La ironía cargada de culpa Lo mejor de la nueva película del director de Prometeo es, sin dudas, su elenco, pletórico de estrellas que podrían haber compuesto un entretenimiento autoconsciente y eficaz. El problema es que Scott no termina de definir qué es lo que quiere. Luego de la “seria” Prometeo y antes de la seguramente ceremoniosa The Vatican, Ridley Scott parece haber tenido ganas de divertirse un poco. El resultado es El abogado del crimen, un zafarrancho cinematográfico autoconsciente –aunque sólo hasta cierto punto– con guión del ganador del premio Pulitzer Cormac McCarthy, el autor de las novelas No es país para viejos y La carretera. Difícil saber qué quiso hacer exactamente la dupla, pero los resultados son tan extraños como frustrantes. La acción del film transcurre entre los Estados Unidos y México –en particular, cerca de la frontera entre ambos países–, con escalas en Amsterdam y Londres. Y el tema (si es que puede hablarse realmente de un tema) es el submundo del narcotráfico, al cual un abogado poco ético intenta ingresar con un sustancial aporte económico. Con ese punto de partida, el film construye un mundo de fantasía extremo donde los narcos son cool como modelo de pasarela (bueno, algunos de ellos caen de lleno en lo kitsch) y sus conversaciones pueden pasar de la cita literaria a la anécdota de sexo bizarro. Michael Fassbender encarna al jurisconsulto devenido inversionista de riesgo y Penélope Cruz a su bella prometida, presentados en la primera escena debajo de las sábanas, con la cámara literalmente ubicada en ese lugar. Una imagen casi publicitaria, cursi y pacata a pesar de su contenido. Javier Bardem y Cameron Diaz, cargados con todos los trucos de guardarropía habidos y por haber –incluyendo maquillajes felinos y cortes de pelo alocados–, son una pareja de excéntricos millonarios, dedicada, cada uno a su manera, al negocio de las sustancias ilegales. Finalmente, Brad Pitt interpreta a un narco tex-mex que, por momentos, semeja a un gurú de la vida y la muerte: a cada paso, una máxima. Semejante reparto de estrellas en roles que parecen tomados de un policial negro pasado de ácido lisérgico es, sin lugar a dudas, el mayor atractivo publicitario del producto, sea éste cual fuere. Entonces, ¿es éste un proyecto alocado a lo Guy Ritchie, un derivado post-post-Tarantino sin demasiado seso, un juego para adultos? Y si es así, ¿por qué tantos diálogos parecen estar tomados con una seriedad absoluta, pletóricos de sentencias sobre elecciones de vida, responsabilidades varias y culpas sin posibilidad de expiación? Si la idea era atacar el buen gusto y divertirse de manera incorrecta, ¿qué aporta esa escena donde un grupo de ciudadanos mexicanos clama en las calles por justicia ante las víctimas inocentes de la violencia narco? Sin caer en ofensas sobreactuadas, hay algo disparatadamente agresivo y hasta irresponsable en todo el asunto, rebajado con jugarretas campechanas –como el flashblack a la escena de “sexo automotriz”– y un hálito de seriedad gore (en cuadro y fuera de campo) que hasta incluye el viejo truco de la película snuff. El abogado del crimen cancherea con el exploitation pero no se la juega, poniéndose solemne en lugar de pisar el acelerador; tira cadáveres por el piso como quien no quiere la cosa y amaga luego con llorar sobre la sangre derramada. Y pretende que el espectador se divierta y ¿reflexione? sobre lo visto. Algunos creen que Ridley Scott fue siempre un poquito tarambana. En todo caso, no hay nada peor que la ironía cargada de culpa.
