Lo(s) que queda(n) Hay objetos cinematográficos que, dentro de su aparente simpleza, llevan una inmensa fuerza. Es el caso del documental de Facundo Beraudi, presentado en el 18 Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente - BAFICI, La memoria de los huesos (2016). La película propone una reflexión sobre el encuentro (o el desencuentro) de los vivos con los restos de personas víctimas de violencia de Estado. Lo hace a través de historias concretas de búsquedas: del lado de familiares o del profesional, el antropólogo forense. Enfocada sobre la búsqueda de los restos de los desaparecidos de la última dictadura argentina, tenemos también el caso de una mujer salvadoreña, cuya madre fue víctima de un bombardeo aéreo durante la guerra civil. Abrir más allá del caso de los desaparecidos argentinos permite dar un universalismo a la experiencia de los que quedan confrontados a la muerte sin cuerpo. La búsqueda de los restos de todos los personajes tiende a buscar algo milenario intrínseco a la humanidad: crear una sepultura a sus muertos. Aquí reside la fuerza del documental, que muestra en todo su cinismo la violencia de los asesinos que privan a alguien de su vida , pero también a sus seres cercanos de su muerte. El director formula a lo largo del documental el desfase entre cuerpo y nombre (o sea el núcleo de la identidad en nuestras sociedades occidentales): el desaparecido es a la vez un cuerpo sin nombre, y un nombre sin cuerpo. En una de las escenas más claves, David –hijo de un desaparecido- sostiene la caja dentro de la cual están los huesos de su padre, encontrados en el cementerio de Avellaneda. La presencia fantasmagórica de los desaparecidos es retratada de manera sutil en planos urbanos de Buenos Aires, intercalados entre las escenas de testimonios o de excavaciones del equipo forense. Por esta mezcla, este encuentro entre pasado y presente, no se puede no pensar en la obra maestra de Patricio Guzmán, Nostalgia de la luz (2010), donde se cruzan en el desierto de Atacama mujeres buscando restos de sus hijos desaparecidos y astrónomos observando las galaxias. Como la luz, que llega a la mirada después de su formación, está contenida en los huesos una historia, una memoria. Necesario era este documental, que investiga algo pocas veces explicitado en el cine argentino sobre los desaparecidos: la experiencia concreta, material, de la ausencia.
Selva urbana Con Historias napolitanas (Bagnoli Jungle, 2015), presentada en la 31º Semana de la crítica de Venezia, el italiano Antonio Capuano hace de su Nápoles natal el escenario y el personaje principal de un cuento coral, donde lo real se choca, quizás demasiado fuerte, con lo onírico. La película sigue instantes de la vida de tres habitantes de la ciudad de Bagnoli, parte del gran Nápoles. El tiempo corto de la historia (todo sucede en un solo día) y las edades de los personajes (tres hombres: un joven saliendo de la adolescencia, un cincuentañero y un señor ya al crepúsculo de su vida) dan ganas de ver en esta estructura un retrato de cierto sector de la Italia actual. Este formato coral de la película permite una fluidez en el relato. En efecto, Giggino, Antonio y Marco, que dan sus nombres a las tres partes de la película, no se quedan fijados en sus capítulos respectivos, sino que circulan también entre las historias, haciendo lazo, y creando sentido. Así, en una de las escenas más lindas, Antonio (tal vez el personaje más logrado porque el más complejo) acepta por fin ceder a Marco su famosa camiseta de Maradona, que el joven tanto reclamó. Marco se la prueba enseguida y empieza a patear una pelota de basket encontrada. Surge ahí una transmisión – una circulación – entre dos generaciones, acompañada de un movimiento de cámara muy fluido. De hecho, tenemos por momentos la sensación de que la película es un largo plano secuencia. Esta larga y meticulosa observación de los protagonistas, y de las personas con quien se van cruzando a lo largo de sus rutas, reviste una tendencia neorrealista: la de mostrar al más cercano posible la realidad del Sur de Italia, históricamente despreciado de los poderes públicos, y donde la austeridad poscrisis de los últimos años pegó particularmente fuerte. Este naturalismo, que inclusive inserta momentos documentales como la procesión religiosa o la manifestación final, funciona y adquiere cierta poesía en este movimiento constante y difuso. Pero la película falla ahí donde quiere reconciliarlo con elementos oníricos, que aparecen forzados, como si quisiera haber insertado un poco de Fellini, cueste lo que cueste. En todos casos, Historias napolitanas perturba, incomoda. Por momentos totalmente despojada de belleza, hasta da asco. Pero esta estética irritante hace ruido, y se vuelve una reminiscencia pegajosa, como el olor a pulpo que Giggino deja quemar en su cacerola.
