Son pocos los directores japoneses contemporáneos conocidos en Argentina. Si se excluyen los nombres de Kore-Eda Hirokazu, Naomi Kawase y Hayao Miyazaki (más veterano), es poco lo que se ha visto en Argentina de otros realizadores nipones. Ryusuke Hamaguchi cobró cierta notoriedad en 2015 durante la presentación de Happy Hour (cinco horas de duración) en el Festival de Locarno, pero hubo que esperar hasta 2018 en que Asako I & II, su siguiente obra, se presentara en Cannes. Recién entonces los franceses se animaron a estrenar la de 2015 en salas y lo hicieron en mayo, de una manera algo insólita, en tres partes (espaciadas a lo largo de tres semanas). Las llamaron “Senses” que por otra parte no es una palabra francesa, sino un título alternativo al más conocido (Happy Hour). Por el Festival internacional de cine de Mar del Plata pasó algo desapercibida Asako I & II y es de desear que no acontezca lo mismo con la que ahora nos ocupa (de allí esta nota). El título (en inglés), utilizado en la reciente Berlinale donde se llevó el Gran Premio del Jurado (Oso de Plata), no es muy afortunado. Preferible el original en japonés, que se podría traducir como “Coincidencia e imaginación”, ya que de eso trata el film. O mejor sería decir los tres mediometrajes de los que se compone, con casi idéntica duración, para totalizar dos horas. Hamaguchi reivindica aquí, de alguna manera, los films de menor duración, pero logra que cada una de las tres partes tengan una unidad, cerrando completando las historias que desarrolla. En cada una de ellas los intérpretes y personajes son diferentes, aunque se adivina que el foco central, como en sus films anteriores, es el mundo femenino. El primero titulado “Magic” está centrado en dos mujeres: una modelo (Meiko) y la productora Gumi, con esta última relatándole en un taxi su reciente relación con Kazu. La clave de este primer episodio está en la palabra “coincidencia” del título original. El segundo “Door Wide Open”, involucra al joven estudiante Sasaki, quien se siente humillado por el profesor Segawa, que ha ganado recientemente un importante premio japonés de literatura. El joven sostiene una relación con Nao, una mujer algo mayor, y a modo de venganza le pide a ésta que vaya y seduzca al profesor. Cuando Nao lo va a visitar, llevando un ejemplar del libro premiado, le pide un autógrafo en una de las páginas más eróticas y explícitas del texto. Lo notable es que se pone a leer dicha parte, descolocando al autor. “Once Again” cierra el tríptico con un encuentro casual de dos mujeres en una estación de tren. Una de ellas, Moka, cree reconocer a una compañera (Aya) con la que tuvo una relación íntima hace unos veinte años. Aya la invita a su casa y a medida que con el diálogo profundizan lo acontecido en el pasado, ambas mujeres llegan a una sorpresiva conclusión. Pero, a diferencia de los dos capítulos precedentes, las revelaciones no adquieren aquí un tinte dramático sino más bien todo lo contrario, como lo revela la escena final, nuevamente en la estación ferroviaria. El nivel de los tres episodios es muy parejo y de similar nivel de excelencia, revelando que Hamaguchi es un eximio director de actores, donde se destacan los personajes femeninos. En más de un punto su cine tiene puntos de contacto con el de Rohmer, cuya espíritu y segura influencia no pasará desapercibida.