Concientizar con herramientas nobles La película aborda el tema del monocultivo intensivo o el problema de la alimentación mundial y su relación con la especulación en los mercados financieros globales. Pero nunca pierde de vista el costado humano de quienes sufren los “daños colaterales”. “En toda producción de alimentos hay siempre algún costo. En el cultivo con agroquímicos es el riesgo para la salud de la población, pero sin los agroquímicos no podríamos producir la cantidad de alimentos que necesitamos.” Quien habla es el profesor Hoi Shan Kwan, de la Universidad China de Hong Kong, una de las voces que se escuchan en el documental Desierto verde. No pasarán demasiados minutos hasta que alguien lo contradiga, virtud de un documental que, a pesar de dejar bien en clara su posición –a partir de una tesis argumentativa–, evita en todo momento el tono panfletario. Las películas de Ulises de la Orden, director de Río arriba y Tierra adentro, se ubican cómodamente en el territorio del documental clásico: entrevistas a cámara, dosificación de la información, concepto de reportaje. Y entre sus intenciones no parece estar la de abrir nuevos caminos estéticos en el terreno del “cine de lo real”. Pero en todos ellos (Desierto verde no es la excepción) hay un robusto trabajo de investigación y montaje que, sumado a la honestidad intelectual y un rechazo por las estridencias o la búsqueda del impacto instantáneo, termina gestando piezas que logran informar y concientizar con herramientas nobles. El tema central de Desierto verde es complejo y problemático y no se reduce simplemente al uso de pesticidas modernos y sus consecuencias, a corto o largo plazo, en la salud de los consumidores. Cuestiones como el monocultivo intensivo, que produce gigantescas cantidades de granos pero destruye radicalmente el ecosistema que lo sostiene, o el problema de la alimentación mundial y su relación con la especulación en los mercados financieros globales son entrelazados con claridad y eficacia. A pesar de ello, el documental nunca pierde de vista el costado humano, personal (íntimo, incluso) de aquellos afectados directa o indirectamente por estas prácticas. El punto de partida para el análisis de estos factores es el no tan famoso caso de los vecinos de Ituzaingó Anexo, un barrio en el sudeste de Córdoba que limita con terrenos agrícolas. En ese lugar se vienen dando casos de cáncer (en particular, leucemia), tanto en adultos como en niños, además de diversas enfermedades congénitas, como consecuencia del uso de agroquímicos en la zona. Luego de ser desoídas durante años, un grupo de mujeres del barrio lograron llamar la atención de las autoridades y la prensa y llevar a juicio a tres de los responsables de la utilización imprudente de tóxicos. El film deja asimismo en claro, en boca de un entrevistado, que esos personajes son débiles eslabones de una cadena que incluye intereses poderosísimos, entre ellos los de las empresas multinacionales (aporta un par de reflexiones Marie Monique Robin, autora del libro y el documental El mundo según Monsanto) y los gobiernos de una gran cantidad de países, encandilados con el enorme beneficio económico de cultivos intensivos como el de la soja o el trigo. Para ilustrarlo, De la Orden y equipo se trasladaron a China, la India, los Estados Unidos y Europa para intentar dar cuenta de ese complicado entramado, permitiendo que investigadores y técnicos, tanto independientes como empleados de las grandes empresas dedicadas a la investigación de granos transgénicos, aporten su punto de vista. Desierto verde esquiva los maniqueísmos y las miradas radicalizadas: el asunto va mucho más allá de las víctimas y villanos de turno. Al fin y al cabo, cada espectador del film tiene, en cierta medida, un grado de responsabilidad sobre el mundo en el que vivimos y, más aún, en el que les tocará vivir a nuestros hijos y nietos.
Un drama en pequeñas pinceladas “Cada hora, 228 niños/as padecen de explotación sexual en América latina y el Caribe. En la Argentina, el embarazo adolescente es una de las principales causas de deserción escolar.” Los datos son aportados por María Victoria Menis en la gacetilla de prensa de su quinto largometraje, iluminando algunos de los tópicos que lo atraviesan. La realizadora de El cielito y La cámara oscura echa raíces entonces en el drama realista y construye la historia del film a partir de la sensibilidad social y la preocupación por temas dolorosamente actuales. Pero María y el Araña no es un documental o un reporte televisivo; por el contrario, otro de sus pilares es cierto ideal contemporáneo basado en la construcción de universos cinematográficos de trazos mínimos, donde los silencios y sobreentendidos son tan importantes como la información brindada por las imágenes y diálogos. María, la protagonista, no es precisamente una chica parlanchina, y atraviesa su último año de educación primaria con un semblante distante y tristón. Al terminar su jornada de estudio, la muchacha se quita el delantal blanco y se sumerge en el submundo de la línea D de subterráneos, una cifra más del trabajo infantil callejero. Allí conoce a el Araña, compañero de rubro que, disfrazado con una remera del famoso