Vino para robar

Crítica de Jonathan Santucho - Loco x el Cine

Todo por ese Malbec.

Hoy en día, el circuito del cine comercial argentino se siente como una suerte de secta. Entre el prejuicio popular y la homogeneidad en propuestas de género, el interés de las audiencias por algo que no invoque a Campanella, Darín, Francella o Suar en el poster es casi inexistente. Es un terreno cruel para los nuevos autores, pero, en los últimos años, algunas figuras lograron atravesar la barrera del público. Una de ellas es Ariel Winograd, quien en 2006 sorprendió con su retrato personal de la vida de country durante la burbuja menemista, en el desborde judaico de Cara de Queso, al que seguiría con un mayor éxito de taquilla en la historia de enredos a lo screwball de Mi Primera Boda. Ahora, el director mueve sus talentos para el terreno de la comedia policial, en Vino Para Robar (2013).

El film arranca introduciendo a Sebastián (Daniel Hendler), un ladrón de guante blanco, que se arma de una actitud fría y directa para planificar hasta el más mínimo detalle de sus trabajos. Pero aún con su manía por el control, siempre hay un elemento que puede bajar las defensas, y en este caso es su debilidad por Natalia (Valeria Bertuccelli), una estafadora que se hace con su último botín. Tras viajar a Mendoza y atraparla, el criminal cree que tiene todo resuelto. Pero de nuevo, la sorpresa lo aguarda, y él queda atrapado junto a su colega en las amenazas de un empresario (Juan Leyrado), dispuesto a matar para poner sus manos sobre una preciada botella de vino de 1845, proveniente de una rumoreada selección favorita del mismísimo Napoleón Bonaparte.

Con esa base, el guión de Adrián Garelik se vuelve una fuente de constantes vueltas de tuerca (algunas que funcionan, otras que no), que se amplía mientras Sebastián y Natalia se traicionan, se alejan y se acercan, sin saber lo que vendrá. Pero por otra parte, los deseos de Winograd son bastante claros desde el inicio. Aunque líneas como “Tu nombre en clave es Bond. Juan Bond” y la aparición especial de una remera de Intriga internacional sean un poco demasiado, es cierto que el director ejecuta un digno homenaje estilístico a la saga de 007 y a grandes films del Hollywood clásico como Para atrapar al ladrón y Charada, aunque también uno podrá ubicar a El caso Thomas Crown, La gran estafa o Los simuladores en el cartón de influencias.

Con una visión firme y una puesta en escena que raramente se encuentra a nivel nacional, el egresado de la Universidad del Cine y su equipo juegan a la ligera con las reglas del subgénero y encuentran el encanto cinematográfico de la tierra del sol y del buen vino, sabiendo como atraer y al mismo tiempo mantenerse fuera de lo que afecta a tantos otros productos del país: el síndrome del infomercial turístico (si, ya entendimos, San Luis es el paraíso del realizador subsidiado). Al mismo tiempo, su devoción por las normas es su base y su defecto: la película raramente se atreve a salir de lo familiar, y por lo tanto hay varios aspectos en los que se queda sólo con las ganas de más.

Pero claro, es difícil pensar en eso gracias al dúo protagónico: es una dinámica conocida, pero el choque entre copas del discreto Hendler y la histriónica Bertuccelli genera una química digna de verse. De todas formas, ellos están respaldados por un grupo secundario bastante acertado, en el cual los principales ladrones de escenas son Martín Piroyansky y Mario Alarcón, que dan energía a los típicos roles del secuaz nerd que cierra su conexión con el mundo y el familiar conservador que se aprovecha de turistas, respectivamente. A su vez, Leyrado se divierte un poco al interpretar al villano de turno, mientras que Pablo Rago y Alan Sabbagh aparecen por un rato, sin llegar al tiempo necesario para aprovechar sus papeles.

Así, Vino para Robar termina siendo un esfuerzo simpático, que funciona gracias a las dotes de su realizador y la capacidad de su elenco, a pesar de la familiaridad que fue invitada al argumento. Con un ritmo confiado y un rebote veloz entre sus actores, es un destacable tributo a la picardía del séptimo arte de los años cincuenta y sesenta, en su más mínimo detalle (mención especial a los créditos finales, que enorgullecerían al mismo Saul Bass). A brindar por Winograd.