Hace apenas cuatro años, casi nadie conocía a Ryosuke Hamaguchi, director de Drive My Car Todo empezó en 2018 cuando Francia lo descubrió, integrando Asako I & II la Competencia Oficial del Festival de Cannes. Simultáneamente en ese mismo mes de mayo y en tres semanas consecutivas se estrenó Happy Hour, su film inmediatamente anterior de 2015. En Francia se lo conoció con el nombre de Senses, de más de cinco horas de duración, dividido en tres partes (1 & 2, 3 & 4 y 5). 2021 aparece como el año de consolidación de la figura de Hamaguchi, ya que el Oso de Plata (Grand Prix) del Festival de Berlin se lo llevó Wheel of Fortune and Fantasy. En el reciente Festival de Cannes (julio de 2021), Drive My Car, un nuevo largometraje de Hamaguchi, compitió en la Selección Oficial y quizás mereció llevarse la Palma de Oro, contentándose con el Premio al mejor guion, así como el otorgado por FIPRESCI. Drive My Car es un extenso film, de tres horas de duración, que, pese a no estar dividido en capítulos, los tiene implícitamente asumidos. El primero, alrededor de un cuarto del metraje total, termina con los títulos del film, que normalmente aparecen al inicio o final del mismo. Allí se nos presenta a Yusuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima) uno de los dos personajes centrales, actor y director de teatro que está montando una versión en japonés de “Tio Vania” de Anton Chejov. Oto, la esposa de Kafuku, no le es fiel. Así lo comprueba cuando, al enterarse en el aeropuerto de la suspensión de su vuelo, regresa a su casa y la ve manteniendo relaciones sexuales con Koji Takatushi, uno de sus jóvenes actores. Los amantes no lo perciben y él prefiere irse a un hotel en el aeropuerto de Narita. La acción se traslada una semana más tarde; semana en la que ocurrirán dos hechos de gran significación en su vida. El primero es un accidente en su auto donde casi pierde la vista y el segundo es la muerte de su esposa por una inesperada hemorragia cerebral. El segundo “capítulo”, el más extenso, ocupa la mitad de toda la obra y es el que da sentido al nombre del film. Es cuando aparece Misaki (Toko Miura), la joven que con su auto se desplaza por Hiroshima, lugar donde será representada “Tío Vania”. Los productores le asignan una casa en una isla vecina, ideal para que dé rienda suelta a su inspiración. Casi podría afirmarse que los noventa minutos que dura este tramo conforman un relato completo, siendo lo más sustancioso del conjunto. Por un lado los ensayos con una decena de actores, uno de los cuales es nada menos que el joven Koji, que ignora que Kafuku se enteró del affaire con su esposa. Lo notable (y diferente) de la mentalidad japonesa es que no hay un deseo de venganza, como se irá verificando en los diálogos de ambos personajes masculinos. Por otra parte, la relación entre Misaki y Kafuku no será exactamente la que un film occidental plantearía. La sencillez de la conductora del auto contrasta con el nivel cultural e intelectual del actor, y sin embargo hay algo que los une: el dolor de sendas pérdidas, que el espectador irá descubriendo. Un viaje en auto al norte de Japón (Hokaido), de donde ella procede, será muy revelador para Kafuku. En el medio de este segmento intermedio, el film alcanzará un notable pico emocional cuando se descubra algo que estaba oculto y que tiene que ver con una de las actrices del elenco. Ella es bella, de enorme talento y calidez. También es (gran singularidad) sordomuda. El último capítulo plantea un momento de cierto dramatismo cuando la representación de la obra corre el riesgo de ser anulada. Allí reaparecerá la imagen de Oto, la esposa fallecida, y en algún momento esa angustiante ausencia será admirablemente llenada por la afectuosa compañía de Misaki. Drive My Car es una obra basada en un cuento de Murakami. Seguramente tanto Hiroshima como la menos japonesa Hokaido fueron lugares elegidos, no en forma azarosa, por Hamaguchi. El director de apenas 42 años ya fue revelado al público argentino en el BAFICI de 2018. Sólo falta que un distribuidor local decida adquirir Drive My Car, una obra mayor de la cinematografía nipona.