superhéroe, anda revoleando pelotas de goma cual malabarista de ocasión. Al caer la tarde, María se vuelve para sus pagos, una casilla en una villa de emergencia (la película fue rodada en parte en la villa Rodrigo Bueno, puerta trasera del paquete Puerto Madero). Allí viven también su abuela (la uruguaya Mirella Pascual, la Marta de Whisky) y su pareja, un hombre taciturno y algo ominoso. Con ese planteo, Menis va desarrollando el drama con pequeñas pinceladas, logrando en gran medida que el espectador se sumerja en la vida cotidiana de ese personaje frágil y, en más de un sentido, heroico. El timbre en alguna marcación actoral o el énfasis en una sordidez atemperada le restan al film potencia y verdad en ciertos pasajes, como si la búsqueda de impacto desnudara una esencia artificial en las imágenes y las situaciones. A medida que la narración avanza y algunos de sus “secretos” comienzan a ser develados, Menis abandona en parte la delicadeza y se deja seducir por el canto de sirena del melodrama, pero sin entregarse por completo a él. Ese “tira y afloja” entre dos tonos de calidad opuesta –evidente, por ejemplo, en la escena donde una murga practica en las calles de la villa o en la última escena de la película– no termina de equilibrarse y genera una suerte de desfasaje que atenta contra los logros del film. El rostro de Florencia Salas, la chica debutante que interpreta a María, es uno de ellos: en sus ojos usualmente resignados, en los escasos momentos donde se dibuja una sonrisa en sus labios, en su pequeño cuerpo acostumbrado a llevar más de una pesada carga, María y el Araña encuentra un fiel reflejo de ciertas realidades sin que sean necesarias las palabras o los subrayados.
Con una sensibilidad a prueba de cinismos El coming of age o drama de crecimiento (o como quiera llamárselo) es una verdadera institución cinematográfica, particularmente en Hollywood. El paso de la niñez a la pubertad o de la adolescencia a la adultez ha sido objeto de reflexión, remembranza y descripción más o menos certera en centenas de largometrajes. Buenos, malos, feos; sentidos, profundos, banales, artificiosos, los hay de toda clase y tenor y excede a las posibilidades de este espacio trazar un mapa de ruta historiográfico de ese género. Baste decir que Un camino hacia mí se suma a esa larga lista sin ofrecer nada radicalmente novedoso, pero con una sensibilidad a prueba de cinismos y un sentido de la comicidad leve para nada despreciable. Los realizadores del film, Nat Faxon y Jim Rash, a su vez autores absolutos del guión, tienen una larga carrera como actores en cine y televisión y un pedigrí obtenido recientemente con el guión de Los descendientes, el film de Alexander Payne. Su debut como cineastas los encuentra seguros de sí mismos a la hora de llevar del papel a los hechos la historia del joven Duncan y su breve y problemático verano azul. A Duncan (Liam James), un adolescente de 14 años bastante retraído, lo encontramos en pleno viaje hacia una casa de veraneo, en compañía de Mamá (Toni Colle-tte) y sus posibles nuevo padre y hermanastra. Si la jovencita de-saparece velozmente de la vista, la figura reguladora del adulto (un Steve Carrell serio, algo rígido y, por momentos, sádico) será el origen de más de un conflicto durante esos días estivales. Súmese a la ecuación a una blonda y joven vecina que podría, o no, estar interesada en nuestro particular héroe y se tendrá una idea somera de los intereses y núcleos de atracción del relato. Pero no es tanto en las líneas centrales de Un camino hacia mí donde se encuentran sus bondades; es en las rutas paralelas, en los márgenes y desvíos de la historia donde los realizadores consiguen los momentos más atractivos. Porque más allá de ese otro posible padre putativo –dicho esto de una manera para nada literal– encarnado con endiablada ligereza por Sam Rockwell, es en los personajes secundarios (dos de ellos interpretados por los mismos Faxon y Rash) y en las escenas aparentemente menos relevantes donde el film levanta vuelo y se despega de muchos otros títulos de temática similar. El éxito de la fórmula parece descansar en un guión calibrado hasta el más mínimo detalle y en una acertadísima elección del casting. Porque Un camino hacia mí es un auténtico film de actores, no en un sentido histriónico y explosivo sino, por el contrario, merced a su delicado encadenamiento de personajes y situaciones en el cual cada pequeña pieza brilla por cuenta propia, al tiempo que no desmerece ni encandila la totalidad del objeto. Pequeños momentos como la escena en la cual el protagonista mira –entre sorprendido y resignado– cómo su madre y otros cuarentones parecen sufrir una regresión de dos décadas ante la aparición de una bolsita de marihuana. O algunos diálogos veloces entre Duncan y su jefe en el parque, quien más allá de edades biológicas parece ser el único capaz de comprender y conectar realmente con el muchacho. Cerca del final, cuando más de una olla a presión estalle por los aires, la mirada mutará, pasando de la frustración, rabia y falta de compresión típicas de cierta edad a un primer destello de... ¿adultez? Algo se ganará y algo se perderá en el camino, que de eso trata todo el asunto.
