Voley

Crítica de Elena Marina D'Aquila - Cinemarama

Yo soy tu amigo fiel

La segunda película de Martín Piroyansky como director supone nada más ni nada menos que un nuevo comienzo para la comedia argentina. El responsable de Abril en Nueva York explora esta vez nuevos terrenos en busca de la reinvención del género y como resultado obtiene Voley, la evidencia más clara de su evolución como cineasta.

En Buenos Vecinos –la más reciente de las maravillosas comedias dirigidas por Nicholas Stoller– el perfecto equilibrio de una pareja de recién casados se ve perturbado con la llegada a su nuevo barrio de una fraternidad dispuesta a todo para divertirse. En Voley, el orden se ve alterado por la aparición de una nueva integrante en un grupo de amigos ya establecido: una girl next door argentina que deja boquiabiertos a los integrantes masculinos y despierta las sospechas femeninas. A medida que avanza el relato, Piroyansky se encarga de subir la apuesta más y más, complejizando las relaciones entre los personajes y alternando diferentes ritmos narrativos. Porque al igual que Stoller, el director/guionista/actor argentino sabe manejar diferentes tiempos cómicos y recurrir a varios tipos de chistes que abarcan desde el humor físico hasta salvajadas varias y escatologías, de forma muy efectiva y como nunca antes fue visto en el cine nacional. Para lograr la magia que se ve en pantalla, Piroyansky se vale de una troupe de comediantes inesperados, pero nunca tan queribles y creíbles, integrada por Inés Efrón, Violeta Urtizberea, el Chino Darín, Vera Spinetta y Justina Bustos, cuyas tensiones y personalidades irán poco a poco cocinando a fuego lento el desastre final. Lo que comienza como un viaje desenfrenado termina convirtiéndose en un relato entrañable y conmovedor en el que los personajes no temen desnudar su alma ante la cámara, frente al espectador o delante de ellos mismos. La construcción de cada miembro del grupo es milimétrica y trabaja varias capas: zonas oscuras –como las que habitan en todos los grandes comediantes– y transparencias en donde quedan al descubierto traiciones, dolores, virtudes y defectos, exhibidos sin ningún tipo de juicio, más bien todo lo contrario: siempre desde el amor que les tiene Piroyansky a sus personajes.

El cine es movimiento y este comediante todo-terreno lo sabe, por eso construye toda la puesta en escena alrededor de su idea de dinamismo en el cuidadoso trabajo que hay en los diálogos, en los remates que caen en el momento justo y en las escenas que adquieren una inesperada fuerza cómica. Pero si hay algo central en Voley es la amistad como una de las relaciones más fuertes con las que cuenta el ser humano, algo alrededor de lo cual la Nueva Comedia Americana forjó su núcleo más sólido y su fuente de poder, el santo grial del que se nutre Piroyansky. El cineasta sub-30 busca y encuentra sus influencias en tres tipos de comedia americana: una es sin dudas la comedia adolescente de David Spade y Chris Kattan, es decir, la de los perdedores con suerte. La segunda es la línea escatológica que atraviesa la película y que va desde John Waters hasta los hermanos Farrelly. Y por último, Voley presenta una tercera vertiente (agri)dulce y melancólica que la acerca al cine de Ben Stiller y Greg Mottola. Ésta quizás sea la que aparece con más fuerza cuyo sentimiento luego se traduce en el plano final. Piroyansky es un director capaz de digerir todas estas referencias y retorcerlas hasta obtener un producto nuevo, inspirado en otros pero muy personal y, a la vez, original como lo es su última película, un artefacto que conoce bien las reglas de juego de la comedia clásica y sus mecanismos. Juguetona, delirante, cargada de energía y de una libertad arrolladora, Voley explota todos sus recursos a conciencia y se impone como un modo de prolongar la vida de una fórmula que sigue viva, por más que en nuestro país no goce del éxito que merece. Y eso, que no es poco ni es frecuente, hay que saber reconocerlo y agradecerlo cuando aparece. Algo similar sucedía décadas atrás, con el policial argentino, primero con Adolfo Aristarain –cuyos referentes fueron algunos de los maestros del cine norteamericano clásico– y años más tarde con Fabián Bielinsky.

Hay que dejar en claro que no es para nada común la presencia de un cineasta con la juventud y la precisión de Piroyansky, un artista que supo actualizar y despertar un modelo de comedia que permanecía casi en estado vegetativo en nuestro país, y que se fortaleció como el heredero argentino de la Nueva Comedia Americana sin renunciar en ningún momento a su contemporaneidad local. Alguien a quien definitivamente no hay que pasar por alto. El tiempo dirá si Piroyansky logrará ubicarse como el gran referente de lo que hoy podríamos, comenzar a llamar, quizás tímidamente, una nueva comedia argentina.