Voces doradas transcurre en 1990, año en que la inminente desaparición de la Unión Soviética permitió una importante “aliyah” (inmigración a la tierra de Israel) de ciudadanos rusos de origen judío. Raya (Mariya Belkina) y Víctor (Vladimir Friedman) Frenkel son un matrimonio ruso que arriba a Tel Aviv en septiembre de 1990 con la esperanza de un “nuevo comienzo”, empezando de cero una vida distinta y, por qué no, mejor. Se los ve al inicio aprendiendo a hablar hebreo, lengua que les resulta extraña, pero confiando en que su trabajo previo, doblando con sus voces (doradas) películas al ruso, les permitirá rápidamente progresar ante la masiva llegada de un millón de compatriotas a su nuevo destino. Un amigo pronto les explicará que la prioridad de los inmigrantes no pasa por consumir películas dobladas y los obligará a buscar otras fuentes de trabajo, menos creativas. Será Raya la primera en detectar un posible conchabo a través de un anuncio en un periódico en ruso buscando “mujeres con buena voz”. Pero su sorpresa será mayor cuando, al presentarse en la “empresa” reclutadora, compruebe que se trata de una especie de “call center”, en que las mujeres sostienen conversaciones eróticas en lengua rusa. La necesidad de trabajo para poder pagar el costoso alquiler en el modesto departamento donde viven la lleva a aceptar, mintiéndole a Víctor al decirle que su tarea consiste en el telemarketing para la venta de perfumes. Raya es ahora “Margarita” y su edad “telefónica” es 22 años, frente a los más de 60 reales. No le irá mucho mejor al marido, quien acepta trabajos mal remunerados como aquél en que lo obligan a largas caminatas transportando máscaras para prevenir un posible ataque con armas químicas por parte de Saddam Hussein. Peor aún le irá cuando trabaje para una empresa (de nombre “Sputnik”) que alquila DVD truchos, obtenidos filmando estrenos en un cine, con una cámara oculta, para luego doblarlos al ruso. Terminará en la cárcel pero lo salvará Shaul (el actor Uri Klauzner, de películas de Amos Gitai), quien organizará un cine con películas dobladas legalmente al ruso por el matrimonio Frenkel, aunque ella seguirá con su otro trabajo. Esta última decisión tendrá en algún momento graves consecuencias para el matrimonio, pero allí entrará en juego el nombre del gran director de Las noches de Cabiria. Habrá referencias a otros dos films y sobre todo a 8 1/2 y su accidentada participación en el Festival de Moscú de 1963. Y estando la película ambientada en 1990, no sorprenderá que el tercer film de Fellini, múltiplemente citado, sea Le voci della luna. Voces doradas destaca la sólida actuación de la pareja central, la buena recreación de un país como Israel que abrió sus fronteras a la masiva inmigración desde Rusia hace tres décadas y la banda sonora, en que sobresale la muy popular y bella canción “Un millón de rosas rojas”.
Un título tan contundente como “La verdad sobre la Dolce Vita”, debe necesariamente generar la curiosidad de más de un fanático de Federico Fellini y de una de sus obras mayores. El presente film es una de tantas manifestaciones cinematográficas, básicamente documentales, presentadas durante el año 2020, en que el director de La dolce vita hubiese cumplido cien años. A diferencia de Fellinopolis, también presentada en el 22° BAFICI y consagrada a tres películas: La ciudad de las mujeres, Y la nave va y Ginger y Fred, la que ahora nos ocupa, está centrada en la que da título al documental de Giuseppe Pedersoli. Y a diferencia de la antes nombradas no se ocupa de aspectos técnicos, ni de entrevistas a sus responsables. La “verità” se refiere a otro aspecto, tanto o más importante que la filmación en sí y que puede hacer fracasar más de un proyecto cinematográfico. Como afirma en un momento Giuseppe (Peppino) Amato (interpretado en la ficción por el actor Luigi Petrucci): “La dolce vita fue para mí un verdadero infierno”. Amato fue uno de los dos productores centrales, junto a Angelo Rizzoli, y las dificultades por las que pasó el proyecto justifican su afirmación. El presupuesto y la duración del film fueron factores irritantes, sobre todo para el editor Rizzoli. Para él, la duración original prevista de cuatro horas era insostenible y el máximo que “autorizó” fue de tres horas (la película finalmente duró seis minutos menos que dicho tope). Pero aún más crítica fue la cuestión económica ya que allí también estableció un techo de 500 millones de liras, que obviamente no se sostuvo, con lo que el “budget” final superó ampliamente dicha cifra. Son pocas las figuras entrevistadas, apenas tres actrices, de las cuales sólo una y la menos célebre actuó en La dolce vita. Se trata de Valeria Ciangottini, que aparece en una escena en la playa (muy jovencita) sirviendo a Marcello. La encantadora y otrora pulposa Sandra Milo, desborda simpatía en sus declaraciones. Y si bien no participó