Viviendo con el enemigo

Crítica de Sergio Del Zotto - Visión del cine

Melodrama algo rancio, con la reconstrucción de Alemania tras la guerra como telón de fondo.
Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, llega a Alemania Rachel Morgan, para reunirse con su marido, Lewis, un militar inglés encargado de reconstruir Hamburgo, ciudad arrasada por la contienda bélica. Ambos van a vivir en una mansión confiscada a su dueño, un arquitecto viudo, que vive con su hija adolescente. El coronel decide que los pobladores de la casa puedan seguir viviendo en ella, confinados al piso superior. No tardarán en aparecer tensiones, producto de dos bandos enfrentados: vencedores y vencidos. Pero también la atracción de los opuestos, en forma de triángulo amoroso.

El film de James Kent, basado en una novela de Rhidian Brook, tropieza con lugares comunes de mínima tensión, un poco de tragedia, una pizca de erotismo, un aire conspirativo por acá, un poco del muestrario de los horrores de la guerra por allá, algo de venganza y mucho de elegancia formal en los ambientes de la mansión en la que transcurre, contrastando con las ruinas de una ciudad devastada por las bombas. Para colmo, el título en Argentina, Viviendo con el enemigo, recuerda demasiado a la película de Julia Roberts de los ’90 y no tiene demasiado que ver con el original, que es Aftermath, algo así como las secuelas o consecuencias negativas de un hecho.

Las tensiones culturales podrían haber resultado más interesantes, al fin y al cabo el enemigo que vive en la casa puede ser un juego de doble lectura sobre ocupantes y ocupadores de dos bandos contrapuestos. Y el guion no desarrolla del todo aspectos más sugestivos y sutiles, apenas un par de obsesiones de Rachel sobre qué había colgado en el lugar que dejó un cuadro o la sospecha de que el dueño de la casa, por el sólo hecho de ser alemán, tenga simpatía por el nazismo. Duda que se podría haber terminado cuando se menciona a una simple silla que está en el mobiliario de la casa, la Mr. lounge de Ludwig Mies van der Rohe, de la Escuela de la Bauhaus, que fue cerrada por el nazismo.

El elenco hace lo que puede en una marcación actoral de declamación teatral: en primer lugar, por Keira Knightley que, en el comienzo, parece una imbécil caprichosa; Jason Clarke, un militar con no demasiado brío para la tarea que le fue encomendada y el tercer vértice de este triángulo, Alexander Skarsgård, al que quizás le haya llegado este rol, luego de su perturbador personaje en Big little Lies.