Zama

Crítica de Diego De Angelis - La Izquierda Diario

La intimidad del deseo

Después de nueve años se estrena una nueva película de una de las directoras más importantes del cine de nuestro tiempo: Zama (2017) de Lucrecia Martel, basada en la novela homónima de Antonio Di Benedetto. Apenas empezó a circular el rumor de que la directora de La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008) estaba trabajando en una versión cinematográfica de la primera novela del escritor mendocino, la ansiedad se apoderó no solo de los fieles seguidores de Martel, sino también de la comunidad literaria que conserva una fervorosa y secreta fascinación por la novela emblemática de Di Benedetto, hasta hace poco tiempo relegado al panteón de los escritores olvidados -recién a fines del siglo pasado comenzó un tímido proceso de revalorización crítica y editorial de su obra, con gestos importantes pero todavía insuficientes-.

Si hay algo de inmediato reconocible en Di Benedetto y en Martel es la disposición, cada uno a partir de su propio lenguaje expresivo –aun cuando en ambos casos los límites de su autonomía estética permanezcan imprecisos-, a crear un universo ficcional muy particular, extraño, en donde el lector y el espectador no pueden más que introducirse gradualmente, encantados ante lo que tienen ante sí. Palabras, imágenes y sonidos configuran en Di Benedetto y en Martel una tríada significante que promueve la proyección de una experiencia inconmensurable, más allá de la historia narrada. Más allá o en absoluta correspondencia.

Mucho se ha dicho acerca del carácter "infilmable" de Zama. Todo trabajo de transposición de una obra literaria al cine conlleva a priori una discusión acerca de posibilidades, imposibilidades, fidelidades y traiciones. Sin embargo, invocar el carácter “infilmable” de determinados textos revelaría una forma –un tanto perezosa –de pensar el proceso en su conjunto, cuando el cine tan solo funcionaría como un simple medio para ilustrar una historia previa. Decisión que implicaría la muerte del cine y sus posibilidades creativas. Si el cine se propone producir una versión particular de la obra en la que tan solo se asienta en primera instancia, ningún texto debería considerarse imposible de filmar.

Pero la transposición si presenta un riesgo, inevitable, más evidente cuando el libro detenta mayor grado de complejidad en su composición formal y narrativa. El nivel de fidelidad o traición no debería definir la eficacia del film. Su potencialidad acaso tenga más que ver con aquello que puede hacerse –o no- con el texto precedente. El ingenio o la disposición creadora del/a director/a tal vez sea lo que mejor impulse la conquista de un nuevo sentido y una nueva experiencia, esta vez cinematográfica. La fidelidad, en definitiva, con el propio estilo, con la propia búsqueda artística.

En este sentido, Lucrecia Martel vuelve a confirmar su talento, su enorme poder de imaginación para filmar un texto que exhibe desde el comienzo un estilo excepcional –en tanto que único-, a partir del cual emerge el discurso íntimo de un hombre cuyo conflicto está situado fundamentalmente en el orden de la subjetividad.

Si bien Martel recurre a los principales episodios que puntean la acción dramática de la novela de Di Benedetto, su película ofrece una asombrosa composición visual y sonora que promueve una versión fascinante de la historia de Diego De Zama, el desdichado asesor letrado de una remota colonia americana de fines del siglo XVIII –presuntamente cerca de Asunción del Paraguay, una polifonía de distintas lenguas infiere un territorio nunca mencionado-, que espera un traslado a la metrópoli -o, al menos, a alguna ciudad de mayor prestigio- que nunca llega. Un ascenso continuamente prometido pero postergado ad infinitum que definirá la paulatina e irremediable degradación física y psíquica del protagonista. El deseo de un viaje es lo que moviliza a Zama. Pero un viaje que revelará, desde el comienzo, otro perfil, acaso más secreto y contradictorio, ostensible incluso en su propio cuerpo.