La melancolía por encima del “kung fu” El director de Felices juntos y Con ánimo de amar narra la historia del legendario Ip Man, el primer maestro de Bruce Lee, pero lejos de priorizar las artes marciales acentúa la soledad del personaje, al que retrata con su habitual barroquismo. Cada nueva película de Wong Kar-wai es esperada con ansiedad por los cinéfilos de todo el mundo. Y hay que decir que, por puntilloso u obsesivo, el hongkonés nacido en Shanghai se hace rogar: cada uno de sus últimos proyectos llevó gran cantidad de años entre el dicho y el hecho. El sabor de la noche (My Blueberry Nights, 2007), su anterior opus, había dejado un regusto amargo, por lo que la presentación de El arte de la guerra (The Grandmaster en su versión internacional) como película de apertura del pasado Festival de Berlín se transformó en algo parecido a un acontecimiento. Por las razones expuestas, pero también por tratarse de una segunda aproximación al cine de artes marciales luego de la extraña y onírica Cenizas del tiempo (1994), reestrenada en una versión redux en 2008. ¿Hay algo novedoso en El arte de la guerra? ¿Continúa W. K.-w. remixando los tópicos y formas de su cine anterior? ¿Es éste su film más comercial, destinado a las grandes masas del mercado asiático e internacional? Las respuestas a esas incógnitas son, respectivamente, no, sí y no. El realizador de Felices juntos y Con ánimo de amar (dos de sus innegables obras maestras) sigue encerrado en su laberinto, repitiéndose a sí mismo en una suerte de loop barroco, mordiéndose la cola estética. Para bien y para mal. Cierto es que The Grandmaster no es un retroceso artístico respecto de 2046 y la citada El sabor de la noche, pero tampoco se trata de un paso importante en la carrera del autor made in Hong Kong de mayor proyección internacional. Por si quedaban dudas, el film tampoco es “una de kung fu” más –aunque ése es uno de sus temas centrales–, en el sentido de que Wong no cede a las exigencias del cine de género excepto en las escenas de lucha, e incluso allí se corre parcialmente de las excitaciones y placeres viscerales de ese universo hecho a trompadas y patadas limpias. La excusa es, por supuesto (como lo era en el caso de los míticos luchadores de Cenizas del tiempo), la vida y obra de un cultor de las artes marciales, pero al realizador parecen importarle mucho más las ansias y deseos insatisfechos de sus personajes, las pérdidas personales, el paso del tiempo. Y, como siempre en su cine, la melancolía. Yip Kai Man (conocido familiarmente como Ip Man) fue una figura de suma importancia –tal vez la última– en el mundillo del kung fu tradicional, famoso entre otras cosas por haber sido el primer maestro de Bruce Lee. Como el “Pequeño Dragón” californiano, Man también era un exiliado, instalado en la península de Hong Kong luego de sufrir, en su China continental natal, la temible ocupación japonesa, primero, y los horrores de la guerra después. Asimismo, el haber sido policía durante el gobierno del Kuomintang no lo dejó en una buena posición ante el nuevo régimen comunista, tema que el film –por las razones que fuere– no instala ni analiza. Paradójicamente, su figura no había sido centro de ninguna adaptación cinematográfica hasta tiempos recientes: el realizador Wilson Yip dirigió hace algunos años las dos primeras entregas de una tetralogía basada en su vida. Pero, a diferencia de esas películas, mucho más tradicionales en su búsqueda de vértigo y adrenalina, la creación de Wong Kar-wai transita, previsiblemente, otros caminos. A tal punto que va olvidando el relato más tradicional de vencedores y vencidos, los cambios políticos y sociales en la China del siglo XX o la serie de legendarias peleas de Ip Man para concentrarse cada vez más en la creciente soledad del personaje. Ya en la primera escena queda claro, de manera elocuente, que a Wong le interesan más la forma en que las gotas de lluvia caen sobre el pavimento o los giros del sombrero de ala ancha del protagonista que registrar las coreografías de lucha