-Rex y David Bowie, está intentando hacerse un nombre. De esta manera, consigue cruzarse en la playa con su ídolo Mike y su esposa Natacha, junto a otros músicos. Este encuentro transformará su destino y juntos construirán una leyenda musical que los llevará a la eternidad. Entre conciertos, ensayos, excesos, romances y cotidianidades, Leto cuenta una historia inspirada en músicos reales que surgen en la antigua Unión Soviética. Uno de sus protagonistas es Mike Naumenko (Zoopark), interpretado por Roman Bilyk, quien promueve movidas under, reversionando y traduciendo los hits del momento de sus bandas occidentales favoritas y decide apadrinar a Víktor Tsoi (líder de Kinó), el personaje que encarna Teo Yoo, para ingresarlo al rock club de Leningrado. Dicho lugar era el escenario oficial del gobierno donde se podía controlar, durante los shows, a las bandas y espectadores. Estos últimos deberían permanecer sentados durante el recital, sin posibilidad de levantar ningún tipo de pancarta, cartel o bandera, para alentar a Zoopark, Aquarium, Piknik, entre otras. Si bien la película está basada en el libro de Natacha (Irina Starshenbaum), esposa de Mike, donde habla del triángulo amoroso entre ellos y Viktor; en el film es sólo una subtrama de corta relevancia. Es de destacar la sutileza ejercida para con esta decisión de dejar al triángulo por detrás de las leyendas musicales, dado que el desarrollo del mismo en un plano de metarrelato genera en el espectador la empatía de reconocerse en los propios límites. Esa libertad diferenciada del libertinaje, habla de una madurez en estos jóvenes, trabajada por el director con inteligencia en los microgestos y los diálogos solapados, donde el amor y la melancolía se apoderan de la pantalla sin necesidad de literalidades que tanto mal le hacen al cine. Desde lo formal, Serebrennikov hace uso del blanco y negro como estética dominante, a la que le suma impecables y perfectos planos secuencia plasmando su mirada sobre el antiguo régimen soviético. Lo gratificante es que decide incluir “respiros”, como pequeñas revoluciones, que van de la mano de un personaje por fuera de la realidad y dando ruptura a estos espacios temporales interviniendo la imagen con colores y animaciones, mientras nos sorprende con clásicos del rock como ‘Psycho Killer’ de Talking Heads, ‘Passenger’ de Iggy Pop o ‘Perfect Day’ de Lou Reed. De esta manera, los personajes cantan y desarrollan la escena desde un recurso símil video musical. Alegoría poco sutil pero efectiva a la hora de ir contra el sistema, también cinematográfico. No hará falta saber sobre la historia del rock soviético para disfrutar de esta experiencia musical, aunque sí deberían saber los fumadores que no hay ni un segundo en donde los personajes dejen de fumar en pantalla, por lo que les reto a no irse durante la proyección a prenderse uno. Suerte con esa!