El peronismo en su laberinto Hacer un documental sobre la tentacular política argentina, aunque muchos lo intenten, no es una tarea fácil. Aún menos cuando se trata de ese mundo tan complejo a entender y concebir que constituye el peronismo. El segundo largometraje del joven documentalista Nahuel Machesich tiene el mérito de abordarlo de forma bastante astuta, partiendo de un evento casi anecdótico para construir una metáfora de la militancia peronista. La intriga principal, que guía toda la trama, es el robo del famoso Sable de San Martín por cinco jóvenes peronistas en el 1963, en plena proscripción del peronismo. Sigue una verdadera cacería humana por el poder establecido que busca durante varias semanas a los ladrones. Usando diferentes recursos, de imágenes de archivo a animación, el documental recrea el evento, y (tal vez sobretodo) muestra sus marcas, sus consecuencias hoy, dando un espacio amplio a la voz de los protagonistas de esta noche épica. Sus testimonios, y los de los militantes peronistas de aquella época en general, son centrales. El documentalista/investigador los deja buscarse, formarse, desarrollarse, en largas secuencias. Así, el comienzo de la película es la apertura del congreso organizado en 2013 por los militantes peronistas actuales, para el aniversario de los cincuenta años del “rescate del Sable”. La presentación del congreso constituye la presentación de la película: los actores de esta historia hablan por ellos mismos, despojados de una voz en off ajena. El Sable de San Martin es símbolo de la liberación del pueblo y de su autodeterminación para los jóvenes peronistas de los 60, que lo resignifican en el marco de su lucha. El documental, en esta continuidad, hace del Sable una representación de la apropiación política, y propone una reflexión sobre la relación del Estado con el pueblo. Así, roban el Sable en el museo de la historia nacional: ¿a quien pertenece la Historia, al Estado, o al pueblo? Y el peronismo de izquierda, poco a poco abandonado por Perón como lo explicita el documental, ¿a quien pertenece? La cuestión de los movimientos populares y los porvenires de sus ideales pasa por una puesta en condición interesante de los testigos en los lugares donde se pensó la resistencia peronista. El reencuentro de tres de ellos en la confitería donde concibieron el operativo del Sable deja así surgir una melancolía palpable: pasaron el tiempo, los gobiernos y las dictaduras, ¿donde van los ideales?