al milímetro (planificadas por el maestro en esas lides Yuen Woo-ping, quien además se reserva un pequeño rol secundario). Algo similar puede decirse de su excéntrica relación con la narración tradicional, rasgo evidente en casi toda su filmografía. Aquí los saltos temporales y las elipsis están a la orden del día y el relato está mucho más enfocado en unir diversas escenas a partir de su filiación emocional que por una lógica causal. Emociones registradas por Philippe Le Sourd (nuevo reemplazo de Christopher Doyle, legendario director de fotografía de Wong) con una pulsión casi erótica: la cámara recorre y acaricia de manera extática la superficie de las cosas, sean estas los bellos rostros de Tony Leung o Zhang Ziyi, las paredes doradas de un burdel de Foshan, en el sur de China, o las luces de neón de la Hong Kong de los años ’50. A medida que el film avanza y la historia se instala en la ex colonia británica, el relato se entrega a la tristeza infinita de sus dos protagonistas (el personaje femenino comienza a ser tan importante como el de Ip Man) y el film va abandonando los placeres visuales del kung fu, con alguna breve excepción justificada dramáticamente, para concentrarse en paseos reales y mentales, en las conversaciones y ansiedades de otra clásica pareja separada por la distancia, el tiempo y los de-sencuentros. Como siempre en el cine de Wong Kar-wai.
Típico film sobre lo atípico En un suburbio apacible empiezan a pasar cosas raras, en una suerte de déjà vu extremo de otras películas. Y, sin embargo, al narrar tipo “palo y a la bolsa” ofrece algunos pequeños placeres. Nada nuevo bajo el sol. Los elegidos es derivativa y previsible. Y sin embargo, la cosa funciona. Tal vez sea el encanto de este tipo de relatos –la película bien podría formar parte de una nueva temporada de La dimensión desconocida– o la avispada dosificación de información que va acercando a sus protagonistas a la terrible, horrorosa verdad. Lo cierto es que el nuevo largometraje del especialista en efectos digitales Scott Stewart (cuyos pergaminos como realizador incluyen las inolvidables, por lo mediocres, Priest-El vengador y Legión de ángeles) entrega un batido de ciencia ficción, terror y suspenso que no promete más de lo que está en condiciones de ofrecer. En uno de esos típicos suburbios apacibles, que parecen estar durmiendo una siesta eterna, una típica familia de clase media americana está atravesando algunos típicos altibajos económicos y familiares. Y, típicamente, algo atípico comienza a ocurrir: ruidos extraños, la alarma que suena en plena madrugada sin razón aparente, objetos que desaparecen y, la gota que rebasa el vaso, una bandada de pájaros haciéndose pelota contra las paredes y vidrios de la otrora pacífica casa. A medida que los minutos de proyección avanzan, el espectador puede sufrir una suerte de déjà vu extremo, alternando recuerdos de films como Poltergeist, Encuentros cercanos del tercer tipo, Actividad paranormal, una pizca de Shyamalan y, claro está, Los pájaros, por nombrar sólo algunos títulos e “influencias”. Pero, al mismo tiempo, el énfasis sin distracciones en el desarrollo de los acontecimientos, sumado a su breve y conciso metraje, permite abandonarse sin vergüenzas a sus pequeños placeres. El reparto incluye a Keri Russell, como la madre que comienza a vislumbrar las posibilidades más ilógicas, y Josh Hamilton, que encarna al padre de familia que se resiste a creer en semejantes tonterías... hasta que no le queda otra opción. Cerca del final, el veterano actor de reparto J. K. Simmons hace las veces de ufólogo resignado, poco antes de que la película abandone la sugestión y los regulares golpes de efecto para entregarse al uso de los efectos especiales y la vuelta de tuerca final (que, afortunadamente, esta vez no resignifica absolutamente nada). Producida, entre otros, por los hermanos Weinstein, Los elegidos es heredera de cierto cine sci-fi a la vieja usanza: presupuesto reducido, moderadas pretensiones, palo y a la bolsa... pero a mucha honra.
