Lugares comunes, contados a los tropezones En La sublevación pasan cosas raras. En principio, la tele no para de bombardear la noticia de que Cristo ha sido clonado por el Vaticano y anda suelto por el mundo. Pero eso es lo de menos. El asilo para ancianos donde transcurre por completo la acción del film (con la excepción del final “liberador”) es manejado por una sola persona –enfermera, portera, administradora y todos los etcéteras posibles– y los asilados parecen vivir en un mundo paralelo en el cual nunca se almuerza o cena, en el cual conviven Internet y los teléfonos a disco y donde los receptores de radio “pierden señal” por tener las pilas gastadas. Con la excepción de un par de viejitos con problemas de movilidad, el resto está en perfectísimo estado físico y mental, pero todos parecen atados al espacio reducido del geriátrico por una fuerza más poderosa que la de El ángel exterminador. Cuando la responsable del lugar se va de vacaciones por un tiempo, el reemplazante es su propio hijo, un joven dictatorial y sádico apodado por los ancianos “La bruja”, una suerte de súper villano de film infantil, más malo que mil pestes, capaz de tomarse cuatro o cinco pastillas de éxtasis juntas. La ópera prima del brasileño Raphael Aguinaga –filmada en la Argentina con reparto local y en idioma español y estrenada en Brasil con el título Juan e a Bailarina– parte de una premisa, una idea motora, y desarrolla el relato llevándose todo por delante. Lo que importa es el mensaje, el medio es lo de menos, podría ser su lema. Pero hasta las fábulas (sobre todo las fábulas) tienen su lógica interna, su ética, su estética. Con un acentuado estilo de tira televisiva coral, una marcación actoral estridente y sus lugares comunes elevados, por momentos, a la enésima potencia –pero sin subirse nunca al grotesco, lo cual podría haber disparado resultados más interesantes y atrevidos–, La sublevación avanza a los tropezones y va desarrollando las historias particulares de cada personaje, todos y cada uno de ellos una tipología, un “caso” que intenta iluminar algunos de los males relacionados con la tercera edad: la soledad, el abandono, la enfermedad. En ese sentido, el film desaprovecha un reparto que incluye a Arturo Goetz, Marilú Marini y Luis Margani en roles que exceden el estereotipo y, en ciertas escenas, parecen haber escapado del ecosistema publicitario. Cerca del final, cuando la sublevación del título comienza a encaminarse y los protagonistas toman el poder del lugar, sólo resta atar el moño del paquete con un final feliz que incluye conversiones religiosas exprés, reencuentros inesperados (falta de respeto al espectador: ¿cómo conoce ese personaje la ubicación del cuarto de la abuela si nunca estuvo en el lugar?) y... sí, el probado golpe humorístico de poner a un grupo de ancianos haciendo cosas de pebetes.
Un experimento del mejor Raúl Perrone Puede ser visto como un film mudo musicalizado, un largo videoclip narrativo o un experimento multisensorial. Como sea, la película presenta varios componentes conocidos de la obra de Perrone pero a la vez la actualiza como mirando hacia el futuro. Raúl Perrone se tiró a la pileta de cabeza. Y estaba llena. P3ND3JO5 es un Perrone en estado puro y, al mismo tiempo, da toda la impresión de ser un nuevo punto de partida dentro de su extensa filmografía. Ahí están todos y cada uno de los componentes de muchas de sus películas, reciclados y reubicados: Ituzaingó, los pibes y pibas de barrio, el vagabundeo, los amores y desamores, la presencia del Mal encarnado en la maldita policía, la poesía de arrabal, las influencias de todo el cine devorado y tamizado por el realizador. Pero lo novedoso es el formato, que entre otras cosas abandona el registro del sonido ambiente, particularmente los diálogos, para abandonarse a un ejercicio formal extremo y extenso, creando un universo que bombea el naturalismo de su obra anterior y lo salpica en dosis apenas necesarias, haciendo a un lado cualquier intencionalidad estrictamente narrativa para concentrarse en tonos, climas, texturas y sensaciones. ¿P3ND3JO5 es cine experimental? Lo es en la medida en que la historia (las historias) queda reducida a su mínima expresión, transformada en simple excusa. Si el derrotero del cine –y el del arte en general– es una sucesión de