Viviendo con el enemigo

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

No hay muchas historias de amor que transcurran a pocos meses de terminada la Segunda Guerra Mundial, en las ruinas de una Hamburgo en la que la convivencia entre las tropas aliadas y los habitantes es decididamente difícil.

Allí llega Rachael (Keira Knightley, con sus aires de señora, o los que les pueden dar sus 34 años), siguiendo el destino de su esposo, el coronel Lewis Morgan (el habitué de las salas porteñas Jason Clarke, de Cementerio de animales y Obsesión). El militar tiene que ordenar el caos entre los civiles, los soldados y varios partidarios de Hitler que tienen marcado a fuego su pertenencia al partido nazi (con el 88 en el antebrazo, por la octava letra H, y Heil Hitler).

Nada es sencillo, porque la pareja esconde, o mejor dicho, no habla de una tragedia que les ha ocurrido y que no vamos a spoilear.

Lo cierto es que el lugar donde Rachael paseará su deshabillé de seda, sus tacos altos, sus vestidos de gala para salir a fiestas es la mansión donde habitaba un arquitecto (Alexsander Skarsgard, de Big Little Lies y la floja La leyenda de Tarzán). Pero -siempre hay un pero- el coronel en vez de enviar al alemán y a su hija adolescente a un campamento, les ofrece quedarse en el piso de arriba.

De la pésima predisposición original de Rachael -quien no quiere saber nada con tener un nazi cerca- a las escenas de sexo más o menos desenfrenado se pasa en un chasquido de dedos. Tal vez porque no hay mucha atracción en el matrimonio, porque Rachael descubre que Lubert no era nazi, porque besaba bien o porque hacía falta para apurar el metraje.

Pero ese amor es poco convincente, forzado, aunque necesario para que se desarrolle la trama. Inevitable desde el primer vistazo que se dan la británica y el alemán.

Pero esto no es The Reader. No.

Lo cierto es que este triángulo amoroso en tiempos de decadencia moral tiene en sus vértices a tres buenas personas. Déjese de lado el morbo o no del adulterio: Lewis, Rachael y Herr Lubert son tres personajes con pérdidas en sus espaldas (el local enviudó: su esposa murió en un bombardeo inglés) y se las arreglarán como puedan.

Quien no puede resolver el conflicto de manera adecuada es el director James Kent, con un pasado eminentemente televisivo, que en algunas secuencias llegando al final echa mano de artilugios que, en vez de solidificar la historia, la debilitan.

Será una serie de coincidencias -Freda, la hija de Lubert (Flora Thiemann) se enamora de un muchacho de la resistencia nazi-, pero se llega a un desenlace que parece forzado cuando se debió arribar a él por convencimiento.

El trío protagónico está muy bien y cumple con las características de sus personajes, desde la frialdad de Clarke hasta el clasicismo de época que le conocemos bien a la actriz de Orgullo y prejuicio y Expiación, deseo y pecado.

Las secuelas a las que se refiere el título original (más adecuado que el local o latinoamericano, que parece una remake de Durmiendo con el enemigo, en la que la que sufría horrores era Julia Roberts) terminan siendo un baño de moralina. Tiempos difíciles los de la posguerra, y ni qué hablar de la credibilidad en el cine en pleno siglo XXI.