Clases de luchas Expatriada en Estados Unidos, Julie Delpy como directora está sin embargo muy atada a su Francia natal. Con Lolo, el hijo de mi novia (su quinto largometraje), firma una vez más una “comédie de moeurs”, estilo muy tradicional en el cine francés, es decir una comedia que se enfoca y se ríe de las costumbres sociales de un sector particular (muchas veces la burguesía). Sirviéndose del escenario de la capital francesa para desarrollar una visión satírica y bastante fina del microcosmos parisino, la película se desvanece cuando toma un giro dramático-psicológico. La parisina Violette se aburre. De vacaciones en la costa atlántica francesa, conoce a Jean-René, un amante excepcional. El romance no termina por algunas horas de tren y Jean-René viene instalarse en París. Ahí, lo esperan dos combates: la confrontación con un mundo individualista y cruel, lejos de una provincia pintada casi como idílica; y el rechazo del hijo de Violette, que todavía está nadando en pleno Edipo. Hay una suerte de nostalgia de parte de Delpy, que se hace sentir en sus personajes, muy anclados en los usos y costumbres franceses (a veces cerca del cliché), en la atmósfera de los pueblitos, y por contraste, de este París pintado entre dependencia y rechazo. Claramente, para la directora, se juega algo de su condición social. Desde Dos días en París, lo retrata con cierta astucia y acidez, a través de un humor siempre satírico, donde se ríe con gusto de ella misma. Este tono se encuentra con genialidad en la secuencia del evento en el Subte parisino, organizado por Violette, donde el desprecio clasista parisino se presente en toda su amplitud. Hijo de Violette pero también de ese microcosmos, Lolo se volvió perverso e incapaz de aceptar que su mamá tenga otros deseos fuera de él, pero también afuera de ese mundo moribundo y endogámico, parece decir la película. La idea de que la sociedad construye el hombre es por supuesto valiente, pero la puesta en escena y la transición total hacia un drama con pretensiones más psicológicas que sociales hace que la película pierda su encanto. Toda la tensión narrativa se enfoca de golpe sobre la patología de la relación madre/hijo, de repente destacada de humor. Pero por este humor agridulce vale una vez más ir a visitar a Delpy y su neurosis alleniana.
Conexión perdida Con Conexión Marsella (La French, 2014), el francés Cédric Jimenez intenta una travesía en el arduo cine de gángsteres, con las pretensiones de hacer una gran epopeya desde el interior de la french connexion, reino mafioso del comercio internacional de la economía gris y basado en el sur de Francia durante varios años. Más que una inmersión, el resultado se parece más a un largo y distante vistazo con lentes 70’s. Un hombre interroga en su oficina a una joven, destruida por la heroína. Le explica que inyectarse droga en las venas está muy mal y que si quiere sobrevivir, le tiene que dar el nombre de su vendedor. Este hombre es el juez Pierre Michel, que vamos a seguir por dos horas en su lucha contra la tentacular e inalcanzable mafia marsellesa que alimenta al mercado de drogas hasta Nueva York. Por supuesto en este biopic que no da lugar a ningún matiz de cualquier forma que sea, el cartel tiene cara: Gaëtan Zampa, cabeza pensante de todo el negocio jugoso. La confrontación entre Michel y Zampa será el núcleo de toda la intriga. El uso de las imágenes de archivo, que abren la película y que van a puntearla hasta el final, quieren claramente dar un rastro “verdadero” a todo lo que va a seguir. El problema es que se va perdiendo poco a poco el sentido de este uso. ¿Vienen como documentos testimoniales, o simplemente como ilustraciones de la ficción? La segunda opción se confirma a lo largo de las apariciones de Jean Dujardin (Pierre Michel) y Gilles Lellouche (Gaëtan Zampa), que están claramente dando un espectáculo que va mucho más allá de sus personajes. Esta lucha entre hermanos enemigos parece muy ligada a la relación atrás de la pantalla de los dos hombres, conocidos en Francia por tener un compañerismo cómplice. Sobre el modelo de la primera escena, en Conexión Marsella, todo está dicho, nada queda atrapado en el arte, sin embargo tan cinematográfico, del sobreentendido, hasta el título francés, La French, que no podría ser más evocador. La explicación de todo lo que se ve, la transparencia total es tal que la película toma a veces aires de lección moralista donde los diálogos (que parecen salir de una parodia de Scorsese) están pronunciados por actores desencarnados, donde los hombres son centrales y detienen el saber, acompañados por mujeres decorativas, que los ayudan por su sola presencia pero que están lejos de entender a que punto es difícil la vida sobre el campo de batalla. La sensación de desfase total, de ausencia de armonía, entre cada uno de los elementos de la película se cristaliza en la actuación de Jean Dujardin, intentando con mucha voluntad desde ya algunos años salir del registro cómico que se le pega a la piel, y que se hunde una vez más en un rol que le queda como “un elefante en un local de porcelana”, como poetizan sus compatriotas.
