Vincere

Crítica de Marina Yuszczuk - ¡Esto es un bingo!

Vencedores y vencidos

En las antípodas de la visión histórica hollywoodense –el “esto fue así”, basado más que nada en la reconstrucción de época, los trajes, los bigotes, la manera de tomar el té- Vincere avanza, ruidosa, como un tanque de guerra que cruza el siglo XX y todo se lo lleva puesto para traer lo mejor de las grandes tradiciones del siglo, a la hora de contar la historia. Como el Marat/Sade de Peter Weiss, Vincere es la película más brechtiana posible pero también la más melodramática, operística, solemne. Y parece tanto un biopic sobre una loca perdida entre las vueltas de la historia como una película de vanguardia (vanguardia anacrónica, cincuenta años después, como la única que puede haber ahora) que se pregunta qué demonios hacer, a esta altura del partido, con todo lo que hubo: es las dos cosas.

Vincere es la película más artificial posible: blanca, negra y gris, sin color (excepto el rojo socialista, que desaparece rápidamente), con primeros planos escabrosos y velocidades espasmódicas, con carteles que recuerdan a las interrupciones brechtianas y que, lejos de cualquier realismo, imitan las tipografías que quedaron como signo de una época, con ejércitos de animación que cruzan la pantalla para indicar la guerra. Bellocchio cuenta la Historia con mayúscula a fuerza de condensaciones y alusiones: para indicar el enfrentamiento entre la izquierda y la derecha en Italia durante la I Guerra Mundial pone a dos bandos a gritarse consignas en un cine, mientras en la pantalla marchan los ejércitos; para indicar el ascenso del fascismo pone retazos de documentales donde aparece el Duce en sus momentos más estereotípicos. Más que preguntarse cómo intervenir ese relato, se asume que el relato existe y ocupa el lugar de lo que conocemos como Historia. Entonces, a narrar por afuera, o mejor dicho por adentro (del cine).

Porque la protagonista de Vincere es Ida Dalser, una mujer que fue amante de Mussolini cuando todavía no era el Duce sino un socialista que corría para escaparse de la cana, una mujer abandonada cuando ese hombre vuelve con su legítima esposa para sentar cabeza y convertirse en Mussolini. El “todavía” es fundamental: Ida no sabe que Mussolini es Mussolini pero actúa como si supiera que va a serlo. Quiero decir: Ida no reclama amor, reclama que se la reconozca como esposa legítima, como la mujer que acompañó a ese hombre en su ascenso por la historia, que gastó todo lo que tenía para ponerle un periódico, que participó en todo mientras él se convertía en el que fue. La locura de Ida consiste en una especie de anacronismo, porque toma la forma de no darse cuenta de que Benito Mussolini es ahora Benito Mussolini.

La conversión del hombre en dictador se expresa en la película con el reemplazo del actor que interpreta a Mussolini por dos clases de objetos: cabezas de estatua –la que el hijo tira al piso, la que se aplasta en el final- e imágenes en pantallas de cine. El hombre no está más, pero queda el actor, al que Bellocchio pone a interpretar al hijo de Mussolini –que además se llama también Benito- en un momento brillante en el que el hijo imita la manera tosca de vociferar del padre y el actor, que había interpretado al padre en la primera mitad de la película, se parodia a sí mismo, como esos actores de Brecht que morían en escena pero enseguida se levantaban para desarmar el decorado. Y sin embargo, sin embargo, hay en Vincere niveles de cursilería y de emoción absolutamente serios, por no decir (y tener que explicarlo) verdaderos.

La emoción va de la mano de Ida, una loca romántica de locura indecidible, pura pasión y obstinación. Vincere es la carrera enloquecida de Ida por ocupar un lugar en la historia mientras la historia se está cuajando a una velocidad impresionante, porque el hombre que conoció ya es bronce, ya es imágenes de cine que van a perdurar por todo el siglo. Esa gesta, que en Mussolini toma la forma de la dominación, tiene con ella la forma de la rebeldía, la de elegir el ahora, a pesar de la monja que le cita las palabras dirigidas a una santa: “Hija, no puedo prometerte la felicidad en esta vida terrena, pero sí en la próxima”. A esta resignación, Ida le opone una fuerza que puede ser tanto ciega como visionaria. La tragedia se funda en el intento desesperado por cambiar –porque ella mira desde un lugar en que el relato todavía no está hecho, y esa es la cualidad dinámica de la historia según la produce Bellocchio, metido a presión explosiva entre la historia cristalizada y la historia maleable- lo que para nosotros espectadores ya está sancionado.

Por eso, todo converge en el momento en que Ida, como una Julie Andrews en La novicia rebelde, se escapa del loquero vestida de monja (¡gran momento-cine, falso, divertido, evocador!) para volver por una vez al pueblito a visitar a su hijo. La aventura de Ida ahí se vuelve heroica porque, como era de esperarse, la policía la espera en la casa familiar y no tarda en detenerla sin que haya llegado a ver al hijo, pero el gesto inútil, insensato de Ida cobra sentido por completo cuando se abren las puertas de la casa y afuera está esperando nada menos que todo el pueblo para saludarla, defenderla, por fin, reconocerla. El perfil dignísimo de Ida ya subida al auto que se la lleva para siempre, mientras afuera el pueblo –no “il poppolo italiano” pero un pueblito, al fin- la aclama, es de una ternura conmovedora, y está cargado de historia porque la única frase que Ida pronuncia frente a ese pueblo es una que le susurra a otra mujer: “Non te dimenticate di me”. No se olviden de mí. Lo que reclama la loca, de una mujer a otra mujer, es nada menos que un lugar en la historia, y ése es el momento preciso en que su obstinación, que es la apuesta al futuro más fuerte posible, lo consigue. La mirada a cámara de Ida mientras el auto empieza a andar lo atestigua, y parece una forma de decirnos, desafiantes, a nosotros que ya lo sabíamos todo, “Vieron que no estaba todo dicho”.