Película dirigida por Ry Russo-Young basada en la homónima novela bestseller del New York Times de Nicola Yoon, escritora de origen jamaiquino-estadounidense. En este nuevo drama romántico para adolescentes se narra la historia de dos jóvenes inmigrantes que viven en EE.UU. Daniel (Charles Melton), de origen coreano, y Natasha (Yara Shahidi), oriunda de Jamaica, son dos extraños que se conocen, a causa de un incidente vial, un día en Nueva York. A Natacha, le quedan pocas horas en la ciudad debido a que su familia está a punto de ser deportada hacia Jamaica, pero mientras intenta revertir esta situación, “las chispas” entre ambos surgen, y debido a su personalidad basada en la ciencia como resultado de todo, deberá luchar contra los nuevos sentimientos inexplicables que Daniel, un soñador nato, irá despertando en ella. El film comienza con una secuencia de montaje dirigida por la voz en off de nuestra protagonista, quien nos habla de datos diversos y concretos sobre el universo, mezclados con citas de Carl Sagan. Este recurso será utilizado durante el film para dar a conocer datos sobre Natacha y Daniel a medida que avanza la historia. La misma está repleta de clisés, posicionando a Nueva York en un plano de ciudad mágica, donde todo es perfecto y maravilloso para estos dos inmigrantes que recién se conocen y que adoran sobremanera vivir en EE.UU. A pesar de la hora cuarenta que dura la película, la realizadora no ha podido plasmar en ese lapso escenas que acompañen lo que el guion nos quiere contar forzadamente. Este inexplicable y desesperado amor romántico adolescente y su miedo a perderlo para siempre no consiguen traspasar la pantalla, principalmente a causa de las malas decisiones de planos elegidas para las escenas primordiales, donde ni siquiera la banda sonora gana en manipular emocionalmente al espectador. Podemos sentir que cada plano ha sido trabajado de manera tan mecánica, al punto de ver en ellos el artificio coreográfico. Dicha perfección, rozando el videoclip, nos pone a una distancia enorme para con la empatía de los personajes, ya sea dándonos primeros planos de perfiles donde la escena pide frontales, o asfixiando los espacios necesarios para la reflexión o evocación propia, subestimando así al espectador con mensajes “vomitados” forzadamente por personajes secundarios que aparecen al azar en la historia. Por consiguiente, nos vamos del cine pensando en lo maravilloso que debe ser vivir en Nueva York en vez de quedarnos unidos a la historia sobre el encuentro y la pérdida del primer amor, temática con la que se promociona el film. Una película naif que no deja enseñanza alguna, quedándose en la superficie de la estética adolescente sin problematizar ningún contexto, y atrasando a los jóvenes con doctrinas de amor romántico.
Este film finlandés es una mirada sobre el ocaso de una vida que encierra la desesperada búsqueda solapada de sentirse útil antes de partir. Olavi, es un solitario veterano negociador de arte que ha sido superado por la industrialización de la actividad, pero no quiere retirarse del oficio sin antes hacer un último trato que lo saque de sus deudas. Mientras recorre subastas en busca de la pieza que lo salvará, se deja vislumbrar en el film una subtrama familiar desatada por Otto, su nieto al cual no ve hace años. Luego de varias idas y vueltas, y después de que Olavi se obsesiona con una pintura que descubre en una subasta, juntos llevaran la historia hacia adelante mientras investigan sobre el retrato del artista desconocido. Esta misión de descubrir el misterio retroalimenta los lazos familiares sin caer en excesos de sensiblerías y haciendo un gran uso del humor generacional entre los personajes en su justa medida. El director realiza puestas de cámara que denotan claras ideas visuales y sonoras conceptuales: (atención spoiler) como la escena del ascensor donde el protagonista va descendiendo como entrando a una gran frustración luego de no haber podido vender el cuadro, donde el plano presenta para ello una gran durabilidad temporal; o la silla que gira y gira vacía hasta que se detiene y no hace falta decir nada más; o los constantes sonidos y viajes en tranvía que van apareciendo durante la película, los cuales van marcándole el pulso del tiempo que se agota, pues el personaje es consciente de que le quedan más ayeres que mañanas; entre otras. Lo único que quizás podría señalar como no atinado, es que la historia pareciera que tiene dos finales. Es decir, hay dos resoluciones trabajadas por separado llegando al final del relato y al estar una tan seguida de la otra en la trama, compiten entre ellas y pierden la fuerza emotiva que se merecen. Es una lástima, ya que la película está trabajada cuidando cada detalle de forma tan sutil, y se ve que han trabajado la sensibilidad del film casi como emulando el cuidado que tiene el protagonista por su arte, que se nota que tanto el director como la guionista eran completamente capaces de encontrarle un solo final que unificara a ambas resoluciones. El artista anónimo es un drama donde Heikki Nousiainen (Olavi) no sólo sostiene la historia con su increíble mirada sino que se lleva todas los laureles en su interpretación.