Eufemismos alrededor de la muerte Hay varias líneas, pero un tema central en El problema con los muertos es que son impuntuales, cuyo título deriva de una idea expresada en cámara por su principal protagonista, el reconocido empresario de pompas fúnebres y director del Instituto Argentino de Tanatología Exequial, Ricardo Péculo (hermano de Alfredo, el fundador de las famosas cocherías Paraná). Lo de “pompas fúnebres” es, de alguna manera, un eufemismo. Y de eufemismos se habla bastante en este documental que, según confiesa su autor Oscar Mazú, tiene su origen en un infarto que pudo haber acabado con su vida. El film mira de frente algunos aspectos ligados a la muerte, un tema tabú (en el sentido más freudiano del término) en esta y en cualquier sociedad, apostando a un tono entre irónico y ligero. O al menos poco solemne. La forma y el material con el que se construyen los “cajones” o el uso de tecnologías como el ploteado para la confección de ataúdes customizados ocupan una parte importante del metraje, y el carismático Péculo domina en ciertas instancias completamente la escena, a tal punto que la película corre el riesgo de transformarse en un largo comercial acerca de las virtudes de su empresa. Otros pasajes incluyen la visita a un cementerio de pueblo (el cuidado o descuido de las pequeñas necrópolis dan una pauta del grado de respeto de los vivos a sus antepasados muertos, dice Péculo, como si se tratara de un antropólogo consumado), el registro de una clase de maquillaje para el embellecimiento de los rostros post-mortem y la entrevista a un especialista en preparación de cadáveres para su uso por estudiantes de Medicina. Más allá de algún que otro momento revelador, como algunas esquivas imágenes del traslado del cuerpo de Juan Domingo Perón a su “morada final” definitiva o las razones detrás de algunos mitos del ambiente funebrero, el problema central del documental de Mazú parece ser la falta de un pivote fuerte alrededor del cual hacer girar sus ideas. No alcanza su relato en off, que hace las veces de vínculo entre las escenas con un fraseo que cruza el sarcasmo y la humorada negra con ínfulas pseudo poéticas. Hay, finalmente, algo antojadizo –pero no arbitrario en su acepción lúdica– en un documental que detiene el relato central para concentrarse durante un minuto, como quien no quiere la cosa, en la animación de una serie de dibujos realizados por el director durante su convalecencia.
Con más ambición que “una de piratas” El secuestro del buque mercante norteamericano Maersk Alabama por piratas somalíes en abril de 2009 es la base de este film que intenta conjugar los estremecimientos y placeres viscerales del cine de suspenso con la emoción del drama basado en hechos reales. No hay novedad alguna en la siguiente afirmación: existe una zona en el cine de Paul Greengrass que intenta conjugar los estremecimientos y placeres viscerales del cine de suspenso –e, incluso, del de acción– con la emoción del drama basado en hechos reales. Vuelo 93 y Domingo sangriento son dos ejemplos perfectos de lo antedicho. Para ello, el realizador británico afincado en Estados Unidos ha encontrado un juego de estilemas que repite película a película, más allá de los pormenores de la historia en cuestión: cámara nerviosa y en constante movimiento, imagen granulada y colores de bajo contraste (que remiten indirectamente a cierto tipo de textura típica de los años ’70), búsqueda de detalles narrativos usualmente desechados en la producción más estandarizada de Hollywood. Basada en el libro de Richard Phillips que narra, en primera persona, el secuestro real del buque mercante norteamericano Maersk Alabama por piratas somalíes en abril de 2009, Capitán Phillips insiste en esas líneas de búsqueda de “realismo” cinematográfico que, a fin de cuentas, no es sino otra forma del artificio. Luego de un breve prólogo en el cual Phillips (Tom Hanks) prepara sus bártulos para el próximo viaje en altamar, el relato se traslada sin demoras a Omán, en el sudoeste del continente asiático, con capitán y tripulación a punto de zarpar en viaje hacia Kenia. La primera escena será el único momento en el cual se verá a un miembro de la familia de Phillips: no hay aquí montajes paralelos que acentúen la carga emotiva a partir de las lágrimas de familiares y allegados, rasgo de inteligencia de un guion enfocado obsesivamente en los hechos puros y duros. De allí en más, el abordaje pirata, la resistencia, el secuestro del protagonista en un minúsculo bote salvavidas y la tensa y