Y ahora adónde vamos?

Crítica de Fernando López - La Nación

Fábula encantadora y una lección de tolerancia

No se sabe el nombre del lugar donde transcurre esta fábula: un pueblito aislado entre montañas, cercado por terrenos minados. En él conviven dos comunidades diferentes y eso está a la vista desde el principio, cuando las mujeres, todas de negro, atraviesan una zona desértica rumbo al cementerio: unas llevan cruces, otras, el velo islámico. En esa sugestiva escena inicial van caminando al mismo tiempo que bailan, todas similar coreografía, expresiva del dolor que padecen, que es el mismo: han perdido a sus hijos o a sus maridos; también son las mismas las penurias que deben sobrellevar.

Y es el mismo el enemigo al que deben desterrar: la guerra que ha dejado esas profundas cicatrices. Harán todo lo que puedan para defender la provinciana paz en la que han aprendido a convivir. Y deberán poner en práctica esa determinación cuando la televisión les traiga la noticia de que en algún lugar del mismo país se ha reencendido la mecha de la violencia entre musulmanes y cristianos. Entonces, la hostilidad rebrota entre los hombres, crece cada día con cualquier pretexto: en ellos se reabren las heridas. Las mujeres, en cambio, le han dicho basta al sufrimiento. Y actuarán en consecuencia, aunque tengan que recurrir a trampas, ardides y aun al empleo de drogas.

¿Y ahora adónde vamos? está lejos de ser un film feminista. Es una fábula que Nadine Labaki, la excelente realizadora de Caramel , construye con singular atrevimiento formal: el tono de comedia prevalece y a veces trae a la memoria la picaresca de la commedia all'italiana , pero el drama está latente. La muy bella música -de Khaled Mouzanar, marido de la directora- acompaña en unos y otros casos y a veces suma el festivo espíritu de la danza, pero la posibilidad de la tragedia, siempre próxima, se concreta en una de las escenas más conmovedoras del film, donde Claude Baz Moussawbaa, que es en realidad directora de una escuela de música en un pueblo libanés, se revela como una actriz excepcional. La elección de muchos de los intérpretes entre los habitantes de Taybeh, Douma y Mechmech, ha sido un hallazgo (sólo son profesionales el musulmán que encarna al sacerdote maronita, el cristiano que personifica al imán y la propia Labaki, que se luce como la dueña del bar; y, claro, la troupe de artistas venidas de ex territorios soviéticos que en un momento harán su aporte a la causa de la pacificación), por la autenticidad que confieren al verdadero protagonista del cuento, que es el pueblo entero. Otro acierto no menor del film -y buena parte de su encanto- proviene de los escenarios elegidos y de las refinadas imágenes de Christophe Offenstein.

Pero sin duda el mérito mayor corresponde a Labaki, que consigue hacer equilibrio entre tantos elementos y amalgamarlos para superar la un poco caótica presentación de los personajes del pueblo en el comienzo y hacer que la narración avance en un crecimiento constante hasta llegar a la plena emoción de las secuencias finales, mucho más elocuentes que cualquier discurso.