imitaciones, homenajes y préstamos estéticos, Perrone ha sabido reconvertir, a lo largo de su extensa carrera, el cine de Jarmusch, Van Sant, Kiarostami y Costa (por nombrar algunos de los referentes más evidentes) a sus propios intereses formales y temáticos. En P3NDEJO5, la reciente moda de la vuelta a algunos de los topos del cine silente le sirve de trampolín para pensar el presente y tal vez el futuro de su cine, como una vuelta a fojas cero. P3ND3JO5 no es una película muda como las de antaño, a pesar del blanco y negro, el formato 4:3, la intervención de los intertítulos para transmitir los diálogos o el uso de diversos iris y máscaras para reencuadrar la imagen, sino un film que utiliza algunas de esas técnicas en su provecho. En otras palabras, todo lo contrario a un homenaje o una imitación superficial a El artista. No es poca cosa, particularmente si se tiene en cuenta el efecto final acumulativo de esta película definida por su autor como una “cumbiópera”. Desde un primer momento sabemos que P3ND3JOS estará frecuentada por chicos skaters y padres en gran medida ausentes, por “conversaciones” en la vereda o en el banco de la plaza, por esperas y tiempos muertos. Pero a poco de comenzado el viaje, el hábitat comienza a poblarse además por presencias fantasmales, más simbólicas que literales, por presunciones y sobreentendidos. Las miradas son, a partir de ese momento, el leitmotiv de la película; el deseo, el miedo, la duda surgen de los ojos de los protagonistas y Perrone utiliza los primeros planos y la cámara lenta como superficies por las cuales el espectador debe desplazarse para penetrar en los misterios de su última creación. La música, compuesta por una sucesión de temas ambient y dub de raigambre cumbiera, pero que también incluye algún fragmento sampleado de la ópera Tosca, de Puccini, es inseparable de las imágenes. A tal punto que P3ND3JO5 puede ser visto como un film mudo musicalizado, un largo videoclip narrativo o un experimento multisensorial. En cualquiera de los casos, las emociones primarias que terminan imponiéndose al final del recorrido son la tristeza y la melancolía. Y en un film atravesado por las referencias al cine –de la Juana de Arco de Dreyer vía Vivir su vida (o viceversa) al Antonioni de Blow Up–, el espíritu que empapa el metraje es el de Pier Paolo Pasolini. A fin de cuentas, P3NDEJO5 es un film sobre la carne y el espíritu: cuerpos dolientes, golpeados, mancillados, martirizados; espíritus paganos, anónimos y por siempre vagabundos. Los pendejos de Perrone son santos en miniatura y la religión que practica su creador no es otra que la del cine.
Deseo, obsesión y locura Rodada con unos colores chillones que enfatizan el costado más kitsch de sus personajes, Garrone alterna dos miradas, una compasiva, la otra burlona, relación de amor-odio que se acentúa a medida que el protagonista pierde noción de la realidad. Reality, o donde Bellissima se encuentra con El rey de la comedia. No es que Matteo Garrone haya hibridado, cual genetista fuera de control, el clásico de Luchino Visconti con el film de Scorsese, pero en su último largometraje pueden apreciarse trazos y trazas de uno y de otro. En el fondo, la historia del pescadero con ínfulas de estrella es universal y, en ese sentido, es heredera indirecta de aquella madre tana obsesionada con el triunfo de su torpe hija y del comediante amateur que sólo quiere una oportunidad –cueste lo que cueste– para demostrar su discutible talento. Y siempre la televisión, en el centro de la vida y de los deseos, toque de Midas moderno para excéntricos, diletantes y audaces de diversa calaña. Así es Luciano, padre de familia, dueño de una pescadería en su Nápoles natal, miembro altivo del más bajo sustrato del showbiz, especializado en la animación de fiestas y casamientos. Así lo presenta el film, junto a otros integrantes de su clan, topándose (más bien, haciéndose topar) con el último ganador de Grande fratello, la versión italiana del ubicuo Big Brother. Y de allí en más, la obcecación devenida manía por ingresar a la “casa”, esa simulación de cotidianidad pergeñada y programada para la mirada voyeurista de millones. Luciano perderá la cabeza y tal vez a su familia en un descenso a su propio infierno personal, camino barranca abajo que Reality organiza en varias