en La dolce vita, del cual afirma “que es un sentimiento”, ella es una actriz muy felliniana al haber actuado en 8 ½ y en Giulietta degli spiriti, en una de cuyas escenas se la ve. La restante, la aún bella Giovanna Ralli, estuvo al principio en un rol menor en el primer largometraje de Fellini (Luci del varieta), codirigida por Alberto Lattuada). Son en cambio más abundantes las entrevistas a figuras lamentablemente fallecidas, comenzando por Marcello Mastroianni quien comenta que en algún momento se imaginó que su personaje fuera interpretado por Paul Newman. Y agrega que cuando Fellini se le acercó para proponerle el rol central lo llamó Marcellino, seguramente afirma usando el diminutivo para negociar un menor cachet. También son varios los registros en que aparece Bernardo Bertolucci, indicando que “la visión de la película motivó mi deseo de pasar de la poesía a filmar únicamente películas”. Hay varios extractos de escenas de Marcello con Sylvia (Anita Ekberg), incluyendo la más célebre en la Fontana de Trevi, donde se la ve primero con un gatito, pidiéndole a Marcello que le consiga leche. Acto seguido aparece éste, caminando muy lentamente para no derramarla, para finalmente ingresar a la célebre “fontana”. La verità su La dolce vita es también un homenaje a Peppino Amato, que produjo entre otras Roma, ciudad abierta y Ladrón de bicicletas. Su hija María es entrevistada en varias oportunidades, con toda justicia reivindicando el rol central de su padre, como productor perseverante. Peppino sufrió un primer infarto a pocos días de su estreno y falleció de igual afección cuatro años después. Como afirma (el actor que lo interpreta) “no me equivoqué al creer en el film”. Las imágenes del público masivo, desde su premier en Roma en el cine Fiamma, hasta la Palma de Oro en Cannes, fueron un justo premio a su convicción. Y la perduración del film hasta el presente, incluso en salas locales, confirman a Fellini como uno de los mayores nombres de la cinematografía mundial.
El remake de un clásico como Amor sin barreras (West Side Story) era un desafío al que, a priori, pocos directores se atreverían a enfrentar. Lo más probable sería inclinarse por una nueva versión con cambios profundos (de época, personajes, etc.), como fue por ejemplo el caso de A Star is Born. Pero Steven Spielberg ha optado, por lo contrario, a reproducir casi totalmente el clásico de Robert Wise y Jerome Robbins sesenta años después. La trama es por demás conocida, con el enfrentamiento en Nueva York de dos grupos raciales muy diferenciados: los muy americanos Jets y los portorriqueños Sharks. Hasta se podría afirmar que el director intentó acrecentar el contraste entre ambas bandas, eligiendo para el personaje de María a la joven Rachel Zegler, quien heredó de su madre colombiana rasgos que encuadran bien en su personaje, quizás mejorando al de Natalie Wood en la primera versión. Resulta evidente el eficiente trabajo de casting, que involucró a unas treinta mil personas y que también acertó en la elección de Ansel Elgert (Baby Driver) en el rol de Tony, superando claramente a Richard Beymer, de la primera versión fílmica. Comparar a la Anita de Ariana DeBose con la original de 1961 (papel que le valió a Rita Moreno el Oscar como mejor actriz de reparto) resulta más difícil ya que ambas actrices deslumbran encarnando a un personaje importante en la trama, como lo es la hermana de Bernardo, líder de los Sharks. Que Spielberg haya decidido crear un personaje nuevo (Valentina) interpretado por la que cumplirá 90 años (obviamente Rita Moreno) justo el día en que el film se estrena en Argentina y un día antes en los Estados Unidos, es aun otro acierto de la producción. West Side Story fue primero una obra musical presentada en Broadway en 1957, con algunas escenas coloridas como la de un baile en un gran salón; particularmente en esta versión se realza el contraste en las tonalidades de la vestimenta de los Jets (verde predominante) con la de los Sharks (rojizo). Es allí donde María y Tony se cruzan por primera vez, con él recientemente liberado de la prisión al haber herido gravemente a un miembro de los integrantes de Puerto Rico y dispuesto a no reincidir en combates junto a los Jets. La banda sonora de Elmer Bernstein y la letra de las canciones del fallecido Stephen Sondheim no han cambiado, con puntos fuertes en “América”, “Tonight” y “I Feel Pretty”, entre otras. En esta versión se escuchan con mayor frecuencia parlamentos en castellano, obviamente en los diálogos de los Sharks, realzando aún más las diferencias étnicas que existen entre ambos grupos. El enfrentamiento final, con dolorosas consecuencias para ambas bandas, recuerda a los de Capuletos y Montescos, segura fuente de inspiración de Amor sin barreras. Ese final trágico es sin embargo esperanzador, aunque elevado en el costo de pérdidas afectivas y humanas.
