Winnie the Pooh: miel y sangre

Crítica de Marcos Ojea - Funcinema

UNA PELÍCULA HIJA DE POOH

Un slasher con Winnie the Pooh. La idea, que por un instante puede resultar atractiva (no tanto como una película para ver, sino más bien para saber que existe), surge de una cuestión legal: en enero de 2022, los derechos del osito amarillo y compañía, creados por Alan Alexander Milne, pasaron a ser de dominio público. A raíz de esto, al productor y director Rhys Frake-Waterfield se le ocurrió que podía funcionar una historia de terror donde los populares animalitos antropomorfos fueran los asesinos. Y tenía razón. Desde que se anunció, Winnie The Pooh: miel y sangre no paró de acumular expectativas y, al día de hoy, la recaudación ya superó con creces el discreto presupuesto. Un éxito comercial genuino. Después, claro, está la película en sí: una experiencia agotadora en el peor de los sentidos, que no merece demasiada atención más allá de -repetimos- la anécdota de su existencia. Pero como esto es una crítica de cine, no nos queda otra.

La introducción de Winnie The Pooh: miel y sangre, por lejos lo mejor de la película, nos cuenta en formato animado la historia de un niño llamado Christopher Robin, que se hace amigo de unas criaturas en el bosque de los 100 Acres. Los mutantes mitad humanos – mitad animal crecen junto al niño, hasta que éste, ya adulto, se marcha a la universidad. Solos, marginados y hambrientos, optan por comerse a uno del grupo (el depresivo burro Igor), y ese acto los transforma en salvajes. Llenos de odio y resentimiento, deciden abandonar cualquier rasgo de civilidad, y se convierten en una leyenda sanguinaria del bosque.

El presente, cinco años después, nos presenta dos caminos que conducen de nuevo al punto de origen. Por un lado, el propio Christopher, que vuelve al bosque junto a su novia, con la esperanza de reencontrarse con sus viejos amigos. Por el otro, María, una joven con un episodio traumático a cuestas, que por recomendación de su terapeuta se toma unos días de descanso con amigas en una casa de campo, justo al lado del bosque. Una vez señaladas las víctimas, aparecen los verdugos: el oso Pooh y el cerdo Piglet, los dos sobrevivientes del frenesí homicida iniciado por ellos mismos años atrás. Armados con la utilería clásica del slasher (es decir, herramientas), se lanzan a la cacería sedientos de sangre y venganza.

Para intentar disfrutar de Winnie The Pooh: miel y sangre habría que suspender el verosímil, y no hablamos sólo de aceptar la situación de un oso y un cerdo, ambos con forma humana, matando gente. Nos referimos a aceptar que las condiciones mínimas para que una historia de terror funcione, no van a estar. Ni en la forma ni el fondo. Y no se trata tampoco de una cuestión de presupuesto, porque se sabe que la voluntad y la imaginación pueden reportar grandes resultados. Acá sucede lo siguiente: una vez establecido el concepto, lo que queda es entregarse a la explotación. Porque eso es esta película, cine exploitation, pero con una carencia asombrosa de inventiva y de ganas. Es como si los responsables, después de pegarla con la idea del slasher con Winnie The Pooh, se hubieran quedado sin energía para llevarla a cabo.

Lo que vemos entonces es un trámite apurado y mal editado, con ecos de otras películas que no funcionan ni como cita ni como robo, y con una pretendida seriedad que vuelve todo mucho peor. Porque si Winnie The Pooh: miel y sangre decidiera al menos entregarse a lo bizarro, a la explotación pura y dura, probablemente no sería una buena película, pero quizás sería divertida. La falta total de sentido del entretenimiento que aparece por cada rincón de esta producción, despierta inevitablemente ese tufillo a estafa. Sabíamos que veníamos a comprar algo barato, pero nos dieron algo roto que no se puede arreglar. ¿Conclusión? Ojalá le toque a algún otro redactor de este sitio cubrir la secuela. Si quiere, lo acompaño hasta la puerta y lo espero para tomar algo después.