El caso Fritz Bauer Agenda secreta (Der Staat gegen Fritz Bauer, The People vs. Fritz Bauer, 2015) es la última producción del alemán Lars Kraume, cineasta con trayectoria nacional ya bastante amplia. A pesar de una estética (tal vez demasiada) clásica, este biopic tiene el mérito de cumplir con una función informativa de alto vuelo y sin nunca caer en la apología a todo precio de su protagonista. Doce años después del fin de la guerra, Alemania está luchando contra las fantasmas de su pasado. Fantasmas en realidad bien presentes ya que algunos de los altos responsables del Holocausto todavía siguen libres, la mayoría escondidos a fuera del país. Fritz Bauer, fiscal general, tiene la tarea de investigar a estos jefes nazis con el objetivo de llevarlos a juicio. Lo difícil es que el gobierno de entonces (muy influenciado, según la película, por los servicios secretos) aunque democrático, no colabora mucho a esta búsqueda de justicia. Podrido desde el interior, el Estado alemán sigue conservando los mismos asesinos a su cabeza. Es contra esta situación que Bauer se levanta y esa será por lo tanto la intriga. Centrar el guion sobre el personaje del fiscal general tiene algo muy valiente en sí, ya que la película decide mostrar el tras bambalina: la búsqueda, la investigación, las preguntas éticas. Es decir lo que precede y lleva al momento clave del juicio. Lejos de ser pintado como héroe, Bauer es visto antes que todo como hombre, con sus luchas internas, sus demonios y sus complejos, lo cual despierta en el espectador una sensación de cercanía, hasta se podría hablar de un personaje casi cómico, sus réplicas siendo teñidas de cierto humor incisivo. Su búsqueda de justicia se cruza con una voluntad marcada de cuidar el futuro de Alemania, que “tiene que lidiar con su pasado”. Es esta voluntad en la cual se inserta su caza solitaria a Adolf Eichmann, escondido en la Argentina, lo que constituye el hilo conductor de la acción. Esta batalla caótica está representada por contraste por una fotografía, y una estética en general, muy prolija. Los planos son fijos y cuidados, acercándose de la estética de Ave Fénix (Phoenix, Christian Petzold, 2014), película alemana que ocurre también en la Alemania de los 50’s. La luz en particular, cálida, tamizada, da un efecto teatral a algunas escenas, y viene contrariando la violencia de la intriga. Sobre todo las secuencias de noche, como las que ocurren en el cabaret. De hecho, el lugar del cabaret, como espacio de marginalidad y transgresión, es clave. En efecto, en una sociedad alemana postguerra donde las reglas de vida son todavía muy rígidas, viene a señalar la absurdidad de esta época donde la gente se tiene que esconder para poder vivir su sexualidad, pero donde los asesinos están protegidos por el Estado. Lo placentero para el espectador es que sin que el Bauer de la película lo sepa, aunque pierda una batalla, está preparando el terreno para los históricos juicios de Núremberg, dando un sorprendente aspecto anacrónico a la relación entre el protagonista –ficticio pero real- y el espectador.