etapas: semiindiferencia, posibilidad, deseo, obsesión, locura. El modelo que Garrone toma como centro gravitatorio es el de la commedia all’italiana, particularmente el de Pietro Germi o el del Monicelli más grotesco, pero con un pie en cierto ideal de “realismo”, que hiciera de su anterior Gomorra uno de los últimos éxitos internacionales del cine italiano reciente. (De todas maneras, es bueno recordar que ya en El embalsamador, una de sus mejores películas, lo grotesco ya estaba presente, aunque por vía de un naturalismo extrañado.) Reality puede verse como una jugada audaz, diferente al resto de su filmografía, o como un vuelco a un cine más convencional. Rodada con una paleta de colores chillones que, por momentos, enfatiza el costado más kitsch de algunos de sus personajes, Garrone alterna dos miradas, una compasiva, la otra burlona, relación de amor-odio que va acentuándose a medida que Luciano comienza a perder noción de la realidad, viviendo entre la paranoia y el misticismo. El humor no está presente en forma de gags –no es ésta, al fin y al cabo, una comedia de situaciones–, sino destilada en el patetismo casi trágico del tipo que abandona sin dudarlo su propia vida en pos de una existencia inalcanzable. A fin de cuentas, hay una falta de ferocidad en Reality –sin lugar a dudas buscada por el realizador–, reemplazada por un humanismo de manual que hace finalmente de los buscadores de fama como Luciano meros mártires de una máquina picadora de carne humana, víctimas de una psiquis debilitada o deformada por esa otra “realidad”. Allí es donde el film pierde ante los mejores exponentes de la tradición de la commedia, donde prácticamente ningún títere quedaba con la cabeza en su lugar. Difícil imaginar qué sería del film sin la presencia de Aniello Arena, encargado de interpretar a Luciano: el actor debutante devora cada una de las escenas en las que aparece en pantalla (prácticamente todas). Carismático, canchero y entrador, Arena es un ex miembro de la Camorra, preso desde hace veinte años por una condena a cadena perpetua. Garrone logró un permiso especial para que pudiera salir de la cárcel durante las jornadas de rodaje y, se dice, un grupo de carabineros vigilaba continuamente al protagonista para que no escapara. A tal punto la realidad imita y se entrelaza con la ficción, que Arena puede verse como una imagen especular de Luciano, aunque, a diferencia del personaje, el encargado de darle vida triunfa y logra al final del camino esa elusiva fama. Menos destacado es lo que Garrone tiene para decir acerca de la televisión, las famas efímeras y la cultura del espectáculo.
Anémico regreso del maestro italiano ¿Cuánto de seriedad y cuánto de parodia hay en Drácula 3D? Difícil saberlo. Primer estreno local de un largometraje de Dario Argento en más de dos décadas, su última película encuentra al “maestro del terror italiano” algo cansado, refugiándose en un personaje clásico no tanto para reinventarlo como para homenajearlo a partir de otras referencias cinematográficas. En la entrevista publicada en Página/12 como adelanto del estreno, Argento afirmaba: “Mi Drácula favorito es, sin dudas, el de la (productora inglesa) Hammer”. Es evidente que su versión de la novela de Bram Stoker bebe de esas aguas británicas; ya desde el diseño de producción se evidencia una cierta predilección por los ambientes góticos, apoyado en el rodaje en locaciones en algunos pueblos del norte de Italia que han permanecido inmutables al paso del tiempo. Pero si el Drácula original de la Hammer buscaba cierto ideal de verismo dentro del tono fantástico general, estos nuevos-viejos colmillos parecen por momentos jugarse por completo a las texturas de fantasía, casi como un cuento de hadas per gli adulti. Pero lo que en papel suena interesante, en la práctica deja un regusto amargo. Argento nunca fue un maestro del desarrollo dramático o el director de actores ideal, pero en sus mejores films el estilo barroco y por momentos operístico –siempre jugado al exceso– de su puesta en escena era capaz de barrer con cualquier prejuicio de corrección cinematográfica. Luego de la seminal “trilogía de los animales”, enorme éxito internacional que lanzó su carrera a comienzos de los años ’70, el realizador se dedicaría a experimentar con el cine de terror y el giallo, ese