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Crítica de Milagros Amondaray - La Nación

En medio de remakes, reboots, precuelas y secuelas, el realizador Brandon Christensen apostó por un film de género que no se sintiera como un refrito de otras historias, pero cumplió a medias con el objetivo. Zeta tiene ineludibles puntos de contacto con la brillante producción de Jennifer Kent, El Babadook, en la cual también una madre contemplaba con desesperación cómo su hijo iba siendo consumido progresivamente por una fuerza maligna. A diferencia de la película australiana, la de Christensen carece de vuelo visual y, en cuanto al plano narrativo, la clásica división en tres actos no colabora en esa búsqueda de originalidad, más bien potencia el tedio.

El film muestra las interacciones entre Josh (Jett Klyne) y un amigo imaginario, que comienza como un juego, suerte de rito de pasaje de la niñez, y luego deriva en una posesión demoníaca en la que la madre del pequeño, Elizabeth (Keegan Connor Tracy, en una interpretación con bienvenidos matices), cumple un rol central, con una vuelta de tuerca que al menos sacude un poco la predictibilidad del relato y resignifica varias secuencias. De todas formas, en un contexto en el que exponentes del terror buscan inquietar a plena luz del día (desde Te sigue, de David Robert Mitchell, a Midsommar, de Ari Aster), Zeta no se destaca y se queda muy atrás en un género proclive a las fórmulas gastadas.