La primera escena es, por tal motivo, notable. Zama (una magistral interpretación de Daniel Giménez Cacho) contempla, en la orilla de un río, el horizonte. La orilla delimita espacialmente la existencia de una realidad escindida. La posición del cuerpo de Zama aparece definida por una tensión imperceptible. Un leve arqueo de su cadera desmiente la presunta firmeza a partir de la cual se asienta -él y su deseo-. Zama observa el horizonte, que no es otro sino su destino, contraído. Como si secretamente luchara por permanecer allí, a la espera de buenas noticias sobre el ascenso pendiente. Incómoda, forzada, su posición es la de alguien que no anuncia actuación firme. La de un hombre que no se resigna y que permanece en pie, en lenta declinación, a la expectativa. La posición manifiesta de una pose.

O la permanencia de una impostura. Casi como la estatua de un prócer menesteroso que espera noticias de la providencia. La atención de Zama se verá interrumpida por el vocerío de un grupo de mujeres desnudas. Hacia ellas se dirigirá su mirada deseante. Escondido entre plantas y arbustos, espiará sus cuerpos. El film de Martel colocará en primer plano la mirada huidiza del protagonista, su disimulada vigilia, sus ojos que miran y que no, en culposo vaivén. Una mirada que simula y que ofrece la caracterización precisa del personaje: Zama espera noticias de su mujer e hijos, del traslado que no se concreta, pero se distrae infructuosamente con el objeto de sus deseos ocultos. En una escena formidable por la condensación simbólica de un estado anímico -la puesta en escena de Martel será perfecta en ese sentido-, un primer plano muestra el rostro acalorado de Zama. Mientras en off recita una carta a su esposa, por debajo irrumpen manos femeninas que comienzan a desvestirlo y, mediante un baño frío, apaciguan su calentura.

Esquiva y solapada, como la mirada del protagonista, es la imagen que concibe la cámara. No todo en el film de Martel estará expuesto en su totalidad. Mucho de lo que contemple Zama permanecerá fuera de campo, a oscuras. En algunas escenas, el pasaje –incierto- del orden de lo real al orden de los sueños se tornará visible a través de leves interferencias que proyectarán la visión dislocada de una conciencia atormentada. La presencia especular y fantasmática de mujeres indefinidas. En ciertas instancias, el letargo asaltará el sonido. La percepción de Zama se clausurará en esos momentos, enrarecida, abandonada sobre sí misma.

La búsqueda de mujer -la búsqueda de una mirada femenina que lo asista- definirá los pasos de ese otro viaje que intenta consumar Zama. No de cualquier mujer. Como un intento de sublimación erótica de sus pretensiones, posará sus ojos exclusivamente sobre mujeres blancas y españolas, capaces de ofrecerle aquello que por ser americano no tiene. El protagonista se sentirá atraído por los encantos de Luciana (Lola Dueñas), la esposa del ministro de hacienda, con quién mantendrá breves escarceos románticos, diálogos picantes que tan solo servirán para demorar la efectiva realización del encuentro sexual. A partir de un tono ligero y zumbón Martel expondrá el carácter absurdo de sus desdichas amorosas, la imposibilidad de encauzar su deseo, las ínfulas de una identidad menospreciada.

La paulatina decadencia del protagonista evidenciará el paso del tiempo. El derrotero de Zama terminará por conducirlo a la expedición de un grupo del ejército, comandado por el capitán Parrilla (Rafael Spregelburd), en busca del temido bandido Vicuña Porto, figura omnipresente durante el transcurso de la historia. Zama penetrará en tierra de indios, como último paso en su carrera hacia el total despojamiento, como posibilidad última de redención. La última parte de la película es alucinante.

En algún momento del film, un tal Manuel Fernández, escriba de Zama, expondrá, después de ser descubierto por escribir ficción durante el trabajo, el fundamento de su producción artística: la ausencia de un amo que gobierne su escritura. Una expresión decisiva que bien podría definir el trabajo de Lucrecia Martel, quien filma, con absoluta prescindencia de cualquier mandato que pre-escriba su forma de hacer cine, nada más ni nada menos que una obra inconmensurable. Su tan esperada obra maestra.