universo típicamente italiano, con títulos como Rojo profundo, Tenebre y la que probablemente sea su obra maestra, Suspiria (de la cual, dicho sea de paso, está en negociaciones una posible remake americana). Los últimos años no han sido los mejores para Argento –con la excepción de esa joyita del terror perverso, Jenifer, realizada para la serie de televisión Masters of Horror–, y Drácula 3D viene a confirmarlo. El de Argento es un Drácula (¿conscientemente?) berreta, donde los efectos especiales digitales, primitivos, caminan de la mano de actuaciones un tanto estatuarias. Ciertamente no ayudadas por el doblaje, verdadero e incomprensible anacronismo en esta era donde el sonido directo reina y gobierna. El reparto incluye al alemán Thomas Kretschmann, un vampiro romántico y trágico, en el molde del Drácula de Co-ppola; al holandés Rutger Hauer, quien en la piel de Van Helsing les pone algo de nervio y presencia a los últimos tramos, y a Asia Argento, la hija dilecta que hace de Lucy una criatura –como corresponde– sensual y abierta a la experimentación con el famoso conde. Un par de desnudos gratuitos y cinco o seis momentos de enchastre gore poco ingeniosos completan un acercamiento al rey de los vampiros que se parece demasiado a una lista de elementos a los que les falta elaboración (o que han sido demasiado cocinados). ¿Es en serio o es en joda? Muy crasa para lo primero, demasiado boba para lo segundo.
Un enigma que nunca termina de revelarse Hay tres películas conviviendo en A La Cantábrica, primer largometraje de Ezequiel Erriquez que viene de recorrer festivales como el de Roterdam y el de Mar del Plata. La primera de ellas describe la relación de cuatro púberes (tres varones y una chica), su convivencia en la escuela, sus vagabundeos por un ambiente definidamente suburbano. La segunda acompaña a cada uno de los integrantes del cuarteto en solitario, concentrada en la vida familiar o en sus conflictos personales: la chica sufre cada uno de los minutos de sus clases de ballet, uno de los muchachos se enfrenta a la enfermedad de su abuela, otro parece obsesionado con su incipiente sexualidad. La tercera intenta relacionar las dos anteriores con un contexto histórico determinado, los últimos años del menemismo, y con las consecuencias sociales de sus políticas. La Cantábrica del título es, precisamente, el nombre de una fábrica en la cual trabaja el padre de uno de los protagonistas, a punto de bajar sus persianas para siempre. Las tres películas cohabitan y se relacionan de manera algo espasmódica, como si el enlace entre ellas estuviera determinado por un delgado hilo siempre a punto de cortarse. Existe asimismo una lucha entre las escenas de observación, donde la cámara sigue a los protagonistas en sus ratos de ocio, momentos de escasas o nulas palabras donde el film logra generar climas interesantes, y aquellas en las cuales A La Cantábrica adopta un tono enfático, con diálogos que muchas veces se sienten falsos, inexactos. La obsesión de Erriquez por el trasfondo social (el realizador nació en 1985, por lo que no resulta ilógico imaginar un componente personal en esa descripción) lo lleva a incluir regularmente, casi de forma cronometrada, alguna referencia a hechos puntuales ocurridos durante aquellos tiempos, de la Carpa Blanca de los docentes al asesinato de Cabezas –entre otros menos recordados–, casi siempre bajo la forma de un televisor prendido en el fondo del cuadro. Esa recurrencia, lejos de sumar relevancia o profundidad, termina empapando el relato de un tono alegórico no siempre pertinente. El film gana en precisión narrativa durante su segunda mitad, se hace más interesante, pero al mismo tiempo comienza a sumar elementos simbólicos que anuncian la inminencia de un grave hecho. A La Cantábrica termina con un regreso a su primera escena, con el grupo de chicos ingresando a la fábrica del título, transformada ahora en terreno abandonado, y un enigma que Erriquez no desea resolver. ¿Es esa incógnita un simple misterio o una metáfora de algo mucho más importante y aterrador? Todo parece señalar lo segundo, pero la película llega a su fin y deja al espectador con la sensación de que lo más interesante son algunos destellos de verdad que se cuelan entre los resquicios de un guión tenso y tal vez demasiado programático.