El caso Collini transcurre en el año 2001 y está basado libremente en un caso judicial similar, aunque los personajes principales y sus nombres son otros. Apela frecuentemente a flashbacks de dos periodos anteriores, que van arrojando luz sobre el tema central de la trama: la búsqueda del motivo de un crimen. Es este el evento con que se inicia el film, cuando un hombre mayor consigue, fingiendo ser periodista, ingresar a la oficina de Hans Meyer (Manfred Zapatka), un rico propietario berlinés, dueño de la Meyer Machine Fabrik. El desconocido le descarga tres balazos y se ensaña aún más pisoteando la cabeza de la víctima fallecida. Es detenido y puesto al servicio de la justicia alemana, que designa de oficio a un defensor público. Este resulta ser un joven abogado turco recibido hace tres meses, Caspar Leinen (Elyas M’Barek), recomendado por su profesor de derecho penal, Dr. Richard Mattinger (Heiner Lauterbach). Pronto se verá que la elección no es casual, ya que además el joven letrado conocía a la víctima desde pequeño, al ser amigo de Philipp, nieto de Meyer, y su hermana Johanna (Alexandra Maria Lara, la secretaria de Hitler en La caída). Ocurre también que Mattinger resulta ser el abogado civil de la firma. En uno de tantos flashbacks se comprobará que tanto Philipp como sus padres fallecieron en un accidente de auto. Johanna intentara disuadir a Caspar, recordándole cómo su abuelo fue generoso con él al alentarlo y apoyarlo para que termine sus estudios. Pero el joven abogado se resiste, al haberse ya comprometido con la Justicia en el que será además su primer caso legal. La historia pega un giro crucial cuando Caspar conoce a su defendido Fabrizio Collini (una gran interpretación de Franco Nero), un italiano residente en Alemania desde hace más de treinta años que se niega a declarar. El abogado visita la morgue y por consulta con una experta en balística comprueba que el arma asesina es una rara pistola (Walter P38) que ya no se usa y que data de unas cuantas décadas atrás. Con el juicio ya iniciado, pide a la jueza una prórroga de una semana que, si bien rompe las reglas jurídicas, ella acepta, aunque reduciendo el plazo a cuatro días. Es allí cuando la película cambia de ritmo y se transforma en una carrera contra el reloj, llevándolo por un lado a Frankfurt, donde reside su padre librero. A este le pide que lo ayude consultando una extensa documentación legal que tiene que ver con una decisión de la República Federal de Alemania de 1968, sobre crímenes de guerra y prescripciones. Por el otro lado viaja a Toscana, más precisamente a Montecatini (cerca de Pisa), donde vivía Collini. Lo acompaña una bonita joven italiana que Caspar conoció en un delivery de pizzería, y que además de traductora se convierte en su ocasional compañera. El exitoso viaje le permitirá aportar un muy valioso testigo cuando se reanude el juicio en Berlín. El gran interés de El caso Collini radica en que alude al nazismo desde una óptica muy diversa de la más habitual, ligada al Holocausto. Recuerda un poco por su temática a Anthropoid, un film del inglés Sean Ellis (coproducción con la República Checa), que fue curiosamente presentado por una distribuidora major y que sólo vieron en Argentina unas seis mil personas. Pero a diferencia de la recién mencionada, la que ahora se estrena no se contenta con ser un film histórico ya que agrega una importante cuota de misterio, que se irá develando a lo largo de dos horas bien justificadas.