El documental Ausencia de mí es una mirada sobre el dolor de vivir en el exilio, construida a partir de fotos, películas y grabaciones de sonido inéditas dejadas por el célebre músico uruguayo Alfredo Zitarrosa. Utilizando como columna vertebral del relato la entrega de objetos y materiales de archivo íntimos del cantautor popular al Estado uruguayo por parte de sus hijas y mujer, nos adentramos a un punto de vista personalísimo de Zitarrosa, recorriendo entonces su historia de exilios a través de capítulos que son celosamente numerados por la realizadora pero curiosamente fieles a la forma obsesiva del artista que tenía de autoarchivar cada fragmento de su vida, como si fueran pruebas fidedignas de su existencia; no sólo en base a su virtuosismo sino como cuestionamiento a su ser individual, aunque posiblemente se autopreservaba de forma inconsciente. Desde este lugar de guardado minucioso nace dicho tesoro oculto desde hace 27 años, el cual su familia trata de rescatar cuidadosamente para la posteridad de la memoria colectiva. En base a la realización, la elección del formato 4:3 acierta desde la perspectiva histórica y nostálgica, atravesando diferentes materialidades y soportes, visuales y sonoros. Aunque el mayor logro de la directora con relación a dicha elección fue poder invisibilizar el marco típico a lo largo del film para transformarlo en la única mirada posible, la del propio Alfredo Zitarrosa. Decisión que también ejecuta durante el registro observacional de las hijas y de la esposa en el tiempo presente. No seremos la mosca en la pared, teóricos abstenerse, pero esa no intervención se agradece en este tipo de retratos. Tengan presente el plano del comienzo donde vemos a la hija de Alfredo tratando de contener sus lágrimas para que no desborden sus ojos, pues si al finalizar el documental, tenemos una expresión y sensación similar, nos hemos acercado al hombre detrás del artista.
Retrato sobre el artista renacentista Michelangelo Buonarroti que recorre su vida con sus obras inmortales. Apoyado en el relato biográfico escrito por Giorgio Vasari en 1550, este drama presenta al artista desde niño hasta la culminación de sus días. La figura de Miguel Ángel es personificada por el actor Enrico Lo Verso (El ladrón de niños) y encarnando a Vasari está Ivano Marescotti. Si bien el film logra adentrarnos por cada uno de los trabajos más significativos realizados por el artista, también nos conquista como espectadores al acercarnos humanamente al hombre detrás de sus magnificencias, brindándonos datos notables, quizás desconocidos por varios de nosotros, que nos refieren a su familia, estudios, anécdotas adolescentes, ambiciones, pensamientos, inclinaciones políticas, amores y frustraciones que van dando sentido a los orígenes creacionales de sus esculturas y pinturas. Utilizando el recurso de la reconstrucción, con un planteamiento de puesta en escena más cercana al teatro que al cine, acompañada con una banda sonora ampulosa, los recuerdos de ambos personajes contados en primera persona, pueden tornarse solemnes pero igualmente logran equilibrarse ante la cualidad y calidad con que las obras maestras son exhibidas. Mediante el uso de la fragmentación en planos en cada pieza, uno logra aproximarse para apreciar al detalle cada cincelada y/o pincelada del artista. Incluso el film maneja hábilmente las perspectivas para ubicarnos en relación a la dimensión en búsqueda de escalas reales, como por ejemplo decidiendo incluir en un mismo plano la escultura del David (mármol blanco de 5,17 metros de altura) al lado del actor que personifica a Michelangelo para entender definitivamente por qué la apodaron “el gigante”. «Este tipo de precisión en las imágenes, apoyadas en avanzadas técnicas de efectos especiales y digitales, es la que logra puntos de vista únicos hasta el momento de obras como la Piedad, el David, el Moisés, El Juicio Final, la Bóveda de la Capilla Sixtina, la Cúpula de San Pedro, entre otras». No hará falta saber de arte para acercarse al cine a contemplar un infinito.