La dificultad de filmar como un lienzo La película sobre el artista del Impresionismo no intenta ser una biopic, sino que pone el foco sobre sus últimos tiempos, en una casa donde vive rodeado de mujeres y donde la llegada de su hijo y la aparición de una nueva musa producirá algunos movimientos. Pocas cosas más amaneradas que la vida y obra de grandes artistas plásticos transformadas en material cinematográfico de ficción (con las excepciones del caso, que usualmente confirman la regla). Como si el cine, arte centenario escrito en letras minúsculas, se rindiera ante la grandeza de la pintura, raspando la superficie del genio creativo, recreando momentos significativos (la génesis de tal o cual obra, los momentos de dolor e indecisión), imitando en ocasiones las tonalidades y texturas del lienzo a partir del trabajo selectivo de la fotografía. Algo de ello hay en Renoir, cuarto largometraje del francés Gilles Bourdos, presentado en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes hace un par de ediciones. La cámara del taiwanés Ping Bin Lee –director de fotografía en varios films de Hou Hsiaohsien y en el que tal vez sea su opus magnum, Con ánimo de amar, de Wong Kar-wai– registra los ambientes y paisajes que rodean a los personajes con una paleta, previsiblemente, impresionista, donde los colores puros y fuertes y los contrastes de luz y sombra intentan imitar el estilo pictórico tardío de Renoir padre. Pero Renoir no es una biopic de Pierre-Auguste Renoir, el famoso artista ligado por siempre al Impresionismo, sino la descripción (basada en el libro Le tableaux amoureux, de Jacques Renoir, su bisnieto) de un triángulo amoroso y creativo. El film encuentra al anciano y enfermo pintor –interpretado por un casi irreconocible Michel Bouquet, el veterano actor francés– en su estancia de la Riviera francesa, en Côte d’Azur. Corre el año 1915 y la Gran Guerra cumple su primer y sangriento aniversario. A esa casa dominada por la presencia del amo –pero administrada puntillosamente por un ejército de mujeres, jóvenes y viejas, sirvientas, modelos y amantes– llega una joven y curvilínea pelirroja que se transformará en la última musa para los desnudos del “patrón”, como todos parecen llamarlo. Pero Andrée Heuschling, quien primero con reticencia pero luego con entrega admirada se presta a la mirada inquisidora del artista, volverá a su vez sus propios ojos a uno de los hijos del patriarca, Jean, recién llegado del frente de batalla con licencia médica. Jean es, por supuesto, Jean Renoir, futuro cineasta, y Andrée será no sólo su pareja en la vida real sino, bajo el nombre artístico de Catherine Hessling, la actriz protagónica de varios de sus primeros films, entre ellos Nana (1926), primer éxito de su carrera. Que el padre le diga a su hijo, en un breve diálogo íntimo, que “el cine no es para los franceses” parece no tanto la recreación de un hecho real como un guiño al espectador cinéfilo, sabedor del glorioso futuro que le espera al autor de La gran ilusión y Las reglas del juego. Pero el mayor escollo que Bourdos encuentra en el camino es la indecisión entre un retrato de situaciones, relaciones interpersonales y pequeños detalles de la vida cotidiana y una narración más tradicional, donde los conflictos estallan con cierta intensidad y regularidad. De esa forma, y más allá del placer visual de las imágenes, el efecto mimético de la dirección de fotografía con las pinturas de Renoir no deja de ser un mero placebo óptico y las escenas que funcionan como pivote o bisagra dramáticas, simples trucos de guión para mantener la atención del espectador. Hay una superficialidad (que nunca llega a ser liviandad) en Renoir que ni la belleza de sus planos ni la autoimposición de ciertos elementos dramáticos logran ocultar, al tiempo que otras líneas atractivas, como la siempre tirante relación entre patrones y empleados –que formaría parte del núcleo duro de las obsesiones del cine de Renoir hijo–, se desdibujan por aparente falta de interés. Renoir es cine amable, prolijo, nostálgico, de buen acabado pero invariablemente inerte. A fin de cuentas, el mejor homenaje al arte de Auguste Renoir, indirecto pero certero, sigue siendo el concebido por su propio hijo en French Cancan, hace casi sesenta años.