Es algo exótica la propuesta de Karakol, cuyo título poco indica a priori. El algo misterioso nombre de este film argentino puede inducir a sospechas con tantas “k”. Alguno puede imaginar que se refiere a un animal que se pronuncia idénticamente. Habrá otros que lo asocien por la peculiar escritura del título a nuestro país. Pero lo que pocos imaginarán es que más de la mitad de su metraje transcurre a más de diez mil kilómetros de distancia. El lago Karakul, tal su forma correcta de redactarlo pues normalmente se lo escribe así aunque en cirílico, se encuentra en la república de Tajikistán. Esta limita al sur con Afghanistan y al norte con otras ex repúblicas soviéticas (Uzbekistán y Kirguistán). El lago es veinte veces menor que el Titicaca, pero es el más profundo y alto del mundo (3.900 metros), superando al que separa a Bolivia de Perú en apenas cien metros. Alrededor de Clara (Agustina Muñoz) gira toda la historia, que más se parece a un par de mediometrajes, donde el primero transcurre en Buenos Aires y el restante casi totalmente en el lejano país asiático. La primera parte tiene como atractivo la presencia de dos actrices de muy diversa procedencia. Es un gusto volver a ver a Dominique Sanda, que hacía muchos años que no tenía un rol relevante en el cine. Ella es Mercedes, mujer cuyo marido acaba de morir, siendo el encuentro con sus tres hijos la trama “local”. Pero es su hija Clara la que domina la intriga ya que desde la escena inicial con su compañero nos genera cierta duda sobre la estabilidad de la pareja. Una vez en la casa de su madre, toma protagonismo la tía (Soledad Silveyra), quien debe escuchar los lamentos de Mercedes al afirmar que “me invaden constantemente”, en referencia a sus hijos. La locuacidad de la hermana de su marido fallecido contrasta con cierta parquedad de Mercedes, aunque entre ambos personajes se percibe una buena química personal. Conociéndola personalmente a Dominique, que hace muchos años vive alternativamente en Buenos Aires y José Ignacio, uno adivina que esa buena relación humana no solo se da en la ficción sino también probablemente en la vida real. La actriz de El jardín de los Finzini Contini se ha adaptado muy bien al Río de la Plata y es feliz con el cambio geográfico y de vida, incluso alimentario (vegetariana). El acento francés ha quedado, pero sin dudas sigue siendo una gran actriz, con un digno castellano. Con la excusa de un viaje a Estambul para asistir junto a algunas amigas al casamiento de otra de ellas, Clara emprende en verdad otra travesía. Y luego de un corto pasaje por Turquía (Mezquita azul incluida), la vemos llegar al aeropuerto de Bushanbe (capital de Tajikistán) y de allí al pueblo de Karakul. Vivirá en una casa privada y visitará el lago con la ayuda de un guía, quien le comentará sobre la cercanía de la frontera china y que existeuna zona “de nadie” (buffer) que separa a ambos países. Durante su residencia en un país cuyos habitantes prefieren hablar el ruso y no su propia lengua (algo similar a lo que este cronista comprobó en Odessa, la cuna del Potemkin), encontrará la respuesta a dudas que tenía de su familia y de su fallecido padre en particular. Y además tendrá un reencuentro con el “primo” Matías (no queda muy claro el parentesco), que viaja especialmente desde París para verla. Cierto convencionalismo en este segmento, cercano al final del film, y una especie de epílogo a su regreso a la Argentina no aportan mucho al conjunto. En el balance, se trata de un film ameno donde sobresalen algunas actuaciones como la de la protagonista central, no así el cameo de Luis Brandoni que en nada suma. Hasta podría calificarse de algo pretencioso al conjunto, que al pretender abarcar demasiadas temáticas, deja un sabor a poco. La realizadora debutante Saula Benavente tuvo sí el acierto de contar con la participación de Fernando Lockett, tanto en cámara como en fotografía.