Un documental brasileño colectivo de Chico Gomes, Julio Hey, Luiza Villaça, Pedro Moscalcoff y Luiz Villaça, sobre el arte circense que nos brinda una clase magistral sobre la humanidad. El film inicia con el monólogo presencial de un payaso, ubicado de pie en una vereda de ciudad, ofreciéndole a las personas que transitan a su alrededor sapiencias de la humanidad. “La vida es un circo y todos somos payasos”, dice. Sabidurías de payaso que en ese comienzo pueden no adquirir ninguna relevancia, pero llegando al final de la película rotan por completo el punto de vista sobre esta maravillosa profesión tan injustamente desatendida por la sociedad. Este payaso, quien ocupa un “no lugar” en el documental -es decir que se conecta con la historia por fuera de la realidad predominante del documental-, nos guiará junto a Fernando Sampaio, por el misterioso mundo del detrás de escena del circo y su gente, o mejor dicho, su familia. Fernando Sampaio es un super artista, así llaman los cirqueros a los que realizan todo tipo de destrezas, quien desde el fallecimiento de su amigo y socio Domingos Montagner (2016) lleva adelante el proceso de construcción para una nueva versión teatral y circense de la ópera homónima. Si bien el relato de Pagliacci (payaso en italiano) nos muestra cómo un hombre tímido fuera de los escenarios se transforma al convertirse en payaso, el metarrelato nos habla continuamente sobre la filosofía de la vida y sus formas de hallarse. El punto de vista de cada uno de los artistas entrevistados nos deja recalculando mensajes y preguntándonos sobre si nuestra elección de profesión, para el resto de lo que queda por vivir, es la correcta. Ellos nos muestran su casa, el circo y su gente, pero lo que más comenzamos a advertir es a nosotros mismos, cuál es nuestro circo y cuál es nuestra gente. Desde el punto de vista de la realización, las áreas confluyen. La elección de un color desaturado en paletas terra y rojizos nos despierta emociones pasadas, recuerdos, olores, texturas, es un viaje directo a la infancia. La decisión de puesta de cámara en base a cómo filmar cada segmento del film es totalmente atinado. No se limita sólo a las cámaras en mano, efectivas pero clásicas, sino que los directores han elegido ubicar, durante los ensayos y la puesta, una cámara flotante logrando que la conexión entre técnica (cámara/montaje) y arte (actores/escena) bailen juntas, obteniendo así que, por momentos, sintamos estar ocupando el mismo espacio con ellos, como si nuestros ojos estuvieran observando al detalle desde la primera fila. En base a la elección del formato en 2.35, atípico para documentales, mantiene viva la ilusión construida por décadas de estos seres mágicos, elevándolos y generando misterio aun luego de verlos detrás de escena sin máscaras ni disfraces. La próxima vez que me llamen “payasa” como insulto por algo que diga o haga sentiré orgullo.
El director de QTH (2017), estrena La guarida del lobo, filmada íntegramente en Ushuaia. El film inicia en la inmensidad de un valle nevado, donde apreciamos por varios minutos un paisaje crudo y solitario hasta que vemos deslizarse sobre la nieve un trineo tirado por perros conducido por Toco (José Luis Gioia). Un viejo montañés que descubre, caído sobre el camino, a Vicente (Gastón Pauls). Toco decide rescatarlo y llevarlo a su casa. Cuando Vicente recupera su conciencia, y se da cuenta de que se lastimó el tobillo, el anfitrión invita al desconocido a quedarse con él hasta que pueda recuperarse y seguir viaje. Vicente, quien comienza a sentir interés por la destreza de Toco con los trineos, le ofrece dinero para que le enseñe a conducirlo y el viejo acepta. Durante la convivencia en la cabaña, aparece un tercer hombre (Víctor Laplace). Éste está interesado en comprar la propiedad de Toco pero el conflicto aparece porque no quiere venderla y Vicente, quien ya se siente parte del lugar, se involucra en apoyar a Toco y sus tierras. Si bien la película avanza mientras se construye la relación entre Toco y Vicente, incluso haciendo uso del humor en los diálogos para contrastar las distancias cotidianas entre ambos, lamentablemente lo que