Woody Allen - El documental

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Tiempo Argentino

El personaje y sus creaciones

El director de biografías de comediantes como W. C. Fields, Mort Sahl y Lenny Bruce, encaró ahora un film con testimonios de Sean Penn, John Cusack, Penélope Cruz y Naomi Watts.

El punto de inflexión fue la escandalosa separación con Mia Farrow y la relación con la joven Soon Yi, hija adoptiva de la actriz de El bebé de Rosemary. A partir de allí, el nombre y la figura de Woody Allen recorrieron pasillos judiciales y revistas de espectáculos, dedicadas a investigar las idas y vueltas privadas del genio de Manhattan y Annie Hall.
Allen habla de esto y de mucho más en el documental de Robert B. Weide, pero Mia Farrow no aparece en cámara y sí lo hacen más de veinte entrevistados que testimonian y articulan un discurso repleto de elogios para el personaje nacido Brooklyn. Woody Allen ya dirigió más de cuarenta películas, muy buenas, buenas, regulares, malas y muy malas, razón por la que Weide recorre con excesivo detalle semejante filmografía.
El documental transmite una sensación ambigua. Por un lado, están las confesiones y los relatos de Allen a cámara, recordando sus inicios como escritor y guionista, además de su presencia en la televisión de los años '60, mostrada a través de fragmentos poco conocidos. Allí Woody Allen: el documental descansa en la novedad, en la génesis del futuro creador de un estilo propio, en el germen del amante de Nueva York. También, esa primera mitad del trabajo de Weide muestra a un Allen irónico con su infancia y adolescencia –aparece su hermana hablando de él–, su amistad con Tony Roberts (compinche en Manhattan y Annie Hall), su relación con Diane Keaton, su malestar cuando estudiaba, rechazando las imposiciones de profesores y maestros.
Hasta allí, el documental –nada original desde sus decisiones estéticas–, aferrado a un concepto televisivo más que cinematográfico, recorre al creador desde el sarcasmo, el latiguillo mordaz al que Woody Allen apelaba en sus mejores creaciones desde los años '70 hasta Crímenes y pecados. Pero Weide da la impresión de que vio a las apuradas la obra del autor, ya que desde allí en adelante, el trabajo se sumerge en una rutina de testimonios y frases hechas (¿habrá algún documental de estas características en donde no aparezcan Sean Penn y Scorsese?), invadiendo el territorio de la obviedad y del manual para iniciados.
Parece mentira, pero poco hay de Woody Allen y su manera de marcar a los actores y de su proceso creativo, más allá del lugar común al referir a su obsesión por el guión. En ese extenso segmento, el trabajo de Weide transparenta su pereza de mero formulario, elegíaco para su personaje, convencional en su propuesta, rutinario y poco más desde su merecida celebración.