Todo lo que usted quería saber sobre el mito Reverenciado, amado, vapuleado, odiado incluso, Woody Allen ha dejado de ser (desde hace ya varias décadas) un simple comediante, actor y cineasta neoyorquino para erigirse en una suerte de icono cultural internacional. Sus fobias, pasiones, gustos y neurosis son caprichos para algunos y referencias intelectuales para otros. Su insistencia a la hora de dirigir, al menos, una película por año y el placer con el cual ciertas estrellas de Hollywood reducen su cachet al mínimo indispensable para ponerse a sus órdenes, son clichés del periodismo especializado. Si Woody Allen es Dios, o al menos un santo, el documental de Robert B. Weide se acerca al ensayo hagiográfico. En la entrevista publicada en Página/12 hace un par de días, el documentalista y productor de la famosa sitcom Curb your Enthusiasm lo confirma con creces, afirmando asimismo que “sus películas maduraron al mismo tiempo que yo”. Esa relación personal con el artista y su obra es compartida por muchos cinéfilos, una congregación de amantes incondicionales de su cine que agrupa a tres o cuatro generaciones de espectadores. Indudablemente a ellos está destinada la película. La buena noticia respecto de Woody Allen, el documental es que Weide logró, luego de años de paciente espera, un acceso casi total a la intimidad de Allen. A lo largo de dos horas (poco más de tres en la versión extendida editada para la televisión, que seguramente será lanzada en la Argentina en DVD), el documental sigue un estricto orden cronológico y comienza a disponer las fichas del rompecabezas alleniano desde su más tierna infancia. Precoz como pocos, Allen ya escribía chistes y líneas de diálogo para comediantes radiales a la edad de 17 años; su ininterrumpida carrera se inicia entonces muy temprano, así comotambién su vida sentimental (el primero de sus tres casamientos tuvo lugar a poco de cumplir los 18). No es éste un dato anecdótico, ya que la relación con sus esposas, amantes y compañeras son descriptas por el film –y el propio Allen– como parte importante de su obra. De hecho, Weide describe ciertos detalles de su vida privada, pero siempre a partir de su relación con la obra. El escándalo con Mia Farrow y su hija adoptiva Soon-Yi Previn ocupa una pequeña porción del metraje y es inmediatamente entrelazado con el proceso creativo de Allen, que no fue interrumpido siquiera en medio del mediatizado juicio. Con su tradicional formato expositivo, característico de las producciones televisivas (al fin y al cabo, ése era su nicho de exhibición original), el film no ofrece demasiadas sorpresas ni profundiza en pormenores o aspectos ocultos del homenajeado, pero a cambio permite escuchar a Allen en la intimidad de su departamento o caminando por las calles de Brooklyn mientras visita el barrio de su infancia. No está solo, ya que personalidades del mundo del cine y la comedia, de Martin Scorsese a la encargada de los castings de sus films, algún legendario productor de teatro y actores y actrices como Naomi Watts, Sean Penn o John Cusack aportan su grano de arena y describen el método de trabajo o el carácter del director en rodaje, inevitablemente bajo una luz positiva. Las entrevistas a cámara son ilustradas con material de archivo muy poco visto que registra su paso por la comedia stand up (período recordado con poca indulgencia por Allen) y una gran cantidad de escenas de varias de sus películas, de ¡Robó, huyó... y lo pescaron! a Medianoche en París. Una apología de Woody Allen, en definitiva.
