Yo, Daniel Blake

Crítica de Andrés Brandariz - Cinemarama

Perdiendo el tiempo

El cine político es, para aquel que goza del séptimo arte en su variable más poética de construcción de sentido, motivo de recelo. La película siempre amenaza con convertirse en un panfleto, un “engaño” en el cual las emociones de algún incauto son manipuladas para introducirle el odioso “mensaje”, la “moraleja” que convierte a la obra de arte en alegoría y didactismo.

Yo, Daniel Blake está más allá de estas teorizaciones. La película ganó en 2016 la Palma de Oro en Cannes signada por la polémica: fueron criticados el trazo grueso de su guion y su descaro a la hora de apelar a la conmiseración por sus personajes. Cabe aclarar que quien haya podido esgrimir estas razones para restarle mérito no sintió esta película: puede haberla visto, pero sin dudas evitó dejarse llevar por la honestidad de su puesta en escena y la admirable falta de regodeo en sí misma que Yo, Daniel Blake exhibe. Ya no se hacen películas como esta. De verdad.

El relato tiene como protagonista al Daniel del título (Dave Johns), un obrero independiente de Newcastle de 59 años. Daniel enfrenta una delicada condición cardíaca y su médico le ha prohibido trabajar. Debe solicitar ayuda económica estatal, la cual jamás ha necesitado hasta ahora. Cuando una “profesional del cuidado de la salud” estima que no reúne las condiciones necesarias para recibir esta ayuda, Daniel decide apelar su decisión. Esto lo enreda en un mundo burocrático que lo empuja cada vez más a la exclusión y a la pérdida de su dignidad. Obligado a completar interminables formularios, responder preguntas irrelevantes y esperar llamados que nunca llegan, Daniel Blake se encuentra obligado a perder el tiempo en un sistema diseñado para vencerlo, mientras su salud corre peligro.

Ese “perder el tiempo”, al cual el protagonista alude reiteradamente a lo largo del film, es uno de los aspectos que le da vuelo a una película que podría haberse convertido en un panfleto político contra la injusticia social en la Inglaterra de David Cameron. El tedio al que se somete a Daniel tiene una fuerte cuota de comedia absurda que genera tanta risa como impaciencia.

Pero se trata de un tedio que sólo atraviesan los personajes, porque en la película pasa de todo: Yo, Daniel Blake se ocupa del espectador y le ofrece un rico abanico de grandes escenas. Párrafo aparte merece Katie (Hayley Squires), madre soltera de dos hijos con la cual Daniel traba amistad. Es Katie quien encarna la mayor cantidad de las situaciones “de trazo grueso”. Una en concreto ocurre en una banco de comida para pobres: en mitad del recorrido por las góndolas, Katie abre una lata de conservas y se come su contenido con desesperación, después de días de pasar hambre para alimentar a sus hijos. La puesta en escena de este momento ultrajante, patético, de una profunda amargura, tiene un impacto demoledor. De pronto la película ingresa en el terreno del neorrealismo italiano, de Los 400 golpes, de ese cine de denuncia furibunda contra la anulación del hombre. No en vano dice Ken Loach que Ladrón de bicicletas es una de las películas que lo motivó a hacer cine.

Yo, Daniel Blake es una película de denuncia como solo el cine social europeo puede ofrecer: conmueve sin reparos, está determinada a que el espectador sienta. Ingresa repetidas veces en el terreno panfletario tan temido, sobre todo en su tramo final. Pero su desapego de toda pretenciosidad le permite continuarse en la mente (y la acción) del espectador, en una fábula de alarmante actualidad y relevancia.