sangrienta resolución del conflicto luego de la aparición en escena de la Marina estadounidense. Vista como una narración de aventuras en altamar, Capitán Phillips entrega sus dosis de suspenso y emoción con efectividad, aunque no de forma expansiva: el film está más cerca de la claustrofobia de una película de submarinos que de los amplios horizontes de “una de piratas”. No hay muchos tiros ni puñetazos, pero la lucha por la supervivencia y el duelo de ingenios verbales y físicos entre tripulación y piratas tiene lo suyo. Las limitaciones comienzan a aparecer cuando se consideran otras ambiciones que el film despliega sin ambages, sus aristas sociales, políticas y humanas. Un diálogo entre Phillips y Muse (Barkhad Abdi), el jefe del cuarteto de secuestradores, un joven somalí empobrecido dispuesto a todo con tal de hacerse de algo de dinero, encuentra a la pregunta indirecta del primero (“Debe haber algo más que ser pescador o pirata”) la respuesta: “Tal vez en América”. En ese breve intercambio y en la presentación del grupo de bucaneros modernos en una escena temprana, en su claro empeño por “humanizar” lo que en otra clase de películas serían directamente los villanos de turno, Capitán Phillips termina cayendo en la trampa de otra clase de reduccionismo. Simplificación que limita notoriamente los alcances de cualquier reflexión posible, una suerte de culpa primermundista de la cual, paradójicamente, se ironiza en algún momento de la historia. El último tercio de la crónica está dedicado al rescate del capitán del Alabama, teñido por una embobada fascinación ante el despliegue logístico y tecnológico (el coraje y la eficiencia) del poderío militar norteamericano, casi una versión moderna de la caballería al rescate. Phillips será finalmente recuperado, no sin antes derramar necesariamente sangre (algo que no es celebrado ni representado de manera catártica). Y llegará el momento de la explosión emocional que no se le había permitido al personaje hasta ese momento, la clase de escena que sirve de señuelo para los premios Oscar. En el camino queda un film seguro del cómo contar la historia pero algo indeciso en cuanto a qué contar exactamente. ¿Es esta la odisea de un hombre común en circunstancias extraordinarias, una lucha por aferrarse a la vida sin traicionar los ideales? ¿O el retrato relativamente fiel de una consecuencia puntual de las complejidades políticas, sociales y económicas del mundo contemporáneo? Capitán Phillips quiere –y no puede– ser ambas cosas al mismo tiempo.
Celebración local de la adolescencia perenne Tal vez no esté “rebuena”, como diría uno de sus personajes, pero debajo de una superficie de comedia amable y naïve, 20.000 besos tiene dos o tres cosas que decir sobre una generación. Ultimo largometraje de Sebastián De Caro –que, de a poco, ha estado construyendo una filmografía que ya incluye media docena de largometrajes, varios de ellos nunca estrenados–, el punto de partida es todo un lugar común de mucha comedia reciente, particularmente la norteamericana: la adolescencia eterna, las crisis de crecimiento, la necesidad de refugiarse en el pasado, que siempre parece haber sido mejor. El mundo de 20.000 besos gira alrededor de una banda de muchachones de 30 y pico obsesionados con las referencias a películas populares de los ’70 y ’80, los videojuegos de primera generación y la idea de “apretarse” a alguna mina (aunque el término nunca se utilice). Es Juan (Walter Cornás, uno de los protagonistas de Plaga zombie), de todas formas, el protagonista excluyente, recientemente separado luego de una relación de años y dispuesto a seguir adelante con su vida laboral, profesional y personal. Juan y sus amigos –entre ellos Golstein, un Gastón Pauls en versión híper fumona– cargan con una pesada mochila de frustraciones, aunque alguno de ellos la lleve de mejor manera. Ya de entrada, cuando Juan hace el bolso y se lleva algo de ropa y varios CD de su ex nido de amor, el film hace del skate un símbolo poderoso de recuperación de libertades, el vehículo que puede llevarlo a un territorio relegado por las obligaciones y compromisos cotidianos. Y allí está Luciana (Carla Quevedo, foto), compañera de trabajo menor que él, que también parece haberse quedado suspendida en el tiempo, en una suerte de viaje de egresados light perenne. De Caro y el guionista, Sebastián Rotstein, imponen a partir de allí algunos de los recursos de la comedia romántica, aunque siempre jugándose a un tono absurdo y distanciado, y los personajes (con la excepción