La inspiración teatral basada en las vivencias de un autor a fines del siglo XIX Probablemente el título original francés no haya sido utilizado en casi todo el resto del mundo, incluido nuestro país, por su escaso “gancho comercial”. Pero es el que más se acerca al espíritu del film, ya que refiere a un breve periodo de la vida del escritor Edmond Rostand, autor de la obra teatral (en alejandrinos) “Cyrano de Bergerac”. Transcurre en el último quinquenio del siglo XIX, pocos años después de la inauguración de la Torre Eiffel (cuya silueta se muestra en un París sin edificios de gran altura). La acción se inicia a fines de 1895, con Edmond saliendo del teatro donde acaba de fracasar una de sus tempranas obras. En su apesadumbrada caminata, el escritor pasa delante e ingresa en un pequeño teatrito, a un franco la entrada, que lleva el nombre de Cinémathèque Lumière. Y lo que allí ve son las imágenes de films, como la célebre “Salida de los obreros de la de la fábrica Lumière”. Mencionando más tarde su primera experiencia cinematográfica, comenta que “en diez años no habrá más teatro”. Y se equivoca solo a medias ya que acierta en lo que al futuro del cine se refiere, pero no a la muerte de la representación en escena. La acción salta a tres años más tarde, estamos ahora en diciembre 1898, cuando hace su aparición otro personaje central del film: Constant Coquelin. Quien lo encarna con notable justeza es Olivier Gourmet, el actor fetiche de los hermanos Dardenne. Coquelin, personaje real, fue un gran actor francés que tras pelearse con la Comédie Française pasó a trabajar en el Théâtre de la Porte Saint Martin. Al cruzarse con Rostand le sugiere que escriba una obra de teatro para él, y es allí cuando la trama se encauza hacia lo que será el núcleo de Cyrano Mon Amour. Porque de allí en más, con un ritmo ininterrumpido y frenético, irán apareciendo diversos personajes que, muy a menudo sin saberlo a priori, alimentarán la inspiración del autor. Así su amigo Leo le pedirá lo ayude a conquistar a Jeanne, cuando debajo de un balcón (con Edmond oculto) le “sople” palabras conquistadoras. O también cuando escriba las cartas de amor, que supuestamente Leo redactó. Después de mucho pensar será nada menos que Honoré (bella composición del actor Jean-Michel Martial, lamentablemente fallecido poco después de la filmación), el dueño del café que lleva su nombre y contiguo al teatro, quien le preste las obras de un escritor del siglo XVII. Su nombre, Savinien de Cyrano, quien adoptó el nombre Bergerac (localidad en donde heredó bienes de su abuelo) y lo cambió al muy célebre Cyrano de Bergerac. El grueso de la historia tiene la gran riqueza de hacer desfilar a personajes tan célebres como la inigualable Sarah Bernhardt (gran composición de Clémentine Celarié), el también afamado autor teatral y rival de Rostand, Georges Feydeau (lo encarna el propio Michalik) y hasta un famoso ruso, Anton Chejov, de paso por París. La estética del film está muy lograda a través de una reconstrucción de época estupenda y un uso interesante de la música no diegética (por allí se escucha el Bolero de Ravel, compuesto en realidad treinta años más tarde), que contribuyen a realzar los efectos formales del film. Pero lo más divertido son las idas y vueltas de la escritura de “Cyrano de Bergerac”, donde Edmond va agregando actores y personajes para desconsuelo de los inversores que por suerte tienen un burdel, fuente segura de financiamiento. Es este sitio donde tienen lugar escenas muy graciosas, como la que protagoniza Jean, el hijo de Coquelin, a quien su padre impone como actor. El dueño del teatro (el actor Dominique Pinon, de Amélie y Alien: La resurrección) y los que ponen la plata se resignan a aceptar al obeso Jean para no perder al intérprete de Cyrano. Rostand es interpretado con gran convicción por el poco conocido Thomas Solivérès, mientras que la actriz que personifica a Roxane es la más renombrada Mathilde Sagnier. Su apellido además ha adquirido gran popularidad gracias a su hermana menor Emmanuelle, también actriz y esposa de Roman Polanski. La obra “Cyrano de Bergerac” fue llevada al cine varias veces y es probable que la más faosa sea la protagonizada por Gérard Dépardieu. Ganó efectivamente el premio a mejor actor en Cannes y fue nominado al Oscar, que no obtuvo a diferencia de la de 1950, cuando el director y actor José Ferrer ganó el premio de la Academia en esta última categoría. Otros recordarán Roxanne, con Steve Martin en el rol central, pero la que aquí se presenta es muy diferente. No esperen ver la representación completa de la obra de Rostand, sino más bien la probable historia de cómo se gestó su escritura ante la inspiración de su autor. Y tampoco es una biografía, ya que sólo cubre un corto periodo de su vida (el más fecundo), sin mencionar por ejemplo que murió a causa de la “gripe española” en 1918. Pero lo que resulta indudable es que Alexis Michalik logra interesar en el gran desafío de ser original. Más aún vale destacar que este es su debut como realizador, luego de una carrera importante como actor.