Una película no apta para paladares cinéfilos Metáfora obvia, pero inevitable: el tercer largometraje del actor y realizador francés Daniel Cohen es un plato poco original preparado de manera insípida, gran ironía si se tiene en cuenta el cuidado de los protagonistas a la hora de poner en práctica sus saberes culinarios. Fiel exponente de lo más mediocre de la comedia popular francesa, El chef (simplificación del original Comme un chef) es una humorada tibia y amabilísima centrada en un famoso cocinero, últimamente algo preocupado por la posible pérdida de una de sus “estrellas” en el riguroso mundo de la alta cocina, y también en un atrevido joven que, a punto de ser padre, no puede evitar perder cada uno de sus puestos de trabajo, merced a una obsesión principista con las reglas de la gastronomía. El primero de ellos está interpretado por Jean Reno, en plan “soy duro pero tengo corazón de oro” y con el botón de vuelo automático en on; el segundo, por el comediante Michaël Youn, toda una celebridad en el cine y la televisión galos. La idea del guión, por supuesto, es cruzarlos –el veterano que ve peligrar su posición y el talentoso desconocido, opuestos en más de un sentido– y hacer circular las escenas hasta su previsible desenlace, concepto que se aleja de cualquier posible definición de realización cinematográfica para acercarse a la del rol de un policía de tránsito. Hay apenas dos o tres chistes que funcionan y muchas referencias al costado más snob de la cuisine (tanto la nouvelle como la classique), pero nada es demasiado afilado o pertinente. Incluso una escena que presenta a Youn y Reno travestidos de visitantes japoneses –el viejo truco de la guardarropía grotesca– es arruinada por falta de timing y miedo al exceso. El punto más bajo, de todas formas, es la aparición de un chef español especializado en cocina molecular, un Santiago Segura que llega, hace su numerito y se va, seguramente para justificar los euros aportados por la coproducción hispánica. El resto se desprende de lo antedicho: suave aterrizaje en el múltiple final feliz, reconocimiento del talento de los buenos, castigo y moraleja para los malos (representados aquí por un empresario que sólo parece fijarse en modas y algoritmos de costo-beneficio), triunfo por goleada del amor y la bondad. En otras palabras, la película proclama una cosa y termina siendo otra muy distinta: detrás de la defensa de la cocina artesanal, basada en buenos ingredientes y la pasión por gustos y aromas, asoma el feo rostro de la peor comida chatarra. Anodina y por momentos penosa, El chef ni siquiera logra un cometido bastante sencillo: abrir el apetito del espectador a partir de la exhibición de diversos platos. Será que la falta de entusiasmo cierra el estómago. Un Ratatouille a la derecha, por favor (la rata o el plato, qué más da).
Un retrato de su mundo, su obra, su don Hubo un tiempo lejano en el que le ganaba el partido, por goleada, a la prosa. Pero de un tiempo a esta parte la poesía debe de ser la actividad artística más devaluada, menos evidente, más oculta. Y los poetas, más allá de la imagen romántica que el oficio convoca irremediablemente en la mente y el espíritu –o tal vez precisamente por ello–, parecen venidos del pasado remoto, al menos en el hemisferio occidental. Pero que los hay, los hay. Y bien lejos del anacronismo (bien lejos también de las listas de los libros más vendidos) continúan esforzándose por ofrecer una mirada distinta, alejada de pragmatismos y utilitarismos, sobre el universo y todo lo que éste incluye. Diana Bellessi es, como la mayoría de los poetas contemporáneos, un ser anónimo para la gran mayoría de los lectores no especializados. También es, como lo saben aquellos otros leedores amantes de los versos, una de las escritoras de poesía más importantes de la Argentina de los últimos cuarenta años. El documental El jardín secreto, estrenado en el Festival de Mar del Plata en su edición 2012, intenta acercarle al espectador su mundo, su vida, su obra, su don. El film de Cristián Costantini, Diego Panich y Claudia Prado acompaña a la protagonista, nacida en la provincia de Santa Fe en 1946, a lo largo de lo que parece ser un par de meses estivales. Como punto de partida de un viaje por las vecindades geográficas y humanas –tal vez un reflejo a menor escala de las expansivas travesías de su juventud–, El jardín secreto encuentra a la poetisa en su casa de Palermo, según sus propias palabras, un lugar donde le cuesta mucho escribir poemas en los últimos tiempos. La centralidad de