dicen termina siendo, en varias ocasiones, tan de libreto que distancia. Es decir, no logran los actores, o mejor dicho el director, traspasar la pantalla del vínculo que ambos van forjando y esa ausencia, de no estar habitando la escena, se nota. Generando que el tono actoral también pierda su fuerza. Tal es el caso del personaje de Toco, quien por momentos se desfasa con los gestos dándonos más de lo que el plano de cine puede admitir. Una verdadera lástima, ya que Gioia ha construido un excelente personaje, pero al salirse muchas veces de tono dejamos de ver a Toco para darle paso al actor. Lo mismo sucede con Víctor Laplace, quien no ha logrado dar en el blanco con su interpretación. El uso de la música, en las escenas dramáticas entre ellos, nos aleja de la emoción que intentan evocar Pauls y Gioia mientras ansían sostener un dialogo fraternal que termina siendo superfluo. Podemos apreciar que el director maneja el rodaje de exteriores exquisitamente, y nos invita a recorrer el paisaje con imágenes maravillosas sobre Ushuaia y sus animales, aunque peca de reiterativo en los planos de los perros lobos, dado que al volver a utilizarlos en el momento de mayor tensión de la historia, estos pierden la fuerza que se merecen. Pues ya hemos visto suficiente durante el transcurso de la película hasta el momento. El final nos ofrece un sinfín de situaciones violentas que jamás vemos venir. Una cosa es ir plantando indicios para que luego nos muestre todas las cartas y así cerrar la trama y otra es llenarnos de soluciones rápidas para dejarnos boquiabiertos, pero porque nada se asemeja, en absoluto, a esa elección de desenlace del film. Una película que no logra sostenerse con las actuaciones y donde la trama elige atajos fáciles para terminar en un desenlace que nos pierde como espectadores.
Se estrena la coproducción española-argentina Yo, mi mujer y mi mujer muerta, comedia dramática del director Santi Amodeo. Oscar Martínez encarna a Bernardo (63), un arquitecto y profesor universitario reconocido de la ciudad de Buenos Aires y bastante conservador. El film inicia en una casa de sepelios donde Bernardo y su hija Eli (Malena Solda) eligen ataúdes mientras discuten sobre la decisión tomada por Cris de ser incinerada y llevada a las costas del mar en España donde, un mes al año, visitaba a su hermana. Éste se niega a cumplir con el propósito de su esposa y la entierra porque no comprende que quiera descansar en paz tan lejos de ellos dos. A medida de que pasan los días, sobre todo las noches, Bernardo comienza a verse conflictuado entre los recuerdos que le ofrece la oscura casa en la que habita pero, una de esas noches, recibe la noticia de que la tumba de su mujer fue profanada, es ahí cuando emprende un viaje a España para hacerle frente al deseo de su mujer. Desde aquí la película comienza a transformarse en una road movie, en la que el protagonista no sólo lidia con llevar un duelo hacia adelante sino que, a través de indicios encontrados en unas cartas ofrecidas por su cuñada, irá descubriendo, gracias a la ayuda de los personajes de Abi (Carlos Areces) y Amalia (Ingrid García Jonsson), que posiblemente la relación que creyó vivir junto a ella, durante toda su vida, no era tal como la imaginaba. Desde el punto de vista de la realización, las piezas audiovisuales encajan tratándose de una simple comedia, sin embargo el desarrollo del relato presenta zonas pantanosas. Los personajes de Abi y Amalia cumplen de manera literal la función de acompañar y ayudar al protagonista en la resolución de su conflicto, la búsqueda de la verdad sobre su difunta esposa y nada más. Es decir que una vez que Bernardo deja de necesitarlos, estos desaparecen de la historia como por arte de magia. Dejando inconclusas las subtramas abiertas hasta el momento, como la planteada por Abi y su pedido de ayuda en relación a salvar su trabajo en la inmobiliaria, situación que fue remarcada en varias escenas de la película, por lo que uno como espectador se queda esperando esa devolución de gentileza, o no, por parte de Martínez que nunca llega. Desacertadamente el director ha tomado la decisión de construir a sus