Z

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Las malas influencias

Por misterios inexplicables de la distribución cinematográfica latinoamericana Z (2019), película canadiense de Brandon Christensen, llega a las salas tradicionales luego de dos años de su verdadera aparición y encima después de haber pasado en 2020 por Shudder, servicio de video on demand vía streaming similar a Netflix y a tantos otros competidores de un rubro ya saturado como consecuencia de la pandemia del coronavirus y de cambios tecnológicos ya en marcha desde el comienzo del nuevo milenio, aunque en este caso especializado en terror, thrillers y fantasía sobrenatural en general. Al igual que muchísimas propuestas semejantes de hoy en día, el film que nos ocupa no tiene ni un gramo de originalidad y se ubica en una medianía que acumula tantos puntos a favor como en contra sin llegar a constituir en última instancia una experiencia interesante aunque tampoco cayendo en el subsuelo cualitativo de los bodrios del mainstream actual de pretensiones populares, lo que por lo menos nos deja con el consuelo -algo mucho lamentable, es cierto- de que la pata indie del cine de género no está tan venida abajo como uno podría esperar.

La historia en sí comienza con aquella fórmula del purrete del demonio de La Mala Semilla (The Bad Seed, 1956), de Mervyn LeRoy, pero combinándola con la obsesión fantasmal de Poltergeist (1982), de Tobe Hooper, y a posteriori deriva en una suerte de fábula de fetiche romántico malsano espectral a lo El Ente (The Entity, 1982), de Sidney J. Furie, aunque desde el imaginario del J-Horror en su acepción norteamericana modelo James Wan, léase La Noche del Demonio (Insidious, 2010) y El Conjuro (The Conjuring, 2013). Christensen ya había demostrado su prolijidad y falta de ideas novedosas en su obra previa, El Demonio Quiere a tu Hijo (Still/Born, 2017), y lo volvería a confirmar en la siguiente, Superhost (2021), la primera un refrito de las premisas de Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007), de Oren Peli, El Otro (The Other, 1972), de Robert Mulligan, y El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), de Roman Polanski, y la segunda de ingredientes de Misery (1990), de Rob Reiner, y del célebre díptico de Patrick Brice, aquel compuesto por Creep (2014) y Creep 2 (2017), ambas protagonizadas por un tremendo Mark Duplass.

Aquí es Elizabeth “Beth” Parsons (Keegan Connor Tracy) la pobre madre que se topa con el hecho de que su hijo de ocho años, Joshua (Jett Klyne), está bajo el halo de la muy mala influencia de una entidad de ultratumba que responde al nombre de Z y que se hace pasar por su mejor amigo, en realidad un trampolín para ejercer presión sobre la mujer, por cierto casada con un tal Kevin (Sean Rogerson) que desde ya no le cree nada cuando le cuenta del acoso fantasmagórico a diferencia de la infaltable figura de autoridad que aporta el saber necesario para desentrañar la verdad, el Doctor Seager (el querido Stephen McHattie), psiquiatra veterano que eventualmente le comunica a Beth que ella también de chica jugaba con un supuesto amigo imaginario que se mostraba bastante posesivo. Z pasa de controlar al nene, llevándolo a empujar desde lo alto de las escaleras a un compañero de escuela, a arremeter contra el marido, matarlo y utilizar de rehén a Joshua con el objetivo de que ella se entregue de una buena vez y se concrete la aparente meta final del monstruo inmaterial, eso de tenerla tanto como pareja sexual como de compañera permanente de juegos pueriles.

Christensen, como decíamos con anterioridad, aburre con jump scares remanidos aunque también crea algunos instantes de verdadero suspenso potable gracias a su idea de nunca mostrar del todo al acosador espectral más que por un par de segundos aquí o allá, concepto que puede resultar un tanto exasperante para algunos espectadores con poca paciencia pero que funciona en el marco narrativo del director y guionista, más volcado a la atmósfera tenebrosa que al gore o la carga sexual explícita de la muchísimo mejor El Ente. Z, criatura materializada en un CGI bastante pobretón, se mueve como un psicópata estándar que gana la confianza de sus presas y luego las utiliza para sus caprichos y eso le agrega carnadura al convite, lo mismo ocurre con las mentiras cruzadas del matrimonio Parsons, él ocultándole a ella unas tarjetas rojas de amonestación escolar por el comportamiento violento del niño y ella haciendo lo propio para con su marido en materia de la medicación que le enchufa a escondidas al purrete, a lo que se suma la típica hermana alcohólica y atrapada en la adolescencia, Jenna (Sara Canning), y una madre muriendo de una enfermedad terminal, Alice Montgomery (Deborah Ferguson), lo que genera que Elizabeth, una burguesa de buen pasar, no ande con muchas ganas de andar soportando la ciclotimia freak de su hijo símil esa bipolaridad de El Extraño Caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1886), de Robert Louis Stevenson. El pequeño Jett Klyne y Keegan Connor Tracy, una actriz de una vasta experiencia televisiva, se cargan la película encima y cumplen muy bien pero el opus de Christensen es demasiado derivativo como para tomarlo verdaderamente en serio y para colmo carece del desparpajo y la soltura de la Clase B de antaño al punto de que su sustrato discursivo inofensivo -lejos del gore, la efervescencia y los desnudos- termina siendo su peor enemigo en términos de conseguir destacarse en la comarca retórica de los engendros bajitos del averno a lo La Profecía (The Omen, 1976), de Richard Donner, y en su homóloga de aquellos espíritus homicidas de Ju-on (2002), de Takashi Shimizu, amén de las posibles comparaciones con obras variopintas recientes como Tenemos que Hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, 2011), de Lynne Ramsay, The Babadook (2014), de Jennifer Kent, y Cuando las Luces se Apagan (Lights Out, 2016), de David F. Sandberg, entre un sinfín de películas parecidas que caen en el raudo olvido…