Violette

Crítica de Alba Ermida Area - El rincón del cinéfilo

Historia humanamente potente trasladada a imágenes y sonidos con magistral delicadeza

“La fealdad en una mujer es un pecado mortal”. Con esta puñalada se abre la película y esta aseveración resonará a lo largo de la obra, y paralelamente a lo largo de la vida de la protagonista, Violette Leduc, como un eco agorero y a la vez como un grito que llama a no rendirse. Lo que no nos esperamos es que “fealdad” y “pecado mortal” tengan tantos significados como se van revelando durante la historia.

Con un inicio bastante complicado a nivel de dosificación de información, las aguas se van aclarando cuanto más nos adentramos en el relato, y la turbiedad del inicio da paso a una transparente narración donde los sentimientos de la protagonista hacen sufrir de empatía al público, con la virtud de una ausencia radical de sentimentalismo y melodrama.

Violette es la lucha de una mujer bisexual contra la sociedad, es la búsqueda por parte de una mujer fea de una condición que le fue privada desde antes de nacer, la de ser amada. Hija bastarda de un noble, no deseada ni siquiera por su madre, su infancia y adolescencia la marcaron con el sello de la crueldad, la soledad y la incomprensión para el resto de su vida. Un tormento que finalmente da su fruto. Gracias a la terapia exorcista de la escritura, Violette se reconcilia con su vida y hace de sus experiencias un éxito literario. La pregunta que Provost deja para que el público se conteste es si ese tormento solitario que a partir de su llegada a París se ve acompañado de un bastón, con el nombre de Simone de Beauvoir, merece la pena. Si le merece la pena a ella, a Violette Leduc. Rodeada de personajes tan interesantes y reconocidos que ni presentación ni construcción narrativa necesitan, como Jean Genet o Jacques Guérin, Violette desprecia su vida, su apariencia, y se resguarda a sí misma en una soledad inventada, pues amigos tiene, que la apoyan, la ayudan, la acompañan. Pero su carácter, difícil hasta el punto de que la misma Beauvoir asegura con rotundidad “nadie puede ser amigo de Violette”, la recluye en su dolor, en su pobreza, en su fealdad, la aísla de poder disfrutar de lo que consiguió por sus propios medios. Es quizás también su forma de defenderse de las decepciones y desilusiones. Sin embargo, su entrega pasional a la vida, sin red por si acaso la caída, la llevan una y otra vez a querer desistir, rendirse, sentimiento que expresa varias veces en forma del feroz deseo de no haber nacido.

Si la historia es potente, por lo humano, y el conflicto es difícil de trasladar a la pantalla, por lo intangible, la resolución que Provost orquesta es de una delicadeza magistral. Unos planos bellísimos: la hija desnuda, vulnerable, abatida por la reciente enfermedad a merced de la madre castradora que en un arrebato de amor - o compasión - la lava con una dulzura emocionante. Una simbología hermosa de manos como metonimia de los cuerpos y del deseo y del trabajo de la escritura y de la edad y del afecto... Un juego de ubicación de los personajes en luces y sombras en analogía a quien ostenta la razón en esa escena. Y el gran acierto de la realización: la literatura entremezclada con la historia, como parte del guión y ensambladora de imágenes. En ningún momento resulta relentizadora del ritmo cinematográfico ni críptica en su simbología, más bien todo lo contrario: completa el significado de la historia y aporta una dimensión poética a las vivencias de Violette en una analogía perfecta entre su vida y la literatura que escribió en base a ella.

Como carencia, podríamos mencionar la relación entre Simone de Beauvoir y la propia Violette. Una relación que se anuncia de amistad pero que se vive de forma muy distinta y dispar. Mientras que la protagonista se enamora perdidamente de la reconocida escritora y ve en ella una ayuda indispensable para salir adelante no sólo como escritora, sino también como persona y como mujer, incluso una ilusión por la que vivir, Beauvoir no la considera ni siquiera una amiga, no la trata como tal, ni siquiera le confía conversaciones íntimas ni preocupaciones personales. Para Simona, Violette es casi una alumna a la que mantiene en calidad de mecenas por su interés literario y por su valor como rompedora del status quo represor en que vivía, o sobrevivía, la mujer. En esa relación, construída muy sutilmente por parte del guionista, el colofón llega al final de la obra, en una escena de fuera de campo donde Violette se queja a Simone de que no necesita su caridad (Simone se muda de casa y le ofrece cacharros que no llevará en la mudanza). Simona muy intelectualmente le responde Violette, “por favor, nosotras estamos por encima de eso”, a lo que Violette rebate con otra pregunta sin respuesta: “¿Y dónde nos deja eso?”. El silencio estrepitoso de Simone en un fuera de campo hermoso, el rostro ansioso de Violette que espera una respuesta que sabe desde antes de plantear la pregunta que no llegará, las cortinas rojas que Simone ya no quiere de fondo, el departamento vacío donde forjaron esa extraña relación, y un adiós que busca, una vez más, la atención de Simone para con la inerme Violette. Es entonces cuando los reproches salen de las entrañas de la protagonista, que más que enojada con su mecenas lo está consigo misma por ser dependiente de alguien que no la corresponde del mismo modo.

“Ojalá pudiese odiarte”, le dice Violette a Simone, pero no podrá porque siempre le deberá la perseverancia, la tenacidad, el levantarse después de cada caída y el prólogo con que se inicia el gran éxito literario de Violette Leduc: “La bastarda”. Al fin un éxito en la vida que quizás no le compensa los fracasos en las relaciones personales -”y pasa el tiempo y sigo sola”-, pero que al menos la ayudarán a sobrellevarlos.