Ser humano Con El hijo de Saúl (Saul fia, 2015) el húngaro László Nemes firma su primer largometraje. Grand Prix en el 68 Festival de Cannes, esta inmersión en el infierno de los campos de exterminación es una magistral pregunta abierta a lo que a uno lo hace hombre. Octubre 1944. Saúl Ausländer (Géza Röhrig) es un judío húngaro prisionero en Auschwitz y parte del Sonderkommando, grupo responsable del funcionamiento de los hornos crematorios, y separados del resto del campo hasta que los nazis elijan el día de su muerte. En el medio de los cuerpos muertos, Saul encuentra lo que cree ser su hijo. Va intentar entonces por todos los medios enterrarlo, según los ritos fúnebres judíos. ¿Cómo mostrar, representar el horror en el cine? ¿Lo que sale del sentido, lo que parece indecible, innombrable, inimaginable ? Desde que empezó a querer figurar los campos, el género cinematográfico no dejó de preguntárselo, de manera más o menos sutil. Alain Resnais a través de Noche y niebla (Nuit et Brouillard, 1955) o Claude Lanzmann con Shoah (1985) ofrecieron por ejemplo con sus documentales respectivos reflexiones de una fineza potentísima sobre el tema. Pero la ficción no logró a menudo llegar a una distancia justa y ética, el limite entre mostrar y esconder siendo particularmente delicado. La película de Nemes inventa un punto de mirada justo para representar la lucha de Saúl, quien, verdadero Antígona moderno, no quiere dejar a los asesinos su último lazo con la humanidad. Se ven los cuerpos, se ven los fuegos que los queman, se ve la muerte. Se ve el SS matar al niño de sus propias manos (y esta escena se podría ver cómo metáfora de todo el crimen nazi). Y al mismo tiempo, con un uso bastante novedoso del fuera de foco, se centra más que todo en la cara del protagonista, sus expresiones y sus gestos mínimos: es decir lo que lo hace humano. Entre visible e invisible, la cámara hace idas y vueltas entre sugerido y crudo. Esta reflexión sobre la mirada está puesta en escena por un acontecimiento real retomado por la película: la toma clandestina de fotografías del campo desde el interior por un detenido de Auschwitz, muerto en el campo. La cámara fue encontrada en la liberación y las fotografías fueron reveladas. Incompletas pero sin embargo llenas de sentido, son una suerte de supervivencia de los prisioneros, y uno de los únicos testimonios visuales directos de su mirada. En esta sutileza entre universal e individual se concentra toda la fuerza de El hijo de Saúl. De manera innegable, se trata de una película que tiene al Holocausto como escenario. Pero la de Saul es una lucha personal. Se trata de una experiencia de resistencia en el medio de muchas otras. Asimismo, el director no pretende hacer una ficción sobre lo que fue a gran escala pero inventa la lucha particular de un hombre, usando un dispositivo que enfoca justamente sobre lo individual y lo social de cada uno frente a un sistema que intenta anihilar todo resto de humanidad.
La herencia en cuestión Una vez más, Eran Riklis pone en escena el conflicto palestino-israelí a través de una historia individual. Toda la fuerza de la película reside en la lucha interior del complejo protagonista principal, en búsqueda de su identidad. Pero alrededor de él, intrigas y personajes secundarios tienden a ser más flojos, y la película a dispersarse. La prolífica filmografía del israelí Eran Riklis, está atravesada en profundidad por el conflicto palestino-israelí. Como metáfora de este conflicto, varias veces recurre a un personaje principal judío israelí (¿será una suerte de catarsis de su propia condición?) quien entra en conflicto interior cuando se encuentra con el “otro lado”. En El Árbol de Lima(Lemon Tree, 2008), la mujer de un ministro israelí empieza a dudar de las convicciones de su marido mientras va creando una amistad con su vecina palestina. De la misma forma en Zaytoun (2012), la vida de un piloto israelí cambia después de que un niño palestino le salva la vida. Con Mis hijos, el guión basado sobre la autobiografía de Sayed Kashua, Árabes danzando ("Dancing Arabs" en inglés, el título original de la película), invierte esta tendencia: el protagonista (el joven y ya muy potente actor Tawfeek Barhom) es un joven palestino, u oficialmente “árabe israelí”. Nativo de Tira, ciudad de fuerte población árabe en Israel, Eyad, brillante alumno, entra a los 16 años en un prestigioso internado de Jerusalén. Es el único árabe. Entonces, tiene que crear su