Buenos Aires le permite, sin embargo, acompañar las celebraciones por la sanción de la ley de matrimonio igualitario. Desde allí, la película la acompaña en una visita a su hermana menor, quien todavía vive en su pueblo natal de Zavalla. En ese segundo tramo, el documental abandona lo meramente descriptivo y se acerca, a partir de la selección del material en el montaje, a lo íntimo: la pequeña Diana quería ser distinta, viajar a los lugares más recónditos del mundo, luchar por un mundo menos salvaje y más justo. Más tarde, en su casa isleña, declarará que “fue la escritura lo que me centró y salvó la vida; evitó que me perdiera en la guerrilla, en las drogas, en los viajes, siempre estuvo ahí para que yo me agarrara”. Es en esa última sección de El jardín secreto, marcada por los encuentros con amigos, las discusiones sobre política y la búsqueda de ese germen inasible, que da origen a los versos, donde el espectador logra finalmente acercarse a esa otra vida que habita la pantalla, recortada y expuesta por los tres documentalistas. Hay en el film una suerte de mímesis con el sujeto, una réplica con herramientas eminentemente visuales del estilo poético de la figura retratada. Si los versos de la poeta son directos y transparentes, pero no por ello menos evocativos, cargados de emotividad y simbolismo, los realizadores intentan –y logran, en gran medida– presentar a Bellessi a partir de una serie de esbozos, donde el audio no necesariamente se corresponde con las imágenes y lo insondable se entremezcla con lo aparentemente banal. “Lo único que me importa en la vida es lo lírico, el gesto lírico”, dice Bellessi en su casa del delta del Tigre, acompañada de su perro, de las plantas y del agua omnipresente.
Es hora de dejar descansar a esa motosierra Treinta y nueve años han pasado desde la aparición de El loco de la motosierra (sensacionalista título local de The Texas Chainsaw Massacre), uno de los films de terror ineludibles de los años ’70. La creación de Tobe Hooper es, a esta altura, una institución de la era pre-slasher (Michael Myers estaba en pañales y los Freddies y Jasons de este mundo aún no habían afilado sus cuchillas), una de esas películas a las que habría que volver cada tanto como una suerte de baño en las fuentes originales. La historia de Leatherface y la familia más loca de Texas supo tener sus dos secuelas oficiales, y en 2003 le llegó el turno a la ligeramente interesante remake dirigida por Marcus Nispel, con la actuación de una por entonces (casi) desconocida Jessica Biel. Masacre en Texas 3D olvida por completo esa reversión y su posterior “precuela” para ofrecerse como continuación directa del film seminal, del cual pueden verse varios planos en la secuencia de títulos. Poco importa que la protagonista debiera tener entonces unos 39 años y no los 20 del personaje central interpretado por la morocha de ojos gigantes Alexandra Daddario. Poco importa. Nada importa, en realidad. Esta algo enrevesada introducción genealógica viene a cuento: la primera entrega 3D de la franquicia probablemente marque su piso creativo histórico. Típico producto seriado, del tipo chorizo embutido con las sobras del matadero, el film de John Luessenhop parte de un guión escrito a seis manos que ubica en los tiempos de la masacre original a una beba de meses, ¿única? sobreviviente de la sangrienta familia Sawyer y heredera de una mansión con un secreto bien guardado. Por supuesto, ese misterio no es otro que el mismísimo Leatherface, oculto por una tía lejana en el sótano del lugar, dispuesto, fiel a su costumbre, a hacer cachitos de carne de los jóvenes y esbeltos cuerpos de los amigos de la heredera. Palo y a la bolsa, apenas llega la muchachada al lugar el loquito sale con su instrumento y empieza a despanzurrarlos uno por uno, con una total falta de imaginación en la puesta en escena y el uso de los efectos especiales. Si las vueltas de tuerca de la trama apenas si merecen ese nombre, resulta particularmente risible el empeño de los realizadores por intentar algo parecido a la crítica social (corrupción policial, justicia por mano propia), creando asimismo al sheriff más ingenuo y manipulable de la historia del cine. Por cierto, no hay en Masacre en Texas 3D elementos paródicos ni espíritu camp ni nervio gore. Todo es cansino, elemental y predigerido. La carrera de Leatherface está encerrada en un callejón sin salida, pero a pesar de ello los productores ya anuncian una cuarta parte de esta nueva serie. ¿Por qué no dejan a la motosierra y a su dueño descansar en paz?