Yo soy Tonya

Crítica de Matías Oniria - Visión del cine

En su nueva película, una muy particular biopic, Craig Gillespie (Lars y la chica real) está atento a la comedia y al drama por partes iguales y se vale de variados recursos narrativos (falso documental inspirado en testimonios reales, ficción de los hechos donde se rompe la cuarta pared) no para reconstruir una historia de modo pretendidamente fidedigno, sino para volverla eje desde el que abordar, con frescura, el lado salvaje de nuestro espíritu hambriento de tragedias ajenas.
Hay deportes que implican, más allá de un universo moral, un desempeño estético, lo que significa que no sólo precisan de un deportista con duro entrenamiento sino de un modelo de “belleza”, un “arquetipo de ganador”, un “artista” sensible capaz de representar los valores elitistas, monopolizados, que envuelven, justamente, el concepto de “bello”, de “perfecto”. Estos deportes -llamados artísticos- buscan, aparte del talento para la hazaña, generar un particular modo de encadenar al deportista con el deporte, una alianza que deje constancia de la relación simbiótica entre ambos, para reforzar la idea de que esa “belleza” debe tener origen por fuera de la disciplina, llenando de pureza y naturalidad el acto artístico en sí. Lo “bello” no puede ser sólo representado, tiene que ser vivenciado, para que el deportista no pierda su aura de artista genuino, para que no haya vislumbre de fraude para el consumidor, para que los juicios y prejuicios que acompañan siempre a la subjetividad puedan consagrarse y sean pilares de un estatus, una vara profesional pero también social, por consiguiente: humana.

Tonya Harding era reconocida por ser una eminencia en uno de esos deportes: el patinaje artístico sobre hielo. Era la única mujer estadounidense capaz de realizar una prueba por demás difícil y riesgosa. Proviniendo de la clase baja fue parte de un deporte donde la clase alta ya había clavado su bandera de pertenencia. Para abrirse paso tuvo que luchar contra constantes miradas de desaprobación (por su ropa, las canciones elegidas para sus performances, sus modales a la hora de hablar en público) hasta que terminó hundida por su propio entorno, que la sometió a ser el ícono caricaturesco de todo eso que buscaba sacudirse de encima con esmero y una desesperada dedicación.

La cultura deja de pedir sacrificios humanos para entregarse a sí misma como ofrenda, adhiriendo al canibalismo más puro. La cultura se vuelve sarcástica, irónica, contradictoria. Se toma tan en serio que termina siendo un chiste. O se ríe tanto de sí que el asunto termina siendo serio. El director australiano no tiene miedo de reírse y no tiene miedo, una escena después, de tomarse en serio a sus objetos de burla. Logra un análisis personal y atractivo.

Es probable que hasta el momento no hayas escuchado sobre Tonya Harding, pero igual de probable es que te hayas cruzado con referencias a su figura o su infortunada historia en series, películas y productos que coquetean con la cultura popular norteamericana. Su nombre quedó ligado, mediando los noventas, a la imagen del deportista célebre/reconocido que resulta acusado de atentar contra su principal rival para prohibirle competir y así hacerse, deshonestamente, con el triunfo. El deportista de actitud reprobable. Gillespie aborda a Tonya Harding para explorar ese suceso que la volvió tristemente célebre y que significó un paradigma para el sensacionalismo de la prensa más inescrupulosa que buscaba ansiosa alguien a quien juzgar, culpar, ajusticiar, regodeándose en el morbo de una sociedad que ya empezaba a mostrar su gusto por la sangre de sus propios ídolos.

Margot Robbie construye a una antiheroína consistente, empática, de errores recursivos, humana, abusada por su madre y su pareja, irreverente. No hay modo de que su posible triunfo sea limpio. El juego sucio la envuelve, los golpes la inspiran a ser mejor, quiere escapar, reafirmándose en sus miserias de modo constante. Harding tiene una personalidad adictiva, punk, rebelde y no es sólo la visión de Gillespie la que la revitaliza y dimensiona, Robbie se encarga de darle espíritu y forma con una mirada siempre en alto, desafiante, con gestos duros, tono despreocupado y cautivador: sabe que las sonrisas y las lágrimas la orbitan. Así lo reflejan también los temas de la maravillosa banda sonora, banda siempre enérgica, siempre marginal más allá de lo clásico, siempre rock en sus matices más pop.

Del mismo modo, Allison Janney se luce como una madre sin posibilidades de redención y se lleva el Oscar a Mejor Actriz de Reparto más que merecidamente. Interpretando a una mujer que vuelca en su hija su propio fracaso, logra el tono adecuado para que, sin necesidad de que termine cayéndonos bien, nos alegremos cada vez que entra en pantalla con sus hilarantes muestras de amor/desprecio.

Menos afortunado es el retrato que se hace del ex esposo de Harling (Sebastian Stan) y de su bizarro secuaz (Paul Walter Hauser), ambos culpables de llevar a cabo el plan que disparó el estrepitoso final de una prometedora carrera olímpica. En ellos hay un factor de torpeza que no se ajusta del todo a la construcción del resto del universo, que les quita profundidad aún cuando las actuaciones son igualmente acertadas. Parece que no fueran tomados en serio, que es muy distinto a ser revisionados para un chiste mayor.