propio lugar. Un lugar que no existe en esta sociedad. Hijo de un famoso activista por los derechos palestinos, no sabe muy bien que hacer con esta herencia. ¿Condena a su padre por eso? ¿Haría lo mismo? Preguntas que constituyen un leitmotiv pero a las cuales poco responde la película. La cuestión central, la de la identidad individual y colectiva, es apasionante, y es una idea valiente la de querer encarnarla en un adolescente palestino que está justo en esta hora ambivalente, este umbral entre niñez y adultez, donde se pregunta que quiere conservar de la primera (o sea lo que decidieron su nacimiento y su familia por él) y en qué se quiere convertir. Y la única opción que va a tener Eyad para hacerse un lugar en su nueva vida en Jerusalén es adaptarse, asimilarse, es decir disfrazarse. Por el idioma, por la música, por la ropa, y finalmente por sus papeles de identidad, se vuelve otro poco a poco. Lo perturbador es que a los personajes secundarios (sobre todo las mujeres), claramente creados para dar lugar a la cuestión de la identidad, les falta profundidad en comparación con él. La historia de amor de Eyad con una judía del instituto, por ejemplo, cae demasiado en los lugares comunes del amor imposible, tanto como el personaje de ella. Las madres del mismo Eyad y de su amigo/doble Yonatan, son casi decorativas, cuando se hace paradójicamente sentir la voluntad de darles roles importantes. El otro problema es plantear un tema tan complejo y político y, al parecer, no tomar una posición al respecto. Seguramente para agradar el mercado audiovisual israelí e internacional, no hay una crítica clara a la política de Israel, y la sensación de querer abarcar todo a nivel político -tanto como narrativo-, termina sonando falso. Al mismo tiempo, hay en Mis hijos algunas secuencias cargadas de sincero lirismo, sobre todo la diatriba de Eyad explicando cómo la obra literaria de Amos Oz usa el odio del árabe. Estos momentos donde la película se anima valen la pena, pero son demasiados furtivos para poder crear una fuerza llevadora que emane del conjunto.
Libertades salvajes Mustang: Belleza salvaje (Mustang, 2015) hizo mucho ruido en su lanzamiento en el 68 Festival de Cannes, seleccionado en la “Quinzaine des réalisateurs”. El primer largometraje de Deniz Gamze Ergüven, que tiene una repercusión internacional inesperada (preseleccionado como mejor película extranjera en los Oscars y nominado para los Golden Globes), es un himno a la libertad, fresco y fogoso. Deniz Gamze Ergüven es turca pero estudió dirección de cine en Francia, en la FEMIS, una de las escuelas de cine más reconocidas del país. Con Mustang: Belleza salvaje, decide filmar su país natal, poniendo en escena, en el marco de un pueblo alejado de Turquía, la historia de cinco hermanas (Sonay, Selma, Ece, Nur y Lale) poco a poco encerradas por completo. Tanto en la casa familiar, que se convierte en una torre insuperable, como en sus vidas- se tienen que casar una por una- las protagonistas principales están sometidas a las decisiones del patriarca de familia. Parecería que el tema del encierro es una importante fuente de reflexión para la directora ya que Mustang: Belleza salvaje hace eco de su primera película de escuela, un documental llamado Libérables (2006), que constituye una serie de encuentros con hombres recién salidos de la cárcel y que hablan de sus años atrás de las rejas y su vuelta a la libertad. Esta vez de manera ficticia, propone abordar el encierro por la forma del cuento. El guión muy romanesco (firmado por la misma directora y la reconocida Alice Winocour) hace de las protagonistas verdaderas heroínas. Puntuada de coups de théâtre, la trama narrativa se concreta a través de una filmación muy rápida: La cámara, voluble, se mueve en permanencia, con las ganas de no perder ningún movimiento de las cinco actrices. Aunque a veces pueda resultar un poco agotador, despertando la necesidad de contemplación y de descanso en medio de este ritmo frenético, permite sumergirse por completo en la acción. Además, la música de Warren Ellis, por su mezcla de gravedad y melancolía, ofrece momentos de verdadera suspensión en el relato. En esta movilidad de la imagen confluye la fuerte “inquietud de vida” de las heroínas, que sin duda da su nombre a la obra. Mustang es el caballo salvaje indomable, y también el auto famoso por su velocidad. Asimismo, todo va muy rápido en la intriga como en la vida de las hermanas durante este verano. Se