Como viene ocurriendo en sus últimas películas, Una vida oculta de Terrence Malick tiene una duración algo excesiva, de casi tres horas. Transcurre básicamente en Austria y Alemania y está inspirada en hechos y personajes reales. Las primeras imágenes ya permiten reconocer la época en que la trama transcurre, pues muestran a Hitler recorriendo Berlín y Nüremberg así como su casa en el conocido Berghof, en las cercanías del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Acto seguido, la cámara nos transporta a St. Ragebund, un paisaje bucólico y campesino en Austria, introduciendo a los personajes centrales de la historia. La familia de Franz Jaegerstatter (August Diehl) está integrada por su esposa Fani (Valerie Pachner) y sus tres hijas. Sorprende un poco que el director de El árbol de la vida haya optado por que los diálogos de la película sean predominantemente en inglés, ya que todo su reparto es de habla alemana, lengua que hubiese sido preferible utilizar. Incluso hacia el final se lo ve a Bruno Ganz (una de sus últimas actuaciones antes de fallecer) hablando en inglés, pese a ser originario de la Suiza de habla germánica. Franz no está dispuesto a ir a la guerra ya que no coincide con el nazismo, cree que es una guerra injusta y su posición es más próxima a la de un objetor de conciencia que a la de un resistente. En su propio pueblo lo consideran un traidor y lo desprecian al igual que a su familia. El cine ha llevado a la pantalla en varias oportunidades la vida de personas que se opusieron a un régimen autoritario, y en el caso del nazismo vale recordar la película sobre Sophie Scholl y su Rosa Blanca como uno de sus máximos exponentes. La acción del film transcurre en 1942, cuando Hitler parecía el triunfador de la Segunda Guerra Mundial, y en su parte final en 1943, cuando ya empezaba su retirada luego de su fallida invasión a Rusia y la derrota en Stalingrado. En ese momento reencontramos a Jaegerstatter trasladándose desde (posiblemente) Terezin a Berlín. Veremos los momentos más tensos cuando sea torturado y se le ofrezca la libertad a cambio de la firma de una declaración a favor del fascismo alemán. Nuevamente hay un fuerte contraste con el juicio a Sophie Scholl, ya que ella fue condenada a muerte por el temible juez Freisler. En Una vida oculta quien preside el jurado es más condescendiente, encarnado por el ya nombrado actor suizo. El film transmite una fuerte impronta religiosa y hasta parece algo excesiva la libertad con que se mueve la iglesia católica, por ejemplo manifestándose (procesión). Es sabido que el nazismo combatió a los creyentes cristianos, aunque obviamente sin la ferocidad con la que se ensañó con otras colectividades e ideologías como la judía, gitana y comunista. Llama la atención la ausencia de alusión alguna a éstas, cuando el espectador sabe que en 1943 los campos de exterminio ya eran bastante comentados a escondidas, incluso entre la propia población alemana. Sin alcanzar el nivel de obras tempranas como Días de gloria y La delgada línea roja, el noveno largometraje de Malick no defrauda, aunque no ha sido lo mejor de la Selección Oficial de Cannes, donde brillan Almodóvar y Tarantino.
En su primer largometraje de ficción, el hasta ahora documentalista Ladj Ly filma nuevamente en el barrio de Montfermeil, donde conviven diversas comunidades con cierto predominio árabe. Hasta allí llega un joven policía, interpretado por Damien Bonnard, para incorporarse a una dupla experimentada de la escuadra anti crimen. Les Misérables no es una nueva versión de la célebre obra de Victor Hugo, pero tiene en común el estar ambientada en el mismo suburbio donde transcurría la historia de Jean Valjean. De hecho el film se inicia con la siguiente cita del célebre libro: “Pacifico y agradable lugar, que no estaba en la ruta de nadie”, obviamente una irónica descripción aplicable también a lo que la película ilustra. La primera escena mostrando la alegría de los franceses en ocasión de la conquista de la última Copa del Mundo puede llevar a confusión, pero en verdad es una simple excusa para ir introduciendo a algunos de los jóvenes protagonistas, residentes en los alrededores de Paris. Uno en particular, un adolescente que roba un cachorro de león de un circo, será protagonista central de la historia al ser herido gravemente durante los encuentros con el trío policial. La violencia, sobre todo durante los enfrentamientos finales, está brillantemente filmada en un dramático crescendo. Papel no menor tendrá un chico que graba con un dron la agresión al joven ladrón y la búsqueda desesperada del trío policial de dicha filmación. Un gran mérito de Les Misérables es que se sitúa en una posición algo equidistante entre policías y “ladrones”, como lo atestigua claramente la última escena de la película. Seguramente será superada a la hora de los galardones de la Selección Oficial por otras obras de talentosos realizadores como Tarantino, Almodovar, Malick, Bellocchio, Loach e incluso francófonos (Dardennes, Desplechin, Kechiche). Pero al menos, en opinión de este cronista, es una obra rescatable, sobre todo si se la compara con la de Jarmusch o la canadiense (La femme de mon frere), deplorable inauguración de Un certain regard, segunda selección detrás de la Oficial.