Warcraft: El primer encuentro de dos mundos

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

El regreso del trazo autoral.

Sinceramente representaba todo un misterio qué podría surgir del encuentro del universo de Warcraft, uno de los videojuegos de estrategia en tiempo real más famosos de los últimos veinte años, y la idiosincrasia fantástica/ humanista de Duncan Jones, hijo del gran David Bowie y responsable máximo de las extraordinarias En la Luna (Moon, 2009) y 8 Minutos antes de Morir (Source Code, 2011), dos de las poquísimas joyas que nos ha dado la ciencia ficción de los últimos lustros. La obra resultante es una maravillosa sorpresa porque ofrece una visión específica e integral del material de base y se despega de la infinidad de productos similares con los que nos viene torturando el mainstream: mientras que la lucha entre seres humanos y orcos está planteada desde una óptica adulta que analiza los intereses de ambos bandos, la epopeya nunca se engolosina con la espectacularidad barata y esa sensiblería de cotillón de -por ejemplo- los opus recientes del otrora valioso Peter Jackson.

Dicho de otro modo, a diferencia del resto del cine épico hollywoodense actual y su eterna catarata de exploitations de rasgos televisivos (pensemos en los bodrios de superhéroes o los duplicados del insoportable Harry Potter), Warcraft (2016) sí incluye una generosa dosis de desarrollo de personajes, no necesita mechar una secuencia de acción cada cinco minutos y en general avanza con la disciplina de los mejores relatos corales de antaño, esos que evitaban centrarse en un único protagonista todopoderoso, lo que también implica que aquí no tenemos a un adolescente palurdo en pleno “camino del héroe”. Sin descuidar el sustrato mitológico del enfrentamiento, la película adopta una lógica cercana a los vaivenes bélicos y políticos reales, sin duda toda una rareza tratándose de un blockbuster de estas características: invasiones para colonizar, desacuerdos estratégicos e intentos de golpes de estado son algunos de los pivotes del primer film sobresaliente inspirado en un videojuego.

El catalizador que utiliza el guión de Charles Leavitt y el propio director replica el conflicto principal de las consolas, el de la Alianza encabezada por los humanos contra la Horda de los orcos, y enfatiza la desesperación de estos últimos y el apuro por defenderse de los primeros. Como Draenor, el reino de los orcos, está agonizando, el hechicero Gul’dan (Daniel Wu) unifica a los distintos clanes y abre un portal hacia Azeroth, el hogar de los humanos, con el fin de emigrar y garantizar la supervivencia de los suyos. En el bando de los orcos nos encontramos con la historia de Durotan (Toby Kebbell) y su familia, un jefe guerrero que comienza a percatarse que la muerte de Draenor se debe al apetito insaciable de Gul’dan, quien se dedica a extraer la fuerza vital de todo lo que lo rodea para alimentar su magia destructora. Entre los humanos están el comandante militar Anduin Lothar (Travis Fimmel), el mago Khadgar (Ben Schnetzer) y Medivh (Ben Foster), el Guardián de Tirisfal.

Una jugada muy interesante por parte del film pasa por el hecho de que decide trabajar las dicotomías primordiales, las correspondientes a Durotan/ Lothar y Gul’dan/ Medivh, a la distancia y sin choques directos, a lo que se suma la presencia de Garona (Paula Patton), una mestiza con atributos semejantes a los de los hombres. Considerando el belicismo bobalicón y maniqueo de la mayoría de la producción cinematográfica norteamericana de nuestros días, resulta refrescante descubrir que en Warcraft se construye un retrato sutil de los entretelones de una contienda en la que las facciones en combate no funcionan como todos homogéneos y en la que el concepto de “guerra total” no está presente para suprimir las diferencias por matices. En este sentido, Jones logra respetar la idiosincrasia del juego para volcarla hacia un verosímil que balancea los componentes fantásticos -vinculados a Calabozos y Dragones– y las interpretaciones del siglo pasado de las leyendas medievales.

Precisamente son esos ecos lejanos de las aventuras literarias de J. R. R. Tolkien y Robert E. Howard los que predominan en el opus del británico, aportando una riqueza dramática que se percibe en especial en la interrelación de los personajes y el prodigioso desarrollo de la trama, en la que cada ingrediente calza perfecto sin necesidad de recurrir a latiguillos de manual o una verborragia inconducente. Otro punto a destacar es la utilización de los CGI, por fin puestos al servicio de la estructuración narrativa vía el énfasis en los pormenores del rostro de las criaturas y su acervo emocional. Hoy los orcos no son unos monstruos sin corazón que se regocijan con carne humana y los hombres tampoco actúan como unos agentes incorruptibles de la verdad y la justicia: Jones, asimismo, incluye fuertes arrebatos de violencia explícita como no veíamos hace tiempo y hasta saca provecho de Garona para incorporar algún que otro detalle de índole sexual. Ubicándonos en las antípodas de las focas aplaudidoras de la prensa y el público para con la despersonalización contemporánea del mainstream, sólo resta celebrar la vuelta de los trazos autorales a las propuestas de gran envergadura y el empoderamiento del relativismo humanista que rechaza todo absoluto…