de Juan) están fabricados con el material primigenio de los arquetipos. Pateando cualquier ideal de realismo fuera de la cancha, el realizador construye, particularmente en la segunda mitad del relato, un retrato agridulce y se ríe de sus criaturas al tiempo que ríe con ellas. No se trata, de ninguna manera, de un muestrario de patetismos, pero a fin de cuentas Juan, Golstein y demás personajes caminan por la vida con sus desequilibrios a cuestas, conscientes a medias de la condición alienada que les impide encontrar algo parecido a la felicidad. La mirada sobre las “chicas” es, en general, más superficial, menos compleja, aunque tal vez se trate simplemente del punto de vista eminentemente masculino de la película. Eso mismo parece indicar una breve escena donde una comediante stand-up –a su vez, amante ocasional de Juan– dispara una metralla de chistes sobre la condición de ciertos hombres que parece dirigida directamente al corazón de nuestro héroe y que duele con el filo punzante de la verdad. Despareja en su sentido del humor, con algunos personajes desdibujados y un par de escenas poco significativas, 20.000 besos puede dar la impresión de encarnar una versión cool y moderna de una estudiantina (bien tardía, en este caso). Y algo de eso hay. Pero escondida en esa moderada celebración de la adolescencia perenne hay un signo de interrogación, algo amargo e incluso inquietante que la transforma en un extraño descarrío dentro del universo de la comedia argentina contemporánea.
Más frío que la lápida de su tumba ¿Estaremos llegando al fin de la moda comiquera en el cine? Los números indican que todavía hay mucho para exprimir (en el buen y en el mal sentido) en el mundo de la historieta, pero lo cierto es que productos como R.I.P.D. - Policía del más allá se pasean con un andar algo cansino. Basada en la novela gráfica Rest in Peace Department, de Peter M. Lenkov, el largometraje dirigido por el alemán Robert Schwentke (el mismo de Red y Plan de vuelo) no tiene como centro de gravitación a ningún superhéroe de ocasión aunque, dadas las circunstancias de la historia, sí es cierto que los protagonistas terminan salvando al mundo del desastre más absoluto. La cosa viene por el lado de los vivos y los muertos, más cerca de Los Cazafantasmas que de los undead de Romero, y los encargados de ordenar el caos son dos policías arquetípicos, exponentes tardíos de la buddy movie, aunque con una característica sobresaliente: están más fríos que la lápida de una tumba. Es que su vida en la Tierra terminó hace un tiempo, pero su trabajo policíaco continúa desde el más allá. Resulta que hay espíritus que se resisten a abandonar los placeres terrenales y se la pasan correteando entre los vivos como si tal cosa, camuflados bajo la piel de un ser humano vivito y coleando. La misión de los miembros de R.I.P.D. es, precisamente, atrapar y llevar a los “deados” (como los llaman afectuosamente) de vuelta al lugar que les corresponde. Puede sonar complejo, pero la trama del film es de lo más sencillo del mundo y hay incluso algo infantiloide en todo el asunto, más allá de las humoradas “para adultos” del film. Comedia desembozada que nunca se toma a sí misma en serio, R.I.P.D. parece una de esas películas filmadas en automático pero en la cual los actores la pasaron bomba delante de la pantalla azul (debidamente rellenada por los especialistas en efectos especiales en la etapa de posproducción). Tal parece ser el caso de Jeff Bridges, que en la piel de un miembro de la fuerza ultraterrena, muerto hace más de dos siglos –un auténtico sheriff del Lejano Oeste trasplantado–, se manda un festín de la brocha gorda y el histrionismo al palo. Algo parecido, aunque tres o cuatro cambios por debajo, hace Kevin Bacon como el villano titular, uno de esos canas corruptos que, colmo de males, se despacha a su compañero de armas (Ryan Reynolds) en plena misión. Uno de los gags más simpáticos gira alrededor de la apariencia terrenal del dúo de héroes, ciertamente alejada de su versión original, pero el guión lo repite en tantas ocasiones que termina transformándose en un chiste pesado. Film de alto presupuesto que, sin embargo, se autodefine con orgullo como berreta, a R.I.P.D. le faltan tres elementos esenciales para llevar a buen puerto la propuesta: gracia, ritmo e imaginación. Aunque, como están las cosas, en plena era de extensas superproducciones con ambiciones filosóficas dignas del más profundo de los pensadores, se agradecen tanto su falta de pretensiones como el metraje reducido.