personajes a través del dialogo. Donde ellos dicen quiénes son, a qué se dedican o incluso qué les sucedió, en vez de contarnos todo eso haciendo uso de las herramientas cinematográficas. Por ejemplo, cuando Bernardo de la nada recibe un golpe seco y sorpresivo en el barco, la explicación del suceso está dada en la escena siguiente donde Abi, haciendo uso otra vez del diálogo, nos cuenta qué pasó. Estos recursos de literalidad sacan profundidad a los personajes dejando ver las herramientas técnicas utilizadas por los guionistas para la construcción misma del relato. La comedia se desarrolla haciendo uso de cierto humor que atrasa, como las burlas violentas innecesarias hacia los gays y hacia los cuerpos de belleza no hegemónica mostrados en la villa nudista. ¿Bernardo es un personaje que podría actuar de esa manera en dichas circunstancias? Sí, aunque una cosa es el punto de vista del personaje y otra la puesta en escena que avala. He ahí la escena de la actriz Ingrid García Jonsson (Amalia) durmiendo en el camarote. Se siente tan forzada y reforzada e insistente, que termina rozando el mal gusto, ubicando al personaje interpretado por Martínez en un lugar totalmente alejado de la historia que se encuentra contando. El final deja la sensación de que el personaje de Bernardo nunca entendió nada. Spoiler Alert! Tira las cenizas de su mujer a una pileta con agua estancada y podrida de una casa que ella compró en España para irse a vivir definitivamente lejos de él. Entonces el protagonista termina no cumpliendo, por segunda vez, con ese deseo de ella de descansar en paz en el mar. ¿Es un desprecio? ¿Una venganza? De cualquier manera no hay mirada positiva que valga. Ese es el hogar elegido por ella sí, pero, en algún momento, a esa pileta la volverán a limpiar ¿Entonces? ¿Esa mujer desaparecería por las cañerías? Ese es el destino elegido por los vivos a los muertos queridos (?). Nuestro protagonista se descubre y admite débil y aunque su discurso final siga reafirmando que «vivió la mejor vida», las contradicciones no hablan de la complejidad del personaje, de su ambigüedad ni de una ironía, sino, más bien, de una mala construcción de personaje en aras de las buenas intenciones y los mejores mensajes. Una comedia que no hace reír y que deja más dudas que certezas en lo que se refiere al guion.
Luego de su ópera prima de ficción Por un tiempo (2012), Gustavo Garzón incursiona en el registro documental con Down para arriba. Si bien el film comienza como un relato autorreflexivo sobre el rol de ser padre de hijos con síndrome de down, utilizando como herramientas videos caseros y pensamientos en off, sutilmente Garzón se va corriendo de escena entregando el protagonismo al grupo de teatro “Sin drama de Down”, con actores de entre veinticinco y cincuenta años. Los hijos del director también forman parte del mismo e irán profundizando inocentemente, clase a clase, junto a sus compañeros y profesores, sobre diferentes temáticas de la vida, consiguiendo que nos convirtamos en testigos directos de sus propios aprendizajes, logrando por completo situarnos en la mirada sincera de un director, más padre que actor, libre de artilugios. La historia va hacia adelante en busca del desafío de poder filmar un cortometraje de ficción en la casa de campo del profesor Juan (Laso), cuyo guion surgirá colectivamente de las mismas improvisaciones interpretadas en las clases por el grupo de teatro. Es así como vamos participando junto a ellos del proceso de construcción y seguimiento de cada etapa que nos plantea el documental. Donde la puesta de cámara acierta con honestidad y simpleza, resaltando la singularidad de cada uno pero sin dejar de ver a la familia completa y donde el sonido apuesta a un fuera de campo de pura contención, como si este abrazara tiernamente a la imagen con sus risas y aplausos. En Down para arriba acompañamos a Garzón en sus reflexiones como padre aprendiendo en cada clase más de la vida que del teatro. Y terminaremos apropiándonos de la frase “Ajome Takoiasi”, proporcionada generosamente por el profesor Juan Laso a sus alumnos, en una escena que convierte a las piedras en corazones.