siente en efecto la increíble potencia de la unidad, hecha por varias identidades, a lo largo de las escenas de grupo. Son cinco, pero cuando están juntas, parecen una sola entidad. De hecho, Ergüven habló del grupo como una suerte de Hidra de Lerna: cada una tiene sus individualidades, pero componen un mismo cuerpo. La más joven, Lale, tiene que pasar por varias pruebas para poder salvarse, para crecer y construir su propio mundo, su propia forma de manejar (y esto en sentido literal). Por ella, se puede pensar que se salvan todas, como la Hidra que pierde cabezas pero que sin embargo sobrevive. Este grupo contraataca el encierro que les impone Erol, el tío monstruoso. Una inmensa fuerza proviene de la fusión de todos sus caracteres, de sus feminidades poderosas y desbordantes. Los cabellos vuelan, juntos a las risas y gritos dentro de esta casa/cárcel más y más austera. ¿Las castigan porque sus entrepiernas tocaron los hombros de los varones con quien jugaban en el mar? En un tenso plano secuencia, Lale agarra las sillas de la casa y las prende fuego: “ellas también tocaron nuestras entrepiernas”. Con este gesto lleno de espontaneidad e insolencia, prende fuego también a los diktats. Esta cárcel que Erol construyó se vuelve contra él, en la secuencia final, punto culminante de la acción. Sabiendo que el elemento disparador de la intriga de Mustang: Belleza salvaje es autobiográfico, ¿será una suerte de venganza de parte de Ergüven? Se puede leer así, pero de todas formas, los varios vínculos con lo real, incluida la decisión de filmar en un entorno natural, hacen que parte de la gracia de la película resida en que esta ficción romanesca no deje de ser el retrato de una sociedad existente.
La gracia de María Presente en la selección oficial del 68 Festival de Cannes en la sección “Un certain regard”, Alias María (2015), el segundo largometraje del colombiano José Luis Rugeles, logra poner en escena el horror y la complejidad de la guerra civil colombiana con una innegable sutileza. La guerra en el cine estadounidense fue representada varias veces enmarcada por una naturaleza imponente. En Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola o veinte años después con La delgada línea roja (The thin red line, 1998) de Terrence Malick, los soldados luchan en el medio de la selva, planteando de cierta forma la guerra como una vuelta al estado primitivo. La coproducción colombiana argentina Alias María se ubica dentro de esta herencia y habla de otra guerra mucho menos abordada en la ficción. La guerra civil colombiana, iniciada hace más de cincuenta años, es vista por los ojos de María, joven guerrillera de las FARC. María está embarazada, y para la guerrilla, eso es un problema ya que una mujer no puede ser guerrera y madre a la vez. Ahí comienza la oposición de María y también, la película. Con esta decisión, se plantea el eje clave del relato: el individuo y su autodeterminación contra la causa grupal, el dogmatismo sin cara. Este dios arbitrario decide por María y le impone sus reglas. María va a decidir poco a poco salir de este esquema trazado sin ella. El reino de la naturaleza, escenario de casi toda acción de Alias María, parece responder a una reflexión sobre el sin sentido de la guerra. Así como se repite el trabajo de las hormigas filmado en primerísimo plano, sirviendo ciegas a una causa que las supera, seguimos las idas y vueltas en la selva de los soldados siguiendo órdenes siempre vagas y sin objetivo claro. Embarazada, María es también responsable de llevar al bebé del comandante a un lugar seguro. Se arma ahí una doble confrontación que va a constituir toda la epopeya de María. Por un lado, su rol de guerrera se confronta a este nuevo rol de madre en devenir; y por otro lado su niñez se topa con una feminidad adulta. Hay algo bíblico en la epopeya de María, quien sin dudas no porta este nombre por casualidad. La vida depende de ella: además de llevarla en su cuerpo, tiene la responsabilidad de cuidar al bebé recién nacido del comandante. Y así, cierta poesía del Renacimiento se inmiscuye a lo largo de toda la película, en sus planos de noche y sobre todo con el plano donde María amamanta en secreto al bebé, verdadera Virgen con niño. De los callejones sin salida que constituyen la guerra y la condición de la mujer presa de su cuerpo, aparece sin embargo una luz tenue de esperanza al salir de esta oscuridad opaca. Con la secuencia final, se vislumbra otro camino posible.